¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 29 de junio de 2010

Homilía XIV Domingo de Tiempo Ordinario


Ciclo C
Is 66, 10-14 / Sal 65 / Gal 6, 14-18 / Lc 10, 1-12. 17-20


En este domingo, al igual que el domingo pasado, contemplamos en la Palabra de Dios, que implica el seguimiento y la llamada del Señor. ¿Qué deben hacer aquellos que el Señor ordenó y envió a predicar el Evangelio y cosechar la mies ya sazonada?
El primer detalle que nos llama la atención es que tal parece que el Reino de Dios, que Jesús envía a anunciar, no parece interesar a nadie y sin embargo es urgente que este Reino sea una realidad en nuestro mundo. Hay un rechazo a este mensaje, de ahí la imagen del lobo, y por otro lado es urgente que se anuncie esta Buena Nueva, de ahí lo sugerente del resto de las imágenes: no llevar nada, no saludar a nadie, no andar de casa en casa, sacudir el polvo del calzado.
Pero no todo es fracaso, los discípulos regresaron contentos al ver los signos de gracia de quienes se convertían ante el anuncio consolador y positivo de Jesucristo. Iban de dos en dos, ya que según el derecho judío, la validez de un testimonio requería la declaración de al menos dos testigos. Con todo y que eran treinta y seis parejas (72 discípulos), el número resulta insuficiente: “la mies es abundante, los obreros pocos”.
El anuncio del Evangelio nunca será cosa fácil (“os mando como corderos en medio de lobos”) y deberá ser llevado a cabo con prontitud, sin detenimientos superfluos o innecesarios (“no llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino”). En el fondo, lo que se quiere decir es que su misión no admite demoras ni aplazamientos: «Está cerca el Reino de Dios».
La tarea del cristiano es proclamar que Jesús ha llegado o, lo que es lo mismo, que el reino de Dios ha llegado. Una tarea urgente y necesaria para que nuestro mundo sea diferente de lo que es.
San Pablo nos dice en su carta a los Gálatas que su misión de apóstol le ha hecho entenderse a sí mismo como “muerto para el mundo”, al igual que el mundo lo está para él. Ya que a la hora de evangelizar, él no se mueve con los criterios por los que este mundo se mueve y juzga las cosas. La gracia ha hecho de él un hombre nuevo. Al igual que entre los antiguos, un soldado esclavo era marcado para expresar que pertenecía a un determinado señor o una divinidad, eso se significaba por una "stigmata" (señal a fuego), así san Pablo se siente como pertenencia de Jesús, el "kyrios", lo que se muestra no sólo en la expresión verbal, sino también en las señales (heridas) de las persecuciones y malos tratos sufridos por causa de él. A Pablo, no se le podrá reprochar de no haberse tomado el mensaje de Cristo en serio.
La imagen sugerente del profeta Isaías en la primera lectura nos confirma que el mundo es bendecido por este anuncio de salvación del Evangelio. Al igual que las "ubres abundantes" de una madre, sacian y consuelan a sus hijos, así los hombres y mujeres de todos los tiempos, dispersos y alejados por el pecado, serán traídos en brazos y devueltos cariñosamente a su Dios. Experimentarán el favor de Dios, que es en definitiva el que consuela de verdad a su pueblo.
La era de la salvación, el día en que se manifieste el Señor a los que le sirven, será el tiempo de la abundancia de todos los bienes: justicia, gozo, consuelo, paz... (Salmo responsorial 65). Siendo la palabra de Dios una gran promesa, la esperanza ha madrugado al hombre y sigue siendo la fuerza que impulsa la historia de nuestra salvación.

Amén.

martes, 22 de junio de 2010

Homilía XIII Domingo del Tiempo Ordinario


¡Tú, Señor, eres el lote de mi heredad!

