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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

viernes, 31 de diciembre de 2010

Solemnidad de Santa María Madre de Dios


«Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 487).

“Dios envió a su Hijo” (Ga 4, 4), pero para “formarle un cuerpo” (Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26-27) –nos enseña el Catecismo de la Iglesia.
Llamada en los Evangelios “la Madre de Jesús” (Jn 2, 1; 19, 25; Mt 13, 55), María es aclamada por Isabel, bajo el impulso del Espíritu, como “la madre de mi Señor” desde antes del nacimiento de su hijo (Lc 1, 43). En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios ["Theotokos"] (Ibídem n. 495.
Cuando en el año 431 el Concilio de Éfeso proclamaba solemnemente el dogma de la Maternidad divina de María, no hacía sino recoger el patrimonio de la fe de la Iglesia que ya había percibido desde los primeros siglos de la era cristiana como una verdad de fe. La contemplación de los misterios del nacimiento de Jesús, nuestro Salvador, impulsó al pueblo cristiano a dirigirse a la Virgen santísima no sólo como a la Madre de Jesús, sino también a reconocerla como Madre de Dios.
Aún cuando este título, «Theotokos», no aparece explícitamente en los textos evangélicos, sí se habla de María como la “Madre de Jesús” y se afirma que él es Dios (Jn 20, 28, cf. 5, 18; 10, 30. 33). A parte de que se presenta a María como Madre del Emmanuel, que significa Dios con nosotros (Mt 1, 22-­23).
Existe una oración del siglo III, en donde los cristianos de Egipto ya se dirigían a María con esta oración: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh, siempre Virgen gloriosa y bendita» (Liturgia de las Horas). Comenzamos el Año, con la Jornada Mundial de oración por la Paz del mundo, y lo hacemos invocando a Aquella, por la que nos ha llegado el Príncipe de Paz, Jesús. Amén.

Feliz Año Nuevo, les desea, su párroco,
Padre Pedro L. Reyes

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Fiesta de la Sagrada Familia


«Levántate, toma al Niño y a su madre…» 
Mateo 2, 13

El misterio de la Sagrada Familia se nos revela entre luces y sombras. La comunión más perfecta entre José, María y el Niño se ve amenazada por la insidia y la maldad del poder secular que pretendía destruir su unión íntima, su sacralidad.
La felicidad y armonía interior que existía entre cada uno de ellos se tiene que enfrentar ante la súbita partida a tierras extranjeras, dar la cara al mal tiempo y a la inestabilidad de tener que vivir como extranjeros ante una cultura ajena, desconocida y contraria a su valores religiosos (Egipto). El regocijo de ver la mano de Dios en aquellos pastores que fueron a adorar al Niño y oír narrar las maravillas que se decía de él de parte de los ángeles que vieron los pastores; ahora se ensombrece por la mala noticia de quienes no le reconocen como Rey Mesías sino como impostor del trono terreno.
En el misterio de la Sagrada Familia se cumple lo que decía ayer el evangelio de Juan: «La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron... Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron…». El mundo había sido hecho por Él y, sin embargo, el mundo no le conoció. Vale la pena recalcar que si vino al mundo y estaba en el mundo, fue desde el seno de una familia.
Al proponernos hoy la Liturgia la figura de la Sagrada Familia, lo hace para que la tengamos como punto de referencia, ejemplo maravilloso, modelo para toda familia en la tierra y para la familia religiosa también. El acontecimiento de la Familia de Nazaret, así como en toda familia natural y en toda familia religiosa, lo que es común es la fuente de cohesión de los vínculos de sus miembros, que no es otra cosa sino el amor. Lo dice san Pablo hoy en la segunda lectura: «Y sobre todas las virtudes, tengan amor, que es el vínculo de la perfecta unión» (Col 3, 12-14).
En la sagrada familia, cada miembro tiene un rol importante. San José supo asumir su rol de padre sacando adelante a la familia. También santa María, como modelo de unidad familiar, reconoce el rol de José y no interfiere. Ella deja obrar a José en su rol de padre y custodio de la familia. Ella se muestra dócil, confiada, solidaria y a la vez subsidiaria con el rol del jefe de familia. Aquel «Hágase en mí según tu palabra» al Ángel, ahora se prolonga en una aceptación confiada y segura hacia el que hace las veces de custodio de la familia.
Si en la Encarnación, el Hijo de Dios, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre (GS, 22), análogamente podemos decir que se ha unido a cada familia. Es por eso que la Iglesia tiene como camino primordial de su tarea evangelizadora servir a las familias. Tanto el hombre como la familia constituyen “el camino de la Iglesia” –en palabras de Juan Pablo II. Si Cristo “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre”, lo hace empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer.
Nosotros, los cristianos, junto a todos los hombres de buena voluntad que creen en los valores de la familia y de la vida no podemos ceder a las presiones de una cultura que amenaza los fundamentos mismos del respeto de la vida y de la promoción de la familia.
Recemos para que las familias crezcan en la conciencia de ser "protagonistas" de la "política familiar" y asuman la responsabilidad de transformar la sociedad.
Amén.

