¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

viernes, 31 de diciembre de 2010

Solemnidad de Santa María Madre de Dios


«Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 487).

“Dios envió a su Hijo” (Ga 4, 4), pero para “formarle un cuerpo” (Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26-27) –nos enseña el Catecismo de la Iglesia.
Llamada en los Evangelios “la Madre de Jesús” (Jn 2, 1; 19, 25; Mt 13, 55), María es aclamada por Isabel, bajo el impulso del Espíritu, como “la madre de mi Señor” desde antes del nacimiento de su hijo (Lc 1, 43). En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios ["Theotokos"] (Ibídem n. 495.
Cuando en el año 431 el Concilio de Éfeso proclamaba solemnemente el dogma de la Maternidad divina de María, no hacía sino recoger el patrimonio de la fe de la Iglesia que ya había percibido desde los primeros siglos de la era cristiana como una verdad de fe. La contemplación de los misterios del nacimiento de Jesús, nuestro Salvador, impulsó al pueblo cristiano a dirigirse a la Virgen santísima no sólo como a la Madre de Jesús, sino también a reconocerla como Madre de Dios.
Aún cuando este título, «Theotokos», no aparece explícitamente en los textos evangélicos, sí se habla de María como la “Madre de Jesús” y se afirma que él es Dios (Jn 20, 28, cf. 5, 18; 10, 30. 33). A parte de que se presenta a María como Madre del Emmanuel, que significa Dios con nosotros (Mt 1, 22-­23).
Existe una oración del siglo III, en donde los cristianos de Egipto ya se dirigían a María con esta oración: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh, siempre Virgen gloriosa y bendita» (Liturgia de las Horas). Comenzamos el Año, con la Jornada Mundial de oración por la Paz del mundo, y lo hacemos invocando a Aquella, por la que nos ha llegado el Príncipe de Paz, Jesús. Amén.

Feliz Año Nuevo, les desea, su párroco,
Padre Pedro L. Reyes

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Fiesta de la Sagrada Familia


«Levántate, toma al Niño y a su madre…» 
Mateo 2, 13

El misterio de la Sagrada Familia se nos revela entre luces y sombras. La comunión más perfecta entre José, María y el Niño se ve amenazada por la insidia y la maldad del poder secular que pretendía destruir su unión íntima, su sacralidad.
La felicidad y armonía interior que existía entre cada uno de ellos se tiene que enfrentar ante la súbita partida a tierras extranjeras, dar la cara al mal tiempo y a la inestabilidad de tener que vivir como extranjeros ante una cultura ajena, desconocida y contraria a su valores religiosos (Egipto). El regocijo de ver la mano de Dios en aquellos pastores que fueron a adorar al Niño y oír narrar las maravillas que se decía de él de parte de los ángeles que vieron los pastores; ahora se ensombrece por la mala noticia de quienes no le reconocen como Rey Mesías sino como impostor del trono terreno.
En el misterio de la Sagrada Familia se cumple lo que decía ayer el evangelio de Juan: «La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron... Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron…». El mundo había sido hecho por Él y, sin embargo, el mundo no le conoció. Vale la pena recalcar que si vino al mundo y estaba en el mundo, fue desde el seno de una familia.
Al proponernos hoy la Liturgia la figura de la Sagrada Familia, lo hace para que la tengamos como punto de referencia, ejemplo maravilloso, modelo para toda familia en la tierra y para la familia religiosa también. El acontecimiento de la Familia de Nazaret, así como en toda familia natural y en toda familia religiosa, lo que es común es la fuente de cohesión de los vínculos de sus miembros, que no es otra cosa sino el amor. Lo dice san Pablo hoy en la segunda lectura: «Y sobre todas las virtudes, tengan amor, que es el vínculo de la perfecta unión» (Col 3, 12-14).
En la sagrada familia, cada miembro tiene un rol importante. San José supo asumir su rol de padre sacando adelante a la familia. También santa María, como modelo de unidad familiar, reconoce el rol de José y no interfiere. Ella deja obrar a José en su rol de padre y custodio de la familia. Ella se muestra dócil, confiada, solidaria y a la vez subsidiaria con el rol del jefe de familia. Aquel «Hágase en mí según tu palabra» al Ángel, ahora se prolonga en una aceptación confiada y segura hacia el que hace las veces de custodio de la familia.
Si en la Encarnación, el Hijo de Dios, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre (GS, 22), análogamente podemos decir que se ha unido a cada familia. Es por eso que la Iglesia tiene como camino primordial de su tarea evangelizadora servir a las familias. Tanto el hombre como la familia constituyen “el camino de la Iglesia” –en palabras de Juan Pablo II. Si Cristo “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre”, lo hace empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer.
Nosotros, los cristianos, junto a todos los hombres de buena voluntad que creen en los valores de la familia y de la vida no podemos ceder a las presiones de una cultura que amenaza los fundamentos mismos del respeto de la vida y de la promoción de la familia.
Recemos para que las familias crezcan en la conciencia de ser "protagonistas" de la "política familiar" y asuman la responsabilidad de transformar la sociedad.
Amén.

martes, 14 de diciembre de 2010

Homilía IV Domingo de Adviento


Ciclo A
Is 7, 10-14 / Sal 23, 1-6 / Rom 1, 1-7 / Mt 1, 18-24


«El Señor, por su cuenta os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel».
Isaías 7, 14

Ya casi en el umbral de la Navidad, el último domingo de Adviento resalta a nuestra consideración, a través de la sagrada escritura, la necesidad de descubrir el signo de Dios, la señal por la que los hombres aprenderán a “entrar en su voluntad”. Se trata de un signo inaudito, inusitado, insólito. Algo nunca visto: “la virgen está encinta”. Así lo manifestó el profeta Isaías: «He aquí que una doncella (almah) está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». San Mateo, le va a atribuir a ése oráculo un significado cristológico y mariano, porque cuando narra el suceso de la anunciación a San José, añade: «Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen (párthenos) concebirá y dará a luz un hijo…».
El término “almah”, de Isaías alude simplemente una mujer joven, no necesariamente virgen. Sin embargo, la traducción griega de los LXX (siglo II a.C), al traducir el vocablo hebreo con el término “párthenos”, virgen, no se trata de una simple particularidad de traducción, sino una misteriosa orientación del Espíritu Santo a las palabras de Isaías, que prepararían la comprensión del nacimiento extraordinario del Mesías.
De todas maneras, es el mismo profeta Isaías, quien más adelante afirma el carácter excepcional del nacimiento del Emmanuel: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro, y es su nombre “Maravilla de consejero”, “Dios fuerte”, “Padre perpetuo”, “Príncipe de paz”» (Is 9,5). La exaltación del hijo, la comparte también la mujer que lo ha concebido y dado a luz.
Todo esto preparó la revelación del misterio de la maternidad virginal de María y el evangelio de san Mateo, al citarlo proclama su perfecto cumplimiento mediante la concepción de Jesús en el seno virginal de María. Dios ha querido en su designio salvífico, que el Hijo unigénito naciera de una virgen. La concepción virginal, excluye una paternidad humana, y afirma que el único padre de Jesús es el Padre celestial. Hoy contemplamos a María, como figura que nos llevará a la Navidad, ella nos trae al Salvador.
Nadie tiene a su Dios tan cercano como nosotros. Dios con nosotros, tan con nosotros que se hace hombre, hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne. Más aún, ese “Dios con nosotros”, se hace “Dios en nosotros”. Como dice Jesús: “Vendremos a él y haremos en él nuestra morada”.
El ejemplo de san José y la Virgen, contrastan con aquel rey Acaz. Tanto José como María supieron “entrar en la voluntad de Dios” sin vacilar. José, cambió inmediatamente sus planes ante lo que Dios le reveló. No puso obstáculo al plan divino, tampoco la Virgen. El “virgen” de espíritu, acepta que la propia vida y la propia existencia no tienen otro sentido sino “vivir en Dios y para Dios”, se vive en obsequio a Dios por correspondencia a su amor.
Esa es la señal de la virginidad en María. No fue el ángel quien le pidió a ella que permaneciera virgen. Es María la que revela en el evangelio su propósito de virginidad. Y en esa elección de ella se revela su dedicación y consagración total al Señor mediante una vida virginal. Obviamente, en el origen de toda vocación está la iniciativa divina. Ella no hubiera podido acoger ese don si no se hubiera sentido llamada y sin haber recibido del Espíritu Santo la fuerza necesaria para ofrecerse de esa manera.
          La contemplaremos estos días navideños con mucha devoción, como “madre- virgen” ella nos introducirá en un camino nuevo y profundo de cómo relacionarnos con Dios. Amén.

