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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 27 de abril de 2010

Homilía V Domingo del Tiempo Pascual


Ciclo C
Hch 14, 21-27; Sal 144; Ap 21, 1-5; Jn 13, 31-33.34-35

«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros».
- Juan 13, 34-35

La Iglesia nace de la Pascua. En este domingo, los textos litúrgicos pueden concentrarse en torno al tema de la Iglesia. Ante todo, en el Evangelio se nos ofrece la caridad como sustancia de la Iglesia: “En eso conocerán que sois mis discípulos”.
Estos versículos, dichos justo a raíz de la salida de Judas de la sala donde se encuentra Jesús con los suyos durante la última cena, recogen la última voluntad de Jesús. Jesús habla de ser glorificado. ¿En qué sentido Jesús es glorificado y glorifica a Dios en el momento en el que Judas abandona la sala?
“Ser glorificado” es poner de manifiesto lo que alguien tiene de encomiable. Con la marcha de Judas, empieza a ponerse de manifiesto que lo que Jesús tiene de más encomiable es el amor. El amor supremo consiste en dar la vida por los amigos (Jn. 15, 13). Saliendo Judas de la sala, empieza Jesús a morir, su muerte empieza a ser realidad.
En el Evangelio de San Juan, la cruz es el lugar por antonomasia de revelación de Jesús y de Dios. En la cruz, se pone de manifiesto quién y qué es Dios. En la cruz, descubrimos que Dios es amor (1-Jn. 4,8). La última voluntad de Jesús está en consonancia con lo que Jesús es y ha practicado. Lo tradicional y esperado hubiera sido una invitación a cumplir la Ley de Dios; sin embargo, su última voluntad fue invitarnos a amarnos los unos a los otros. He ahí la “novedad”. Todo es muy distinto cuando lo que se hace se hace porque se ama y no porque está mandado. El creyente en Jesús, el discípulo, se distingue porque ama, no porque cumple. Cumplir es distintivo humano; amar lo es del cristiano. Para entender esto, se requiere una mentalidad y una actitud nueva.
Judas sale del cenáculo para consumar la traición. Ha llegado la "hora" de Jesús, la de su exaltación en la cruz, la de su gloria y la de la gloria del Padre. Porque es la hora del Amor Supremo, en el momento preciso, en el momento en que va a ser traicionado. Entonces, se verá quién es el Hijo del Hombre y quién es Dios para los hombres. Se revelará que Jesús es el Señor y que Dios es amor.
El Padre, glorificado por la obediencia y en la obediencia del Hijo, glorificará a su Hijo levantándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha. Y, en todo el mundo, se proclamará la gloria del que ha amado hasta el colmo, hasta dar su vida por los enemigos.
Pero esta hora de la glorificación, es también la hora de las despedidas. Jesús comprende la pena de sus discípulos y se despide emocionadamente de ellos. Les habla como un padre que va a morir y hace testamento. El testamento de Jesús, su verdadera herencia, es el mandamiento nuevo: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”. Nos ha dado ejemplo para que sigamos sus huellas. Es la plenitud y perfección de la Ley.
Quiere que sus discípulos se amen porque él los ha amado y como él los ha amado, hasta la locura. El amor, pues, que Jesús nos deja en herencia ha de ser nuestro distintivo, la señal en la que debemos ser reconocidos como discípulos suyos.
Este mandamiento nuevo, esta situación enteramente nueva que es la del cristiano, crea un mundo nuevo, una Ciudad nueva. Esto es lo que se describe en la segunda lectura, en unión estrecha con el evangelio. La Ciudad nueva, la nueva Jerusalén, la Iglesia, tierra nueva, morada de Dios con los hombres: tal es la visión de Juan. Todo es renovado: “Ahora hago el universo nuevo”.
Indudablemente, no se debe confundir la Iglesia con el reino definitivo. En la Iglesia actual, es verdad que es morada de Dios con los hombres; sin embargo, aún hay muertes, aún hay lágrimas en los ojos, aún hay llantos, alaridos, tristeza. No obstante, hacia aquella Jerusalén definitiva camina la Iglesia y se nos manda a nosotros caminar.
Para el mundo, resultamos una imagen extraña. No puede entender nuestras actitudes ni nuestras opciones. Necesitamos, estar siempre trabajando para que la Iglesia, cuyos miembros somos, alcance cada vez más su calidad de Esposa de Cristo, que luzca como una novia arreglada para su esposo. Cuando vivimos la caridad, y la ejercitamos en lo concreto, hacemos que la Iglesia luzca como lo que debe ser.
Nuestra crítica negativa, fijarnos sólo en los defectos humanos de sus miembros, es el camino fácil; pero prestar una ayuda positiva, que pueda remediar una situación defectuosa e infundir alientos para continuar adelante, eso es caridad de Cristo.
En la actualidad, parece existir una complacencia y gusto malsano en resaltarla como pecadora, en lo que tiene de humano. Preocupados por comprobar “las arrugas”, nos olvidamos de abrir los ojos a la belleza espiritual de esta esposa que se prepara para el encuentro con el esposo. Demostramos madurez y sano equilibrio, grandeza de alma en definitiva, cuando examinamos con delicadeza y firmeza a la vez, los fallos de una institución, que siendo divina en su institución, está llamada a purificarse y mejorar siempre en su testimonio de la caridad. Razón por la cual en sus relaciones humanas es siempre perfectible, y así, guardando el infinito respeto que se debe a lo que Dios configuró y a la institución de la que recibimos la vida divina, jamás incitamos al desaliento, ni a la destrucción de la misma, sino que nuestra crítica ha de proceder de la fe y del amor a los hermanos.
En su comentario a este pasaje bíblico, San Agustín dice: «El que vino a dar muerte a la corrupción de la carne a través de la ignominia de la cruz y a desatar con la novedad de su muerte la cadena vetusta de la nuestra, creó un hombre nuevo con el mandamiento nuevoQue el hombre muriera era, efectivamente, algo muy antiguo; para que no siempre fuese realidad en el hombre, aconteció algo nuevo: que Dios muriera»Y así, como dice el Apóstol, murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (Rom 4,25),... él mismo opone al pecado viejo el mandamiento nuevo. En consecuencia, quienquiera que seas tú que quieres extinguir el viejo pecado, apaga la concupiscencia con el mandamiento nuevo y abrázate al amor. Como la concupiscencia es la raíz de todos los males, así también el amor es la raíz de todos los bienes (Sermón 350).
En este V domingo de Pascua, se nos invita, por tanto, a dar testimonio de ese Cristo resucitado abrazándonos al amor. Así verá el mundo que Cristo vive, cuando vean en nosotros lo que ha sido capaz de hacer el amor, transformarnos de hombres volubles, ambiciosos, egoístas, soberbios y avaros, en hombres y mujeres revestidos de la caridad de Cristo.