martes, 14 de diciembre de 2010

Homilía IV Domingo de Adviento


Ciclo A
Is 7, 10-14 / Sal 23, 1-6 / Rom 1, 1-7 / Mt 1, 18-24


«El Señor, por su cuenta os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel».
Isaías 7, 14

Ya casi en el umbral de la Navidad, el último domingo de Adviento resalta a nuestra consideración, a través de la sagrada escritura, la necesidad de descubrir el signo de Dios, la señal por la que los hombres aprenderán a “entrar en su voluntad”. Se trata de un signo inaudito, inusitado, insólito. Algo nunca visto: “la virgen está encinta”. Así lo manifestó el profeta Isaías: «He aquí que una doncella (almah) está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». San Mateo, le va a atribuir a ése oráculo un significado cristológico y mariano, porque cuando narra el suceso de la anunciación a San José, añade: «Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen (párthenos) concebirá y dará a luz un hijo…».
El término “almah”, de Isaías alude simplemente una mujer joven, no necesariamente virgen. Sin embargo, la traducción griega de los LXX (siglo II a.C), al traducir el vocablo hebreo con el término “párthenos”, virgen, no se trata de una simple particularidad de traducción, sino una misteriosa orientación del Espíritu Santo a las palabras de Isaías, que prepararían la comprensión del nacimiento extraordinario del Mesías.
De todas maneras, es el mismo profeta Isaías, quien más adelante afirma el carácter excepcional del nacimiento del Emmanuel: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro, y es su nombre “Maravilla de consejero”, “Dios fuerte”, “Padre perpetuo”, “Príncipe de paz”» (Is 9,5). La exaltación del hijo, la comparte también la mujer que lo ha concebido y dado a luz.
Todo esto preparó la revelación del misterio de la maternidad virginal de María y el evangelio de san Mateo, al citarlo proclama su perfecto cumplimiento mediante la concepción de Jesús en el seno virginal de María. Dios ha querido en su designio salvífico, que el Hijo unigénito naciera de una virgen. La concepción virginal, excluye una paternidad humana, y afirma que el único padre de Jesús es el Padre celestial. Hoy contemplamos a María, como figura que nos llevará a la Navidad, ella nos trae al Salvador.
Nadie tiene a su Dios tan cercano como nosotros. Dios con nosotros, tan con nosotros que se hace hombre, hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne. Más aún, ese “Dios con nosotros”, se hace “Dios en nosotros”. Como dice Jesús: “Vendremos a él y haremos en él nuestra morada”.
El ejemplo de san José y la Virgen, contrastan con aquel rey Acaz. Tanto José como María supieron “entrar en la voluntad de Dios” sin vacilar. José, cambió inmediatamente sus planes ante lo que Dios le reveló. No puso obstáculo al plan divino, tampoco la Virgen. El “virgen” de espíritu, acepta que la propia vida y la propia existencia no tienen otro sentido sino “vivir en Dios y para Dios”, se vive en obsequio a Dios por correspondencia a su amor.
Esa es la señal de la virginidad en María. No fue el ángel quien le pidió a ella que permaneciera virgen. Es María la que revela en el evangelio su propósito de virginidad. Y en esa elección de ella se revela su dedicación y consagración total al Señor mediante una vida virginal. Obviamente, en el origen de toda vocación está la iniciativa divina. Ella no hubiera podido acoger ese don si no se hubiera sentido llamada y sin haber recibido del Espíritu Santo la fuerza necesaria para ofrecerse de esa manera.
          La contemplaremos estos días navideños con mucha devoción, como “madre- virgen” ella nos introducirá en un camino nuevo y profundo de cómo relacionarnos con Dios. Amén.