martes, 7 de diciembre de 2010

Homilía III Domingo de Adviento


Ciclo A
Is 35,1-6.10 / Sal 145 / Sant 5,7-10 / Mt 11,2-11

«La alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará tu Dios contigo» 
Isaías 62, 5

Dios alimentó la esperanza de su pueblo por miles de años en base a un mensaje de alegría. ¡Así, cualquiera estará dispuesto a esperar! Las profecías mesiánicas están siempre enmarcadas en un contexto de animar a la alegría. El texto de la profecía de Isaías de hoy es un ejemplo más: «Que se alegre el desierto y se cubra de flores, que se alegre y de gritos de júbilo, que se regocije el desierto y el yermo… porque verán la gloria y el esplendor, la belleza de nuestro Dios» (Isaías 35 1-6). Vale la pena esperar, cuando se alcanzará ver tanto. Vale la pena sentir nostalgia por lo que aún no vemos, cuando quien promete es fiel y cumple cabalmente su palabra.
Por eso, «que se robustezcan las rodillas vacilantes, que se fortalezcan las manos cansadas, que los corazones apocados digan: ¡Ánimo! No teman, he aquí que su Dios viene ya para salvarnos» (1ra lectura).
Nuestra espera es gozosa. Por eso Santiago el Apóstol, en su epístola invita a la paciencia a los cristianos. «Sean pacientes hasta la venida del Señor, aguarden también ustedes con paciencia y mantengan el ánimo, porque la venida del Señor está cerca. Tomen por ejemplo de paciencia en el sufrimiento a los profetas». El ánimo del que habla Santiago no es otra cosa sino saber esperar con alegría.
No es posible un adviento sin alegría. La espera que confiamos alcanzar nos llena de motivos de alegría. Y la razón de ser de este gozo y alegría es la cercanía de la salvación de Dios. El señor está cerca. Ante un Dios que se alegra al allegarse a nosotros, y que nos trae un mensaje de salvación y alegría, no cabe otra actitud de parte nuestra.
Pensemos en las veces que hemos intentado buscar otros caminos para encontrar la felicidad fuera de Dios, al final solo hemos hallado infelicidad y tristeza. Fuera de Dios no hay lugar para la alegría verdadera. Y como dice Jesús en el Evangelio de hoy, a los discípulos de Juan el Bautista: «Dichoso el que no se sienta defraudado de mí». De modo que Aquel que es la fuente de la alegría y la plenitud de toda la revelación de Dios, fue aún para algunos, motivo de escándalo. Prefirieron otras alegrías a la Fuente de la Alegría.
Las alegrías del mundo se nutren de las diversiones. La palabra divertirse viene de su raíz latina, “divertere” que significa dispersar, desparramar, verter fuera. Ese es el fruto de las alegrías mundanas, disipan los sentidos al exterior, evaden al hombre a la realidad. Desvían nuestra mirada del mundo interior, pero no por mucho tiempo, porque el hombre no puede dejar de buscar y dar sentido a su mundo interior, a su verdad sustancial, a su ser espiritual. Por eso esa alegría basada en lo exterior le hace sentir nuevamente la soledad y el vacío. Cuando no encuentra a Dios dentro de sí.
La alegría cristiana no depende del estado de ánimo, ni de la salud, ni de ninguna otra causa humana, sino de ver y estar cerca de Dios. Dijo Jesús en la Última Cena: «Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar» (Jn 16, 22).
La cercanía de Dios cambia el panorama de nuestra vida. Así fue para san Juan Diego, al ser objeto de las delicias de María en el Tepeyac. Ella cambió su vida, le dio una nueva manera de vivir, su vida nunca fue igual después de haber visto el rostro hermoso de la Señora a quien él llamaba “Mi Niña”, la más pequeña, siguiéndole el juego a la Señora. No quiso vivir más en su casita, sino que le pidió al Obispo Zumárraga la posibilidad de vivir al lado del santuario de la Virgen. Allí vivió hasta su muerte, sirviendo a los peregrinos y manteniendo limpio el lugar. Sus delicias fueron para siempre estar cerca de la Señora. Y hoy disfruta del gozo perdurable para el cual vivió en la tierra. Amar a Dios y ver a Dios cara a cara, la alegría de amar a Dios no puede compararse con ninguna otra. Hoy nos alegramos de darle un nuevo sitio en nuestra Parroquia a Nuestra Señora. Motivo suficiente como para que vivas y mueras alegremente. Amén.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Homilía II Domingo de Adviento