Hoy, podríamos muy bien llamar a este domingo “El Domingo de la entrega total”. Y es que las tres lecturas bíblicas nos llevan a considerar lo que implica la ascética del seguimiento a Dios.
En la primera lectura, contemplamos la actitud de Eliseo, quien no se resistió en absoluto ante la llamada divina a través de Elías, su maestro de vida espiritual. Y es que Dios siempre suele usar intermediarios. Eliseo respondió con desprendimiento total a lo que le pedía su vocación profética. Se reviste del manto de su maestro, como quien requiere un nuevo ser para emprender una misión divina.
El que se entrega a Dios llega a decir con el salmista: “¡Tú, Señor, eres el lote de mi heredad!”. Ya no tengo más anhelos sino estar en tus atrios, servirte para siempre, ser tu propiedad y tú, mi herencia. Tú eres mi Bien Absoluto. Frente a ti, todo es relativo, vacilante, sólo tú eres permanente. Sólo tú me sacias de alegría perpetua a tu derecha.
Ante Dios, no cabe otra respuesta que la entrega. No caben respuestas parciales. Cuenta San Francisco de Asís, que luego de pasar tres días en oración, en lo profundo de una cueva, al salir le dijo al Hermano León: «Dios me ha revelado un nombre nuevo: Dios es el “Nunca Bastante”».
Si mi respuesta a Dios no fuera absoluta, total, entonces no sería mi Dios. Lo estaría tratando como a una criatura. Para el hombre, sólo existe un absoluto: Dios y su Voluntad. Si mi libertad no la entrego al que me hace libre, me esclavizo.
Es lo nos explica san Pablo en la segunda lectura (Gálatas 5, 1. 3-18). Lo que comúnmente contemplamos y anhelamos como la mayor libertad en la tierra, es en realidad, nuestra mayor esclavitud. Y viceversa, somos plenamente libres cuando nos hacemos esclavos del amor-servicio. San Pablo nos dice que las exigencias de la carne (nuestras pasiones egoístas) son cadenas que nos esclavizan, no nos dejan realizar lo específico de nuestro ser, que es espiritual.
Y de esto es que trata el Evangelio de hoy. San Lucas nos presenta a tres personas que pretenden seguir al Señor. Jesús ha decidido subir a Jerusalén, será su último viaje a la ciudad santa en donde le espera la Cruz, el Calvario. Seguir al Maestro implica tomar la Cruz. El primero de los tres muestra aparentemente unos signos excelentes para ser discípulo de Jesús. «Te seguiré a dondequiera que vayas». El Señor no quiere entregas temerarias, por lo que le explica lo que le espera. El Señor no tiene donde reclinar la cabeza y así ha de ser la vida de los que le sigan. Desprendimiento, disponibilidad.
        El segundo es llamado por el mismo Señor: «Sígueme». Y sin embargo, parece que la llamada llegó en el momento más inoportuno. No se da cuenta de que cuando Dios llama, ése es precisamente el momento más oportuno. La disponibilidad de quien quiere seguir a Cristo ha de ser pronta, alegre, desprendida, sin condiciones.
El tercero de los discípulos, quiere volver atrás para despedirse de los suyos. “Peros” a la entrega. «Nadie que pone las manos en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios». El hombre se realiza o se pierde, según cumpla en su vida el designio concreto que sobre él tiene Dios. ¡Qué poco es una vida para entregarla a Dios!

martes, 15 de junio de 2010

Homilía XII Domingo del Tiempo Ordinario


«Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó
¿Quién dice la gente que soy yo?»
Lucas 9, 18.

Nos sitúa hoy el Evangelio de san Lucas en el momento en que Jesús ha terminado su actividad en Galilea y va a emprender su viaje a Jerusalén. Sabemos qué le espera en Jerusalén: «El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado, ser ejecutado y resucitar al tercer día». Pero antes de emprender el viaje, se pone en oración. Y en ese contexto, se dirige a sus discípulos, porque quiere asegurarse de que “le siguen a Él”, y esto requiere una claridad y distinción de ideas, por eso les interroga para saber si saben a quién siguen: “¿Y vosotros, quién decís que soy yo?”
De esa respuesta se entenderá que Jesús pida que el que quiera seguirlo, «que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo».
Ante esta pregunta decisiva, no basta decir lo que dicen los Concilios, lo que predica el Papa, ni los Obispos, ni los teólogos. La fe cristiana no es simplemente la adhesión a una fórmula o a un grupo religioso, sino mi adhesión personal y mi seguimiento a Jesucristo.
Para ser cristiano, no basta decir: «Yo creo en lo que cree la Iglesia.» Es necesario que me pregunte si yo le creo a Jesucristo, si cuento con él, si apoyo en él mi existencia. No se me pregunta qué pienso acerca de la doctrina moral que Jesús predicó, acerca de los ideales que proclamó o los gestos admirables que realizó. La pregunta es más honda: ¿Quién es Jesucristo para mí? Es decir, ¿qué lugar ocupa en mi experiencia de la vida? ¿Qué relación mantengo con él? ¿Cómo me siento ante su persona? ¿Qué fuerza tiene en mi conducta diaria? ¿Qué espero de él?
Ante la pregunta: ¿Quién es Jesús? Debo responder como san Pablo afirma hoy en la carta a los Gálatas, desde la fe. Para san Pablo, Jesús es el acontecimiento decisivo de la historia de la Humanidad, por el que hemos sido incorporados y revestidos hasta llegar a ser hijos de Dios. Por el bautismo y la fe en Jesucristo el hombre ha quedado liberado de la ley y el pecado para participar de Cristo.
Este es el acontecimiento que veía el profeta Zacarías en el Antiguo Testamento, el “Día del Señor”, por el que el pueblo llora sus pecados al contemplar la Víctima  a la que "traspasaron". Sin duda, Zacarías se refería en un sentido figurado a Jesús de Nazaret, traspasado en la cruz por nuestros delitos y cuya contemplación ha provocado, sigue provocando y provocará un llanto de compunción que conduce a la conversión.
Hoy, tú y yo, confesamos a Jesús como nuestro Mesías y Salvador. Esta confesión implica a su vez el seguimiento hasta la Cruz. No puedo contestar responsablemente a la pregunta que Jesús me dirige sin descubrirme a mí mismo quién soy yo y cómo vivo mi fe en él. Precisamente, en eso consiste la responsabilidad: en ser capaz de responder por mí mismo. De alguna manera todo cristiano debería poder decir como san Pablo: «Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe» (2 Tm 1, 12). Amén.