Homilía IV Domingo del Tiempo Pascual


Domingo del Buen Pastor

«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen…»
Jn 10, 27

Tradicionalmente, en los tres ciclos litúrgicos del IV domingo de pascua, meditamos algún trozo del capítulo 10 del Evangelio de San Juan. Es por eso que se le conoce como el Domingo del Buen Pastor. La Iglesia entera se llena de gozo inmenso por la resurrección de Jesucristo y le pide a Dios Padre que el débil rebaño de su Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor. Ha sido el sacrificio del Buen Pastor quien ha dado la vida a las ovejas y las ha devuelto al redil.
Con las imágenes del pastor, las ovejas y el redil, se evoca un tema preferido de la predicación profética en el Antiguo Testamento: como dice el Salmo 23, el pueblo elegido es el rebaño y el Señor es su pastor; los profetas, especialmente Jeremías y Ezequiel, ante la infidelidad de los reyes y sacerdotes, a quienes también se aplicaba el nombre de pastores, prometen unos pastores nuevos:
«Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15). «Pondré al frente de ellas (o sea, de mis ovejas) Pastores que las apacienten, y nunca más estarán medrosas ni asustadas» (Jer 23, 4). «¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos: ¿no son los rebaños lo que deben apacentar los pastores?... Esto dice el Señor Dios: «Yo mismo buscaré mi rebaño y lo apacentaré». (Ezequiel 34, 2-16).
Jesús se presenta como ese Buen Pastor que cuida de sus ovejas. Se cumplen pues, en Él, las antiguas profecías. Pero en Jesús, las profecías del Buen Pastor cobran una revelación más plena. Su solicitud y cuidado por cada oveja le lleva al sacrificio por ellas. «Yo soy el buen pastor, conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen. Como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10, 14-15).
De modo que, Jesucristo ha introducido en la humanidad una vocación que no existía. Antes de su venida, conocíamos a los profetas, sabíamos de los patriarcas y de los sacerdotes, incluso conocíamos al rey. Pero no conocíamos el ministerio pastoral. La imagen de padre-pastor, sacramento de la Paternidad de Dios, solamente lo aprendemos en plenitud con Jesús.
Jesucristo es el cumplimiento vivo, supremo y definitivo de la promesa de Dios, Él es “el gran Pastor de las ovejas” (Hebreos 13,20). Y es él quien encomienda a los apóstoles y a sus sucesores el ministerio de apacentar la grey de Dios (Jn 21, 15, ss.; 1-Ped 5, 2).
Sin sacerdotes, la Iglesia no podría vivir en obediencia al mandato del Señor de llevar a cabo su misión en la tierra: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» y «haced esto en conmemoración mía»; o sea, el mandato de anunciar el Evangelio y de renovar cada día el sacrificio de su cuerpo entregado y de su sangre derramada por la vida del mundo. Oremos para que nunca falten a su Iglesia pastores que amen y se entreguen en servicio como el Supremo Pastor, Cristo Jesús.