Ciclo A
Is 11, 1-10 / Sal 71 / Rm 15, 4-9 / Mt 3, 1-12

«Arrepiéntanse, porque el Reino de los cielos está cerca» 
- Mt 3, 1

La liturgia nos hace considerar en este segundo domingo de Adviento las disposiciones necesarias para recibir el Reino de Dios que cada vez está más cerca. Lo que proponía tanto el profeta Isaías, como Juan el Bautista, como disposiciones para recibir ese Reino de Dios, eran categorías no ordinarias ni comunes para los hombres de su época, ni de la nuestra. El reino que instaurará el Mesías es algo totalmente nuevo a lo que nuestros ojos hayan jamás visto. “A vino nuevo, odres nuevos”, dirá Jesús.
La llegada del Reino implica, además de una intervención salvadora especial de Dios a favor de los hombres, una exigencia de que éstos se abran a la gracia divina y rectifiquen su conducta.
Al leer la profecía de Isaías (primera lectura), considerada como el tercer oráculo del Emmanuel (además de los caps. 7,14 y 9,5-6), nos quedamos con la idea de un nuevo paraíso terrenal, como un nuevo orden natural de la creación. En el fondo, es un cántico a la esperanza, de que vendrá un mundo mejor, un reino de verdadera paz y justicia, y seremos gobernados por un Rey con las cualidades y dones del Espíritu Santo de Dios, ya que representa a Dios mismo en medio de su pueblo.
Los tiempos mesiánicos se presentan como la restauración del Paraíso en la armonía de que gozaba al inicio de la creación, y que fue rota por el pecado. Ya no querrán ser los hombres como Dios, sino que querrán llenarse del conocimiento de Dios. Se crea la nostalgia por lo venidero y de eso trata la esperanza, de una cierta nostalgia futura, que se apoya no en nuestras fuerzas sino en la promesa de Dios que sí cumple lo que promete.
La segunda lectura de hoy, tomada de la carta del apóstol San Pablo a los romanos, también nos habla en términos llenos de esperanza: «Para que por el consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza». El comportamiento de los cristianos debe reflejar esa armonía y paz que ha traído Jesucristo, en su Reino mesiánico.
Por último, la figura de Juan el Bautista nos recuerda que el Reino de Dios, que viene a instaurar el Mesías, requiere de parte del hombre unas disposiciones nuevas y distintas a las establecidas por la cultura de su época. No es la cultura actual la que debe marcar las pautas para ser cristianos. Es la luz y la gracia del Evangelio, de la Palabra revelada por Dios la que ilumina las culturas, las abre al orden establecido por Dios.
Por eso San Juan Bautista chocaba con sus contemporáneos, su estilo de vida no coincidía con los parámetros de su época. Vivía en el desierto, vestía con piel de camello, comía saltamontes, era un verdadero escándalo su manera de vivir, nada semejante a sus contemporáneos. Su radicalidad provenía de la convicción de la condición pecadora de la humanidad tras el pecado original, la llegada del Reino exige que todos los hombres necesiten hacer penitencia de su vida anterior, esto es, convertirse de su caminar, acercándose a Dios. Y precisamente porque la realidad del pecado hace que no haya posibilidad de dar la vuelta hacia Dios, de convertirse, sin hacer actos de penitencia, no hay forma de prepararnos al reino de Dios, si no es luchando contra el pecado. Así nos preparamos para el encuentro con Dios en la Navidad.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Homilía I Domingo de Adviento





Ciclo A
Is 2, 1-5 / Sal 121 / Rm 13, 11-14 / Mt 24, 37-44

«Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor»
-Mt 24, 42-

¡Qué gran gracia es poder comenzar un nuevo tiempo de Adviento! La oración colecta de la Misa de hoy recoge el espíritu de estas cuatro semanas: «Señor, despierta en nosotros el deseo de prepararnos a la venida de Cristo con la práctica de las obras de misericordia, para que puestos a su derecha en el día del juicio, podamos entrar al reino de los cielos».
No se trata por tanto solo de estar velando, sino de estar preparados mientras vigilamos -como dice el Evangelio de hoy. El Adviento es el tiempo litúrgico que mejor nos describe lo que debe ser la actitud cristiana frente al tiempo presente. La meditación de las lecturas bíblicas que nos propone la misma liturgia será nuestro mejor método para alcanzar ese fin querido por nuestra Madre la Iglesia.
¿Cuál es nuestra actitud frente a lo sobrenatural? Porque en el fondo, eso es lo que Jesús propone con el ejemplo del Evangelio de hoy. Jesús nos recuerda lo que pasó en el Antiguo Testamento en la época de Moisés, y nos advierte que lo que pasaba entonces, no es muy diferente a lo que vemos hoy día: la gente despreocupada e insensible frente a la eternidad. La segunda venida del Hijo del Hombre se cumplirá en un momento inesperado, sorprendiendo a los hombres en lo que estén haciendo, bueno o malo. Sería un acto de suprema soberbia pretender esperar al último instante para cambiar la disposición de mi alma, para convertirme.
Vuelvo y repito: ¿Cuál es mi actitud frente a lo sobrenatural? ¿Dilato la espera del Señor o la propicio con mi actitud y anhelo? Mis obras expresan cuanto anhelo y ansío. Mi actitud frente a las cosas más corrientes de la vida –las faenas del campo, los trabajos de la casa, etc.– tiene que expresar el valor supremo que tiene en mi vida la llamada de Dios y mi respuesta como criatura al querer de mi Creador.
Precisamente la segunda lectura de hoy (Rom 13,11-14) fue la que sirvió a San Agustín en el momento de su conversión. Así lo narra en sus Confesiones VIII, cap. 12, 29. Estar preparados no es otra cosa sino estar en espíritu de lucha, espíritu de sobriedad en el uso de los bienes presentes. La vigilancia implica reconocer que tenemos un enemigo que no descansa: «vuestro enemigo el diablo anda como león rugiente buscando a quién devorar» (1-Pet 5,8). Otro enemigo del que necesitamos tener cuanta es nuestra propia carne. Dice el Señor: «Vigilad y orad para no caer en tentación, porque si bien el espíritu está pronto, la carne es débil» (Mat 26, 41).
El Adviento pide de mí una respuesta concreta, certera y personal. Caminar a la Luz del Señor, como decía el profeta Isaías, es dirigir nuestra atención hacia la espera de la segunda venida de Cristo, mientras nos preparamos a recordar su primera venida.
La Eucaristía es ya un modo de vivir esta espera. «La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo prometido por Cristo» (Jn 15,11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y “prenda de la gloria futura”. En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: «Mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» (Embolismo después del Padre Nuestro). Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará el hombre en su totalidad.» (Ecclesia de Eucharistía, n.18; Juan Pablo II). Vivamos mejor nuestro Adviento centrándonos más en este admirable sacramento. Santa María, Madre de nuestro Adviento, ruega por nosotros. Amén.    

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Solemnidad de Cristo Rey del Universo


Ciclo C
2-Sa, 5, 1-3 / Sal 121 / Col 1, 12-20 / Lc 23, 35-43

¡Conviene que Él reine!