martes, 8 de junio de 2010

Homilía XI Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
2- Sam 12, 7-10.13 / Sal 31 / Gal 2, 16.19-21 / Lc 7, 36-8, 3

«Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado. Dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito»
Salmo responsorial (Sal 31,1)

Estas palabras del salmo responsorial de la Misa, nos sirven para adentrarnos en el tema de este domingo. El autor sagrado, inspirado por el Espíritu Santo, cifra la auténtica felicidad humana en el estar absuelto de los pecados.
Hay quien presume de ser dichoso y  vive despreocupado en medio de placeres e injusticias sin pensar siquiera en la necesidad del perdón de sus pecados. Se afanan en persuadirnos de que son felices, son los defensores de la felicidad, como si necesitaran convencernos de que son realmente felices sin Dios. Pero su misma autodefensa, delata su carencia de felicidad. La vida sin Dios es, por otra parte, una vida inhumana, sin posibilidades de un verdadero desarrollo. Las auténticas y profundas aspiraciones de la naturaleza humana quedan insatisfechas si quitamos a Dios de la existencia del hombre.
Por otro lado, los que creemos en Dios, sabemos por experiencia personal, que el sentirse perdonados por el Señor nos reporta una gran paz, una dicha incomparable. El pecado es el único peso que realmente oprime al hombre.
Al leer la segunda lectura de hoy, nos damos cuenta cómo la experiencia de la gracia y la liberación del pecado habían hecho que San Pablo experimentara no sólo una vida con Dios, sino su propia vida en Dios. Ser bautizado es haber sido sepultado en la muerte de Cristo y haber resucitado con él. San Pablo se entendía a sí mismo, como muerto en Cristo Jesús, de ahí que se atreviera a decir con toda propiedad: «Estoy crucificado con Cristo» (Ga 2, 19).
De ahí que San Pablo viviera contento, consciente de su realidad actual, es un pecador, que se sabe redimido, perdonado. “Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí...”
La experiencia de David no fue distinta a la de San Pablo. Todo lo que ocurre en el Antiguo Testamento, ocurre como imagen de lo que se desvelará en el Nuevo Testamento. La debilidad de David, narrada en la primera lectura, sirvió para que se revelará de modo más contundente y clara la misericordia de Dios, que está siempre dispuesto a perdonar nuestro pecado, si nos arrepentimos.
El evangelio de hoy es toda una cátedra, una lección de lo que es capaz de hacer el amor de Dios y el amor a Dios. El amor de Dios es capaz de perdonar la inmensidad de mis pecados, y el amor a Dios es capaz de arrancar de la misericordia divina el perdón de todas mis faltas. «Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama».
Aquella mujer salió de aquel encuentro con Jesús re-construida, renovada, porque encontró la fuente del verdadero amor. Sin embargo, Simón, no es capaz de percibir la necesidad del perdón, se cree perfecto, no es capaz de ver lo que el Señor ve sobre él, su verdad más profunda, que es un pecador. No es un pecador público, como aquella mujer a la que todos reconocen como pecadora. Tiene los pecados ocultos, y lo que es peor, tan ocultos que ya, ni él mismo los percibe.
Al acabar el banquete, Simón se quedó con sus pecados, en deuda con Dios y sin méritos. La mujer, en cambio, se fue en paz, en paz con Dios, en paz consigo misma, sólo la sociedad hipócrita seguiría marginándola. Y Jesús se marchó, de ciudad en ciudad, acompañado de mujeres como la pública pecadora, sin sonrojarse por ello, sin hacer caso de la prudencia que le hubiéramos aconsejado nosotros. A Jesús no le asustan los escándalos, sólo la dureza de corazón.