Homilía III Domingo del Tiempo Pascual


Ciclo C
Hch 5, 27-32. 40-41 / Sal 29 / Apoc 5, 11-14 / Jn 21, 1-19

«Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos».
Jn 21, 14

El domingo pasado, la lectura evangélica terminaba proclamando aquella nueva bienaventuranza pascual, con la que Jesús repara la incredulidad de Tomás: «Bienaventurados los que crean sin haber visto». La Pascua es el tiempo propicio para renovar nuestra vida de fe. El relato del Evangelio de San Juan, de esta tercera aparición de Jesús en el Mar de Tiberíades, nos ayudará para ello.
El Señor hace su aparición, tomando por sorpresa a los discípulos. Su presencia Resucitada invadirá sus vidas como invade hoy la vida de la Iglesia. Es necesario disponerse para acoger esa Luz, esa Presencia, esa Salvación, que Cristo nos da. Pedro y los otros seis discípulos salen del encierro del cenáculo y se lanzan fuera, hacia el mar para pescar; pero después de toda una noche de fatiga, no pescan nada. Es la oscuridad, la soledad, la incapacidad de las fuerzas humanas.
Por fin, despunta el alba, vuelve la luz y aparece Jesús sobre la ribera del mar. Pero los discípulos, no lo reconocen todavía. La iniciativa es del Señor que, con sus palabras, les ayuda a tomar conciencia de su necesidad: no tienen nada para comer. Entonces, les invita a tirar otra vez la red. La obediencia a su Palabra cumple el milagro y la pesca es superabundante. Juan, el discípulo de la fe, reconoce al Señor y grita su fe a los otros discípulos. Pedro es el amor, que busca adherirse inmediatamente al amado y se arroja al mar para alcanzar lo más pronto a su Señor y Maestro. Los otros, a su vez, se acercan, arrastrando la barca y la red.
En tierra firme, Jesús les espera con el banquete preparado: el pan de Jesús está unido a los peces de los discípulos, su vida y su don se convierte en una sola cosa con la vida y el don de ellos. Es la fuerza de la Palabra que se hace carne y se convierte en existencia. Ahora, Jesús habla directamente al corazón de Pedro: «¿Me amas?». Esas palabras del Señor, que resuenan en el Hoy de la Liturgia, son repetidas también para mí. Sólo el amor es capaz de superar todas las infidelidades, las debilidades, las incoherencias. Aquel día comenzó para Pedro una nueva vida y también para mí, si lo quiero.
¡Pedro es ya un hombre nuevo! Por eso, podrá afirmar por tres veces que ama al Señor. Ya no se apoya en su fuerza, conoce su debilidad y Jesús le hace saber que en su debilidad se encuentra su fuerza, el lugar de un amor más grande. Pedro recibe amor, un amor que va más allá de su traición, de su caída: un amor que lo hace capaz de servir a los hermanos, de llevarlos a pastar a las praderas jugosas del Señor. Pedro se convertirá además en el Pastor bueno y, como el mismo Jesús, también, en efecto, dará la vida por el rebaño y extenderá las manos a la crucifixión, como afirman las fuentes históricas. Crucificado con la cabeza hacia abajo. Llevará hasta las últimas consecuencias aquella afirmación que dijo a las autoridades judías: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Su muerte manifestará su fe en que «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza», por quien dará su vida. Amén.