Esta gran festividad fue instituida en 1925 por el Papa Pío XI, con la encíclica Quas primas, al conmemorar un año Jubilar, el décimo sexto Centenario del Concilio de Nicea, que definió y proclamó el dogma de la consubstancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de incluir las palabras cuyo reinó no tendrá fin en el Símbolo o Credo, promulgando así la real dignidad de Cristo.
Ante los regímenes políticos de aquel momento, el Papa denunciaba los regímenes políticos ateos y totalitarios que negaban los derechos de Dios y de la Iglesia. Proponía como remedio concreto a aquella situación instaurar el reino de Jesucristo en el corazón de los hombres. Y por eso escribe esa hermosa encíclica. Aún cuando la institución de la fiesta sea reciente, no así su contenido y su idea central, ya que la frase «Cristo reina» tiene su equivalente en la profesión de fe: «Jesús es el Señor», que ocupa un puesto central en la predicación de los apóstoles.
La fiesta comenzó celebrándose litúrgicamente el domingo anterior a la solemnidad de todos los santos. En la intención del Papa era que todos los hombres reconocieran la soberana autoridad de Cristo, que todos los pueblos reconocieran a Cristo como rey y le prestaran la obediencia debida a un rey.
Con todo, en 1970, el Papa Pablo VI cambió el título de la fiesta, comenzó a llamarse fiesta de Jesucristo, rey del universo y se debía celebrar el último domingo del año litúrgico. En la oración colecta expresamos: “Que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin”. De modo que el acento de la fiesta, está en el aspecto humano y espiritual, más que en el –por así decirlo— político. La oración colecta de la Misa ya no pide, como hacía en el pasado, que «se conceda a todas las familias de los pueblos someterse a la dulce autoridad de Cristo», sino que «toda criatura, libre de la esclavitud del pecado, le sirva y alabe sin fin».
El pasaje evangélico que leemos hoy es el de la muerte de Cristo, porque es en ese momento cuando Cristo empieza a reinar en el mundo. La cruz viene a ser el trono de este rey. «Había encima de él una inscripción: “Este es el Rey de los judíos”».
Nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido –dice san Pablo en la segunda lectura-. Lo ha hecho por su sangre, es decir, desde la aceptación de la cruz, del dolor. Por este Cristo, que muere crucificado por amor, Dios nos introduce en un reino donde podamos vivir reconciliados todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.
Un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz (Prefacio de la Misa). “Jesucristo no es Rey por gracia nuestra, ni por voluntad nuestra, sino por derecho de nacimiento, por derecho de filiación divino, por derecho también de conquista y de rescate”. -Así que Cristo es Rey universal de este mundo por su propia esencia y naturaleza- (S. Cirilo de Alejandría), en virtud de aquella admirable unión que llaman hipostática, la cual le da pleno dominio no sólo sobre los hombres, sino hasta sobre los Ángeles y aun sobre todas las criaturas (Pío XI).
 “Conviene, pues, que Él reine”, «oportet Illum regnare», porque su reinado "es eterno y universal, es un reinado de verdad y de vida de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz". Quiere ante todo reinar en las inteligencias, en las voluntades y en los corazones de los hombres.
El interrogante importante que hay que hacerse en la solemnidad de Cristo Rey no es si reina o no en el mundo, sino si reina o no dentro de mí; no si su realeza está reconocida por los Estados y por los gobiernos, sino si es reconocida y vivida por mí. ¿Cristo es Rey y Señor de mi vida? ¿Quién reina dentro de mí, quién fija los objetivos y establece las prioridades: Cristo o algún otro? En términos paulinos sería preguntarnos si vivo para mí mismo o si vivo para el Señor. (Rm 14, 7-9). Vivir «para uno mismo» significa vivir como quien tiene en sí mismo el propio principio y el propio fin; indica una existencia cerrada en sí misma, orientada sólo a la propia satisfacción y a la propia gloria, sin perspectiva alguna de eternidad. Vivir «para el Señor», al contrario, significa vivir por Él, esto es, en vista de Él, por y para su gloria, por y para su reino. Y de eso se trata celebrar esta fiesta. Amén.

martes, 9 de noviembre de 2010

Homilía XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
Ma 3, 19-20 / Sal 97 / 2Te 3, 7-12 / Lc 21, 5-19

«Cuidado con que nadie os engañe...»

     Cuando el año litúrgico toca a su fin, somos convocados desde los textos bíblicos de este domingo a una reflexión escatológica: “llega el día” –dice el profeta Malaquías. Tal advertencia nos pone sobre aviso. Pero no son los cataclismos y desastres cósmicos del final los que deben hacer cambiar nuestra conducta para superar la tibieza espiritual. Siempre es momento oportuno para el cambio, pues siempre es el día propicio, el tiempo apto para honrar el nombre del Señor y quemar la paja de nuestras infidelidades.
     En este penúltimo domingo del Tiempo Ordinario, la liturgia propone la lectura del llamado “Discurso escatológico” de Jesús que tiene muchas claves a descifrar para que sea provechosa su lectura. Hoy nos ceñimos sólo a una parte del citado discurso. La contemplación de la belleza del Templo de Jerusalén dio pie a las reflexiones de Jesús.
     Jesús no tiene ningún reparo en andar por el templo, centro de la vida religiosa de Israel y enseñar desde él. Indicando así la seguridad con que lleva a cabo su misión y la autoridad de la que se siente investido. Jesús quiere dejar claro cuál ha de ser la actitud de los discípulos ante los acontecimientos históricos futuros. Aquí, el centro del relato no es el fin del mundo, el cual no vendrá enseguida (v. 9), sino poner en alerta a sus discípulos “para que nadie los engañe”.
     Lo que importa, no es conocer la fecha de la parusía, sino tener claro que “antes de todo eso”, los discípulos serán perseguidos. No serán unas persecuciones reservadas al tiempo final, sino que la persecución se convertirá en característica fundamental de la vida del cristiano mientras dure la historia del mundo.
     En medio del discurso de Jesús resuenan con fuerza dos frases que constituyen el culmen y el dato central de todo el texto: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá” y “Vuestra perseverancia os salvará”. Ambas frases provocan certeza y confianza en el discípulo que las oye. Aún cuando en nuestro tiempo podamos experimentar la angustia y la desolación de los desastres con los que el mundo parece acabarse, como pudo ser para los judíos la experiencia de la destrucción de su Templo en el 70 d.C.; en la perspectiva de Lucas, el desastre del Templo queda relativizado, no hay en ello una valoración pesimista de la historia, sino la constatación realista de lo que sucedía y que, lamentablemente, seguiría sucediendo. El mundo era y es así.
     En un mundo así es donde vive el creyente en Jesús. El creyente en Jesús no es un iluso al respecto. Pero el creyente es alguien con una paz y una confianza especiales, derivadas de su trato y familiaridad con Dios. El texto de hoy es, en primera instancia, una invitación a la paz interior y a la confianza. Jesús lo formula mucho mejor y más gráficamente: “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá”.
     Por eso, san Pablo le dice a los cristianos de Tesalónica que, apoyados en una falsa interpretación de la inminente venida del Señor, abandonaban la paciencia y el trabajo y eran una carga para los demás miembros de la comunidad, que recuerden su ejemplo, que trabajó de sus manos para no ser gravoso a nadie, ya que el cristianismo, con toda su carga real de espiritualidad, jamás nos enajena de construir la historia a través de una actividad humana productiva.
     "Concédenos vivir siempre alegres en tu servicio" oramos hoy en la oración colecta al comenzar la Misa, y es que en efecto, mientras sirvamos al Señor, el devenir de acontecimientos históricos, por pesimistas que se auguren, no deben cambiar nuestro estado de ánimo, ya que Jesús vela y cuida de sus siervos. Amén.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Homilía XXXII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
2 Ma 7, 1-2.9-14 / Sal 16 / 2-Te 2, 16-3,5 / Lc 20, 27-38

«Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.»