martes, 7 de diciembre de 2010

Homilía III Domingo de Adviento


Ciclo A
Is 35,1-6.10 / Sal 145 / Sant 5,7-10 / Mt 11,2-11

«La alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará tu Dios contigo» 
Isaías 62, 5

Dios alimentó la esperanza de su pueblo por miles de años en base a un mensaje de alegría. ¡Así, cualquiera estará dispuesto a esperar! Las profecías mesiánicas están siempre enmarcadas en un contexto de animar a la alegría. El texto de la profecía de Isaías de hoy es un ejemplo más: «Que se alegre el desierto y se cubra de flores, que se alegre y de gritos de júbilo, que se regocije el desierto y el yermo… porque verán la gloria y el esplendor, la belleza de nuestro Dios» (Isaías 35 1-6). Vale la pena esperar, cuando se alcanzará ver tanto. Vale la pena sentir nostalgia por lo que aún no vemos, cuando quien promete es fiel y cumple cabalmente su palabra.
Por eso, «que se robustezcan las rodillas vacilantes, que se fortalezcan las manos cansadas, que los corazones apocados digan: ¡Ánimo! No teman, he aquí que su Dios viene ya para salvarnos» (1ra lectura).
Nuestra espera es gozosa. Por eso Santiago el Apóstol, en su epístola invita a la paciencia a los cristianos. «Sean pacientes hasta la venida del Señor, aguarden también ustedes con paciencia y mantengan el ánimo, porque la venida del Señor está cerca. Tomen por ejemplo de paciencia en el sufrimiento a los profetas». El ánimo del que habla Santiago no es otra cosa sino saber esperar con alegría.
No es posible un adviento sin alegría. La espera que confiamos alcanzar nos llena de motivos de alegría. Y la razón de ser de este gozo y alegría es la cercanía de la salvación de Dios. El señor está cerca. Ante un Dios que se alegra al allegarse a nosotros, y que nos trae un mensaje de salvación y alegría, no cabe otra actitud de parte nuestra.
Pensemos en las veces que hemos intentado buscar otros caminos para encontrar la felicidad fuera de Dios, al final solo hemos hallado infelicidad y tristeza. Fuera de Dios no hay lugar para la alegría verdadera. Y como dice Jesús en el Evangelio de hoy, a los discípulos de Juan el Bautista: «Dichoso el que no se sienta defraudado de mí». De modo que Aquel que es la fuente de la alegría y la plenitud de toda la revelación de Dios, fue aún para algunos, motivo de escándalo. Prefirieron otras alegrías a la Fuente de la Alegría.
Las alegrías del mundo se nutren de las diversiones. La palabra divertirse viene de su raíz latina, “divertere” que significa dispersar, desparramar, verter fuera. Ese es el fruto de las alegrías mundanas, disipan los sentidos al exterior, evaden al hombre a la realidad. Desvían nuestra mirada del mundo interior, pero no por mucho tiempo, porque el hombre no puede dejar de buscar y dar sentido a su mundo interior, a su verdad sustancial, a su ser espiritual. Por eso esa alegría basada en lo exterior le hace sentir nuevamente la soledad y el vacío. Cuando no encuentra a Dios dentro de sí.
La alegría cristiana no depende del estado de ánimo, ni de la salud, ni de ninguna otra causa humana, sino de ver y estar cerca de Dios. Dijo Jesús en la Última Cena: «Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar» (Jn 16, 22).
La cercanía de Dios cambia el panorama de nuestra vida. Así fue para san Juan Diego, al ser objeto de las delicias de María en el Tepeyac. Ella cambió su vida, le dio una nueva manera de vivir, su vida nunca fue igual después de haber visto el rostro hermoso de la Señora a quien él llamaba “Mi Niña”, la más pequeña, siguiéndole el juego a la Señora. No quiso vivir más en su casita, sino que le pidió al Obispo Zumárraga la posibilidad de vivir al lado del santuario de la Virgen. Allí vivió hasta su muerte, sirviendo a los peregrinos y manteniendo limpio el lugar. Sus delicias fueron para siempre estar cerca de la Señora. Y hoy disfruta del gozo perdurable para el cual vivió en la tierra. Amar a Dios y ver a Dios cara a cara, la alegría de amar a Dios no puede compararse con ninguna otra. Hoy nos alegramos de darle un nuevo sitio en nuestra Parroquia a Nuestra Señora. Motivo suficiente como para que vivas y mueras alegremente. Amén.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Homilía II Domingo de Adviento