Dentro de dos semanas concluiremos el tiempo litúrgico del tiempo ordinario. La Liturgia nos ha llevado de la mano, con el evangelio de san Lucas, tras los pasos de Jesús. Y al concluir este ciclo de la liturgia, seguimos el esquema de los tres evangelistas sinópticos, que ya al final de la vida pública de Jesús, nos ofrecen una serie de controversias entre las que figura ésta en la que Jesús se enfrenta con los saduceos.
En efecto, hoy el tema de la liturgia de la palabra, se relaciona con el tema de las realidades últimas. En la teología lo llamamos la “escatología”. No está nada mal que al acercarse el fin del año litúrgico, la misma palabra divina nos invite a reflexionar sobre el fin de nuestra vida.
Las palabras del salmo responsorial de hoy (Salmo 16) nos sirven de entrada para nuestra reflexión. ¿Quién sino Jesús pudo pronunciar con toda verdad estas palabras del salmo? Él, que en su pasión encarna realmente al “inocente injustamente acusado"; Él, mejor que nadie al “despertar”, en la mañana de Pascua, realmente se sacia eternamente del  rostro del Padre. Ahora bien, lejos de pedir la muerte de sus enemigos, como el salmista, oró por ellos diciendo: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". En el fondo, este salmo nos invita a considerar la realidad de la resurrección futura desde Cristo.
La fe en la resurrección de la carne y la vida futura, si bien está presente en toda la sagrada escritura, fue madurando y explicitándose poco a poco en la historia de Israel. Con todo, la verdad de la resurrección de la carne es una de las más tardías en la historia de la revelación. Hoy meditamos en la primera lectura uno de los textos más antiguos en donde por primera vez se afirma en todo el A.T. la fe en la resurrección de los cuerpos. Aunque ya en Dan 12, 2 (que está relacionado con los mismos acontecimientos históricos) se había expresado la idea de una "resurrección" o, mejor, una "revivificación" después de esta vida; en la lectura de Macabeos, se expresa con más fuerza y claridad la posibilidad de un tipo de existencia diferente al de la tierra y cerca de Dios. La fe cristiana llevará esto, por la mediación de Cristo, hasta sus límites.
También en el libro de la Sabiduría se habla de la inmortalidad (3. 1-5 y 15), pero no se dice expresamente nada sobre la resurrección corporal. Con todo, hay que dejar claro que los hebreos, a diferencia de los filósofos griegos, no admitieron nunca el dualismo antropológico del cuerpo y el alma. Por eso, confesar la inmortalidad equivalía a afirmar implícitamente la resurrección del hombre en cuerpo y alma.
El contexto del libro II de los Macabeos, que hoy meditamos es posterior al año 124 a.C. Su autor no se propone escribir una historia en sentido riguroso, sino edificar la fe de sus lectores, que son los judíos de Alejandría, pero el relato no está desposeído de cierto valor histórico ya que en efecto se alude a la persecución llevada a cabo por Antíoco IV Epífanes (175-164), quien intentó "obligar a los judíos a abandonar las costumbres tradicionales y a no gobernarse por la Ley del Señor", razón por la cual surge la sublevación judía iniciada por Judas-Macabeo, el año 167 a.C. Es de esta sublevación que nos hablan los libros de los Macabeos. No se tratan de personajes históricos sino prototipos para imitar. En ese contexto escuchamos el relato del anciano Eleazar y el relato de la madre y los siete hermanos que sufren el martirio por ser fieles a la Ley del Señor. Las expresiones de los siete hermanos antes de morir son una catequesis sobre el contraste “muerte–vida”, “tiempo-eternidad”, “la supremacía de la fe y la caducidad de lo material”.
Conservar la fe, mantener la esperanza en la vida eterna, sustentar la vida presente en los valores de la vida futura implica estar dispuestos a enfrentar a los que no tienen esa fe. San Pablo nos habla en su carta a los Tesalonicenses de esa realidad. El hecho de que "la fe no es de todos", no quiere decir que Dios no quiera que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, es que la respuesta al evangelio es un acto libre (Rm 10, 16) que el hombre puede rehusar. San Pablo sabe que la predicación evangélica provoca a veces un rechazo y una reacción violenta contra el que la hace. La difusión del evangelio no se da sin persecución por parte de los que no creen. Pero Dios es fiel y da fuerza, protegiendo del mal. Es preciso que perseveremos en este camino.
Hasta el mismo Jesús tuvo que enfrentar a los que no creían en la resurrección y la vida eterna. Los saduceos eran unos personajes relevantes en la vida política del país, pertenecían más a un partido político que a una secta religiosa. Eran los "colaboracionistas" de la ocupación romana de Palestina. No admitían más autoridad doctrinal que el Pentateuco (los 5 libros atribuidos a Moisés), razón por la que negaban la resurrección de los cuerpos, ya que en el Pentateuco no se dice nada al respecto.
Este grupo de saduceos se acerca al Maestro para ponerle una pega y con el ánimo de hacerle quedar en ridículo. Inventan una historia extraña, pero posible, teniendo en cuenta lo dispuesto por la llamada ley de "levirato" (Dt 25. 5s; Gn 38. 8).
Probablemente se trata de una objeción típica que utilizaban los saduceos en sus controversias con los fariseos, que sí creían en la resurrección.
Pero Jesús resuelve la dificultad y denuncia la ignorancia de sus adversarios sobre la Sagrada Escritura. En los sagrados libros no se dice nunca que la existencia futura de los resucitados sea exactamente igual que la vida terrena. Además Dios es poderoso para resucitar a los muertos y acabar con la necesidad de la procreación para asegurar la supervivencia de la humanidad una vez glorificada. Jesús ofrece un argumento positivo en favor de la Resurrección. Se apoya en Ex 3. 6, para argumentarle con el mismo Pentateuco, ya que era la única autoridad doctrinal aceptada por los saduceos, procediendo así según la costumbre rabínica. La fuerza del argumento está en que la Palabra de Dios con todas sus promesas a los patriarcas no valdría nada si Dios no les salvara del último enemigo, de la muerte. Si Dios salva, Dios es un Dios de vivos y no de muertos.
Habrá quien con vista miope de realista y pragmático pretenda negar nuestra fe en la resurrección final, pero la miopía nunca es la perfección en vista. En todo caso, podremos decirle que le falta capacidad para ver lo que nosotros hemos alcanzado ver y conocer por la fe. Hay certezas que sólo son tales desde una sensibilidad y un talante determinados, en este caso desde la sensibilidad y el talante nacidos de la sintonía y de la familiaridad con Dios, vida sin mezcla de muerte. Amén.

martes, 26 de octubre de 2010

Homilía XXXI Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C

Sab 11, 22- 12,2 / Sal 144 / 2-Tes 1, 11- 2,2 / Lc 19, 1-10


«El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas»
Salmo 144


La conversión de Zaqueo nos sirve de soporte para entender aún más la esencia del Dios revelado en Jesucristo. En efecto, hoy el evangelio de san Lucas, nos lleva a la casa de un personaje contemporáneo a Jesús. Se trata de otro publicano. Recordamos aún la parábola del fariseo y el publicano orando en el templo, que meditábamos la semana pasada. Ya se ve que Jesús tenía cierta predilección por estas personas tan desprestigiadas y menospreciadas en su moralidad pública. Recordemos que eran catalogados como unos pecadores.
Por lo que nos describe el evangelio de hoy, Zaqueo era un hombre polarizado por el dinero, y la injusticia sería el instrumento normal por el que alcanzaba sus objetivos... Pero un día, sin saber casi de qué forma ni por qué motivos (así son las conversiones), una mirada le traspasó el corazón y la misericordia lo penetró. Encontró a Jesús, que le miró con otros ojos, a los que estaba acostumbrado que le tazaran los demás, encontró a alguien que creyó en él. Y he aquí el resultado: un hombre nuevo, rescatado, encontrado de nuevo, porque estaba perdido.
En Zaqueo se cumple aquella palabra de la Sabiduría divina, «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan… A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida» (primera lectura).
¡Qué pobre y desvirtuada hubiera quedado la imagen de Dios si nos hubiésemos creído el trato que los fariseos daban a Dios! No digamos ya, por la imagen del fariseo orando en el templo del domingo pasado, sino porque con nuestros juicios sobre los hombres a veces presentamos a un Dios terrible, que quiere aplastar y aniquilar, guardián del orden, ordenador del mundo, freno de los delitos sociales, omnipotente que precisa de esclavos... Y sin embargo, Jesús revela un Dios cuya característica esencial es el amor y ofreciendo siempre una oportunidad.
La Revelación se puede definir, no como un contenido de verdades, sino como el ofrecimiento de la amistad divina. De ahí que la imagen divina sea dialogal: el Señor quiere convertir nuestra vida en una conversación con Él: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Dios es amigo de la vida, siempre espera, poniendo su don a nuestro alcance. Él ama la vida y ama nuestra alegría, porque su aliento inmortal está plasmado en nuestro ser.
Los mensajes de profecías de catástrofes, tan comunes en nuestros días, anunciando días de tinieblas, cataclismos, castigos irremediables no parece coincidir con el mensaje del Dios revelado en Jesucristo. San Pablo afirma en su Carta a los Tesalonicenses que «no nos alarmemos por supuestas revelaciones, dichos o cartas que afirman que el día del Señor está encima», para que podamos cumplir la tarea de la fe.
Dios es amor. Ama todo lo que ha creado, como dice el libro de la Sabiduría, y no odia ni olvida a ninguna de sus criaturas, porque es amigo de todo lo que vive, es amigo de la vida, que no de la muerte ni del dolor. Y este amor de Dios respecto de los hombres es misericordia, porque nos ama aunque no le amemos, aunque le ofendamos, aunque le ignoremos y neguemos. Nos ama porque es bueno, no porque nosotros lo seamos. Al contrario, es el amor de Dios el que hace posible que podamos ser mejores y dejemos de ser pecadores. Esta misericordia de Dios no puede ser un pretexto para justificar nuestros pecados e injusticias, ni debe fomentar en nosotros una presunción temeraria en la misericordia de Dios. Al contrario, debe sernos de acicate y estímulo para confiar en él, sin confiar en nosotros mismos. La esperanza cristiana, el anuncio del evangelio, no se funda en la autosuficiencia de los que se consideran buenos y ejemplares o mejores que los demás -que eso es el fariseísmo-, sino que descansa en la convicción profunda de que Dios es rico en misericordia. Y que esta misericordia de Dios, puesta en evidencia en éste y otros relatos del evangelio, alcanza a todos los hombres de generación en generación, sin tasa.
«Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido», hoy nos sentimos reencontrados en este amor de Dios que sale en nuestra búsqueda y nos manifiesta este voto de confianza al darnos la oportunidad de cambiar y hacer el bien, como Zaqueo. Amén.

martes, 19 de octubre de 2010

Homilía XXX Domingo del Tiempo Ordinario

Jornada Mundial Misionera

            Al celebrar anualmente la Jornada Mundial Misionera, la Iglesia encuentra la ocasión para renovar el compromiso de anunciar el Evangelio. Y nosotros, desde nuestra comunidad parroquial, nos sentimos invitados a vivir más intensamente la liturgia, la catequesis y la pastoral en general, con espíritu misionero.
            El Santo Padre, Benedicto XVI, nos recuerda en el mensaje para el DOMUND 2010, la frase del Evangelio de San Juan: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21). Es la petición que algunos griegos, llegados a Jerusalén para la peregrinación pascual, presentan al apóstol Felipe. Nos dice el Papa que esa misma petición resuena también en nuestro corazón durante este mes de octubre, que nos recuerda cómo el compromiso y la tarea del anuncio evangélico compete a toda la Iglesia, "misionera por naturaleza" (Ad gentes, 2), y nos invita a hacernos promotores de la novedad de vida, hecha de relaciones auténticas, en comunidades fundadas en el Evangelio.
Como los peregrinos griegos de hace dos mil años, también los hombres de nuestro tiempo, piden a los creyentes no sólo que "hablen" de Jesús, sino que también "hagan ver" a Jesús, que hagan resplandecer el rostro del Redentor en todos los rincones de la tierra ante las generaciones del nuevo milenio.
Los hombres de hoy deben percibir que los cristianos llevamos la palabra de Cristo porque él es la Verdad, porque hemos encontrado en él el sentido, la verdad para nuestra vida.
Todos los bautizados y la Iglesia entera, hemos recibido un mandato misionero, pero éste no puede realizarse de manera creíble sin una profunda conversión personal, comunitaria y pastoral. La llamada a anunciar el Evangelio debe estimularnos a todos a una renovación integral que nos lleve a abrirnos cada vez más a la cooperación misionera entre las Iglesias particulares, para promover el anuncio del Evangelio en el corazón de toda persona, de todos los pueblos, culturas, razas, nacionalidades, en todas las latitudes.
La Eucaristía termina siempre enviándonos al mundo a anunciar los celebrado y vivido. En el fondo: “No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Este amor exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en él” (Sacramentum caritatis n. 84). Por esta razón la Eucaristía no sólo es fuente y culmen de la vida de la Iglesia, sino también de su misión: “Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera” (ib.).
En esta Jornada mundial de las misiones, debemos sentirnos todos protagonistas del compromiso de la Iglesia de anunciar el Evangelio, o sea, ser anunciadores creíbles del Amor que salva. Oremos por los misioneros y a las misioneras, que dan testimonio en los lugares más lejanos y difíciles, a menudo también con la vida, de la llegada del reino de Dios. Como el "sí" de María, seamos generoso en nuestra respuesta a la invitación divina a “hacer amar al Amor” –como repetía santa Teresita del Niño Jesús, patrona de las misiones-.  Amén.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Homilía XXIX Domingo del Tiempo Ordinario


 Ciclo C
Ex 17, 8-13 / Sal 120 / 2-Tim 3, 14- 4, 2 / Lc 18, 1-8

«Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»
Lc 18, 8

Desde hace varios domingos, el Señor nos está hablando de la necesidad de la fe. Recordamos al leproso del domingo pasado que su fe le hizo andar hacia el sacerdote y por el camino quedó curado por su fe. Y el domingo anterior cuando los discípulos le pidieron al Señor aquello de: «Señor, auméntanos la fe». Hoy nos trae una parábola «para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse» y termina diciendo: «cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
Dice “esta fe”, refiriéndose a la fe que hace orar siempre y sin desanimarse, como si nos diera a entender un nuevo aspecto de la fe. Si el domingo pasado nos decía que el que tiene fe es agradecido y que el dar gracias y reconocer los dones recibidos haciendo memoria de ellos es fruto de una fe viva, hoy nos dice, que el que tiene fe es un “alma orante”, es decir, un alma que ora con constancia y sin desfallecer ni cansancio.
El que tiene fe, ora. Dejar de orar es signo de falta de fe. No viene nada mal considerar esta verdad en el mes dedicado a la oración por las Misiones. El próximo domingo celebraremos el DOMUND.
Decía el Papa Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio que: «¡La fe se fortalece dándola!» (n. 2). Si la fe es sólida, está destinada a crecer y debe abrirse a la misión. Esto es lo que permitió proclamar co-patrona de las misiones a santa Teresa del Niño Jesús, aunque nunca fue enviada a la misión. El alma de Teresita del Niño Jesús era misionera porque era un alma orante. Y esa oración la impulsaba a un acto de ofrecimiento tan fuerte como la acción misionera más fecunda del apóstol más grande que pudiera existir en cualquier territorio misionero. Decía Teresita: « ¡Oh Dios mío! Trinidad bienaventurada, deseo amarte y hacerte amar» (M.A. p. 318). Esta fue la pasión de Teresita: “hacer amar al amor”.
Precisamente de esto nos habla Jesús hoy. “Para explicar cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola...” (Lc 18, 1). La parábola es bien sencilla de entender: si un hombre malvado, como era el juez, actuó de aquella forma, qué no hará Dios con quienes son sus elegidos y le gritan de día y de noche. “Os aseguro -dice Jesús- que les hará justicia sin tardar.
Después de oír esto nos queda la impresión de que Dios está más dispuesto a dar que el hombre a pedir. En el fondo, repito, lo que ocurre es que nos falta fe. Por eso, al final de la parábola, el Señor se pregunta en tono de queja si cuando vuelva el Hijo del hombre encontrará fe en el mundo.
La primera lectura de hoy es toda una catequesis de cuán necesaria es la oración para vencer el combate espiritual. Las manos levantadas al cielo de Moisés manifiestan que al fin y al cabo, es Dios quien da la victoria. Dios no pierde nunca batallas.
San Pablo le recuerda a Timoteo, «Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado» (2 Tm 3, 14). El secreto para permanecer en lo que hemos aprendido es ser fieles a la vida de oración. No olvidemos que la victoria definitiva es la del que gana la última batalla. Acompañemos con nuestra oración a los misioneros para que sean siempre almas orantes, que arden y quemen en el amor de Dios a su paso. Amén.