Ciclo A
Is 11, 1-10 / Sal 71 / Rm 15, 4-9 / Mt 3, 1-12

«Arrepiéntanse, porque el Reino de los cielos está cerca» 
- Mt 3, 1

La liturgia nos hace considerar en este segundo domingo de Adviento las disposiciones necesarias para recibir el Reino de Dios que cada vez está más cerca. Lo que proponía tanto el profeta Isaías, como Juan el Bautista, como disposiciones para recibir ese Reino de Dios, eran categorías no ordinarias ni comunes para los hombres de su época, ni de la nuestra. El reino que instaurará el Mesías es algo totalmente nuevo a lo que nuestros ojos hayan jamás visto. “A vino nuevo, odres nuevos”, dirá Jesús.
La llegada del Reino implica, además de una intervención salvadora especial de Dios a favor de los hombres, una exigencia de que éstos se abran a la gracia divina y rectifiquen su conducta.
Al leer la profecía de Isaías (primera lectura), considerada como el tercer oráculo del Emmanuel (además de los caps. 7,14 y 9,5-6), nos quedamos con la idea de un nuevo paraíso terrenal, como un nuevo orden natural de la creación. En el fondo, es un cántico a la esperanza, de que vendrá un mundo mejor, un reino de verdadera paz y justicia, y seremos gobernados por un Rey con las cualidades y dones del Espíritu Santo de Dios, ya que representa a Dios mismo en medio de su pueblo.
Los tiempos mesiánicos se presentan como la restauración del Paraíso en la armonía de que gozaba al inicio de la creación, y que fue rota por el pecado. Ya no querrán ser los hombres como Dios, sino que querrán llenarse del conocimiento de Dios. Se crea la nostalgia por lo venidero y de eso trata la esperanza, de una cierta nostalgia futura, que se apoya no en nuestras fuerzas sino en la promesa de Dios que sí cumple lo que promete.
La segunda lectura de hoy, tomada de la carta del apóstol San Pablo a los romanos, también nos habla en términos llenos de esperanza: «Para que por el consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza». El comportamiento de los cristianos debe reflejar esa armonía y paz que ha traído Jesucristo, en su Reino mesiánico.
Por último, la figura de Juan el Bautista nos recuerda que el Reino de Dios, que viene a instaurar el Mesías, requiere de parte del hombre unas disposiciones nuevas y distintas a las establecidas por la cultura de su época. No es la cultura actual la que debe marcar las pautas para ser cristianos. Es la luz y la gracia del Evangelio, de la Palabra revelada por Dios la que ilumina las culturas, las abre al orden establecido por Dios.
Por eso San Juan Bautista chocaba con sus contemporáneos, su estilo de vida no coincidía con los parámetros de su época. Vivía en el desierto, vestía con piel de camello, comía saltamontes, era un verdadero escándalo su manera de vivir, nada semejante a sus contemporáneos. Su radicalidad provenía de la convicción de la condición pecadora de la humanidad tras el pecado original, la llegada del Reino exige que todos los hombres necesiten hacer penitencia de su vida anterior, esto es, convertirse de su caminar, acercándose a Dios. Y precisamente porque la realidad del pecado hace que no haya posibilidad de dar la vuelta hacia Dios, de convertirse, sin hacer actos de penitencia, no hay forma de prepararnos al reino de Dios, si no es luchando contra el pecado. Así nos preparamos para el encuentro con Dios en la Navidad.