martes, 5 de octubre de 2010

Homilía XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo C
2-Re 5, 14-17 / Sal 97 / 2-Tim 2, 8-13 / Luc 17, 11-19

«… porque, si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor»
Santa Teresa de Jesús, Vida, 10, 3


El domingo pasado nos recordaba la Palabra de Dios que “el justo vivirá por su fe” (Habacuc 2, 4) y la oración de los Apóstoles a Jesús: «Señor, auméntanos la fe», era motivo de examen para nosotros que pretendemos caminar a la luz de la fe. Pero hoy, la palabra nos enseña que cuando se vive por la fe, sólo encontramos motivos para el agradecimiento. Pues, ¿Qué tienes que no hayas recibido? –dice san Pablo (1-Co 4, 7). San Agustín dice que «el pecado es lo único que no has recibido de Él. Fuera del pecado, todo lo demás que tienes lo has recibido de Dios» (Sermón 21). Cuántos Salmos de la Biblia son una continua invitación a no dejar la acción de gracias. «¡Bendice, alma mía, al Señor y no olvides ninguno de sus beneficios!» (Sal 102, 2). «Recordad las maravillas que Él ha obrado» (Sal 104, 5).
Tal parece que la actitud de acción de gracias requiere capacidad para usar la memoria, recordar, mirar hacia atrás. Hoy escuchamos a san Pablo decirle a Timoteo: «Haz memoria de Jesucristo», que es lo mismo que decirle, “recuerda cuánto ha hecho por ti”. Sólo así despertaremos a amar. Decía santa Teresa de Jesús: «porque, si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor». Es decir, nos daremos desinteresadamente a los hermanos cuanto más percibamos en nuestra vida cuánto nos ha dado Dios. La gente tacaña, calculadora, mezquina, poco generosa en la entrega y servicio, indica que no es agradecida, que no reconoce en su vida que cuanto tiene es don de Dios. Por eso viven para sí, son autosuficientes, indiferentes a la necesidad del hermano, son poco mortificadas, gente comodona, vaga. En cambio cuando vivimos en clave de agradecimiento, como san Pablo, no escatimamos recursos para entregarnos más generosamente, estamos dispuestos a sufrir por los demás.
La lógica razona: “si Dios me ha dado tanto, qué me puedo reservar para mí”. Sería ridículo. Por eso es que, los santos nos sorprenden con sus locuras en la hora del sacrificio y la entrega, no escatiman nada para el amor.
En definitiva, para hacer memoria de cuánto hemos recibido requiere una actitud de humildad. No se puede ser agradecido, si no se es humilde. Hoy, la Liturgia de la palabra nos propone dos ejemplos para aprender a ser humildes.
El primero, Naamán, el Sirio, quien era el general del ejército de Siria. Un hombre poderoso, acostumbrado a dar órdenes y someter la voluntad de otros, los demás ejecutaban su voluntad. Gozaba de poder y autoridad por causa de su cargo y prestigio, por algo llegaría a ser general de un ejército. Siendo un hombre autosuficiente, sabemos cómo le costó someterse a la autoridad del profeta Eliseo. Se le pidió algo que a su juicio era humillante: “¿Por qué tener que bañarme en un río en Israel, teniendo ríos más caudalosos en mi tierra?” La sensatez de uno de sus criados le hará abrir los ojos. “Si te hubiera pedido algo difícil, ¿No lo hubieras acometido? Cuánto más si lo que te pide es algo tan sencillo”. En otras palabras, ¡sé humilde! Dios no lo sanó, sino hasta que se humilló. Pero todavía le falta otra lección por aprender.
Piensa Naamán que se puede satisfacer a Dios con nuestros bienes. Pretende dar unos regalos para compensar la acción de Dios. ¡Qué necio somos! Pretender pagar a Dios todo el bien que me ha hecho… Eliseo no aceptó ninguna dádiva de Naamán, porque no tiene precio lo que Dios hizo por él. Naamán comprendió la lección, entonces entendió que la única manera de agradecer a Dios era poniéndose él a su servicio. Casi viene a decir: “De ahora en adelante serviré a Dios, viviré para Él, porque no encuentro mejor manera de agradecerle lo que Él ha hecho por mí.”
El otro ejemplo lo vemos en el Evangelio. Ahora se trata de otro extranjero, un samaritano leproso. Por su condición había perdido todo, la posibilidad de convivir en medio de la comunidad civil, era como una muerte en vida. Un leproso era considerado como una lacra social.
Dice el Evangelio que cuando el leproso iba de camino y vio que estaba curado, regresó a Jesús, alabando a Dios en voz alta (gritando), se postró a sus pies y le dio gracias. Se olvidó de todo lo demás, de sacerdote y ofrenda, del mandato de Jesús, etc. Lo único que importaba en aquel momento para él era reconocer delante de Jesús lo que no podría pagarle nunca, ni mil vidas si tuviera. No existen palabras, no hay modo de expresar lo que se siente. El gozo de verse sanado, es como si uno volviera a reencontrase con su vida, como si ya no pesara nada, como si se pudiera volar por el aire, como si no se tuviera cuerpo. Se ha inundado de sentido y esperanza su vida nuevamente. Dios lo ha hecho. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? El leproso no sólo reencontró el sentido a su vida por aquella acción de gracias, sino que además, su actitud le sirvió de salvación. «Levántate y vete. Tu fe te ha salvado». Tu fe te ha hecho reconocer que todo cuanto tienes viene de Dios, ha sido Dios quien lo ha hecho y ha sido un milagro patente. Cuando vivimos de fe, solo encontramos motivos para el agradecimiento.
Esa fe que sanó a Naamán y al leproso samaritano fue una fe con obras, viva, operativa. Fue una fe que se puso en camino. La humildad hizo a Naamán irse a bañar al río Jordán, la humildad hizo al leproso caminar a donde el sacerdote para presentar su testimonio de que había sido curado, sin todavía estarlo. Dios premió esa fe con la gracia concedida y es por eso que vienen a dar gracias. La fe nos hace vivir en sentido de acción de gracias, con sentido de deudores ante tanto bien concedido.
Por eso san Pablo le decía a Timoteo en la segunda lectura que estaba dispuesto a sufrir por ese evangelio hasta llevar cadenas como un malhechor, lo sobrellevaba todo por amor a los elegidos, porque en el fondo vivía a tal punto agradecido a Dios por cuanto había hecho por él, que no encontraba más sentido a su vida si no era en servicio a los demás.
Pidamos hoy, a Dios despertar al amor por el agradecimiento. Vivir como santa María, que entregó hasta su propia voluntad, precisamente porque su vida era un Magnificat, una pura acción de gracias. Amén.

martes, 28 de septiembre de 2010

Homilía XXVII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
Habac 1, 2-3; 2, 2-4 / Sal 94 / 2- Tim 1, 6-8. 13-14 / Lc 17, 5-10

Vivir por la fe

Hoy la Liturgia tiene como telón de fondo hacernos entrar en el sentido de la fe para entender los acontecimientos de nuestra vida. Dejamos atrás al profeta Amós, que meditábamos hace dos domingos. Nos encontramos hoy en el contexto sociocultural de finales del siglo VII (probablemente un poco antes del 612 a.C.), y escuchamos el lamento del Profeta Habacuc. Mientras oraba a Dios le reprocha: «¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches?.. ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?...» (Hab 1, 2).
Se refiere a la situación de Israel bajo la época del dominio asirio y despuntando en escena histórica el imperio babilónico –los caldeos-. Habacuc no entiende el modo de obrar divino: ¿Cómo explicar que Dios tiene un especial cuidado de su pueblo y a la misma vez lo castigue tan duramente? ¿Por qué envía Dios a “los caldeos” como instrumento de castigo, si éste es un pueblo engreído y cruel, aún más pecador que Israel? ¿Cómo explicar la santidad y omnipotencia divinas con la existencia de todos estos graves males entre las naciones y aún en medio de su pueblo, aquél al que Él eligió?
Este es el contexto de la primera lectura. El Profeta recurre al Señor para que intervenga en esta situación de injusticias clamorosas y la respuesta de Dios es desconcertante, pues anuncia que va a suscitar un pueblo terrible, cruel y violento, que no respeta más que a su propia fuerza. Por eso el tono de angustia de Habacuc en su oración.
Pero lo interesante de la actitud de Habacuc, no es que se lamente, lo grande es que sus palabras son una oración a Dios. La oración no debe ser artificial, sino vital. En medio de su angustia y desconcierto, el profeta no desespera, sino que decide perseverar atento a la voz del Señor. Dios le contesta, todo tiene su tiempo; las dificultades derrumban al que no es recto, pero el que confía y espera, permaneciendo fiel, ése vivirá por su fidelidad. El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá de la fe.
Aquí está la solución de las penas y pesares del profeta Habacuc. Y aquí está el consuelo para nuestras preocupaciones y nuestras fatigas: la fe. Esa virtud que nos hace ver la vida de una forma distinta a como aparece a primera vista. La fe, esa virtud que como una luz nos hace sonreír ante la dificultad, nos da la paz y la calma en medio del dolor y el sufrimiento. Sí, el justo vive de la fe. Vive, aunque parezca morir. Vive, sí, y vive una vida distinta de la meramente animal. Su vida es la vida misma de Dios.
Hoy en el Evangelio leemos que los discípulos de Jesús le pidieron en un momento dado: “Señor, auméntanos la fe”. Probablemente los discípulos se dan cuenta de las dificultades que conllevan seguir las exigencias de Jesús: la parábola del rico injusto, la gravedad de los escándalos y la necesidad de ser generosos en el perdón de las ofensas. Cristo viene a decirles que con fe en Dios no hay nada imposible.
Sin duda que para seguir a Jesús necesitamos crecer en la vida de fe. Todos los días Dios nos pide que tengamos fe en su Palabra, que nos llega a través de la Iglesia. La fe lo ilumina todo con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre (GS, 11). Con la luz de la fe todos los acontecimientos aparecen como son, con su verdadero sentido, sin la limitación con la que solemos enjuiciarlos los hombres. Por eso, no existen obstáculos insuperables para una persona que viva de fe. La fe es el tesoro más grande que tenemos y por eso, hemos de poner todos los medios para conservarla y acrecentarla. Debemos preferir incluso perder la vida antes que perder la fe. La fe se protege especialmente con la piedad (la oración y los sacramentos), con una seria formación doctrinal –en la medida adecuada de cada persona- y haciendo con frecuencia actos de fe.
Jesús nos dice hoy: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza...», y al igual que los discípulos, hoy queremos decirle: -¡Auméntanos la fe!-. O como aquel otro del evangelio: «Señor, yo creo, pero ven en ayuda de mi pobre fe”.
Nos damos cuenta de que la fe es, sobre todo, un don de Dios que hay que pedir con humildad y constancia, confiando en su poder y en su bondad sin límites. La primera consecuencia que hemos de sacar hoy es la de acudir con frecuencia a Dios nuestro Señor, para pedirle, para suplicarle con toda el alma que nos aumente la fe, que nos haga vivir de fe.
Es tan importante la fe, que sin ella no podemos salvarnos. Lo primero que se pide al neófito que pretende ser recibido en el seno de la Iglesia es que crea en Dios Uno y Trino. El Señor llega a decir que el que cree en Él tiene ya la vida eterna y no morirá jamás. San Juan dirá en su Evangelio que lo que ha escrito no tiene otra finalidad que ésta: que sus lectores crean en Jesucristo y, creyendo en Él, tengan vida eterna. San Pablo también insistirá en la necesidad de la fe para ser justificados, y así nos dice que mediante la fe tenemos acceso a la gracia.
En contra de lo que algunos pensaron, y piensan, la fe de que nos hablan los autores inspirados es una fe viva, una fe auténtica, refrendada por una conducta consecuente. Santiago en su carta dirá que una fe sin obras es una fe muerta. El mismo san Pablo hablará también de la fe que se manifiesta en las obras de caridad, en el amor verdadero que se conoce por las obras, no por las palabras. Podríamos decir que tan importantes son las obras para la fe, que si no actuamos de acuerdo con esa fe terminamos perdiéndola. De hecho lo que más corroe la fe es una vida depravada. Por eso dijo Jesús que los limpios de corazón verán a Dios, porque es casi imposible creer en él y no vivir de acuerdo con esa fe.
La fe, a pesar de ser un don gratuito, es también una virtud que hemos de fomentar y de custodiar. El Señor que nos ha creado sin nuestro consentimiento, no quiere salvarnos si nosotros no ponemos algo de nuestra parte. De ahí que hayamos de procurar que nadie ni nada enturbie nuestra fe. Tengamos en cuenta que ese frente es el que nuestro enemigo ataca con más astucia y virulencia. Hoy de forma particular se han desatado las fuerzas del mal para enfriar la fe. El Señor viene a decir que al final de los tiempos el ataque del Maligno será más fuerte, conseguirá enfriar la caridad de muchos. Formula, además, una pregunta que nos ha de hacer pensar y también temer. Cuando vuelva el Hijo del Hombre -nos dice-, ¿encontrará fe en el mundo?
Concluimos pidiendo con humildad, “Señor, auméntanos la fe”.