¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

lunes, 31 de mayo de 2010

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo



       Celebramos hoy una fiesta solemne, que expresa el asombro del pueblo de Dios: un asombro lleno de gratitud por el don de la Eucaristía. En el sacramento del altar, Jesús quiso perpetuar su presencia viva en medio de nosotros, en la misma forma en que se entregó a los  Apóstoles en el cenáculo. Nos deja lo que hizo en la última Cena, y  nosotros, fielmente, lo renovamos.
Mediante un acto público y solemne, glorificamos y adoramos el Pan y el Vino que se han convertido en verdadero Cuerpo y en verdadera Sangre del Redentor. “Es un signo lo que aparece” -subraya la Secuencia de la Misa-, pero “encierra en el misterio realidades sublimes”.
La fe en la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía llevó a la devoción a Jesús Sacramentado también fuera de la Misa. La razón de conservar las sagradas especies, en los primeros siglos de la Iglesia, era poder llevar la comunión a los enfermos y a quienes, por confesar su fe, se encontraban en las cárceles antes de sufrir el martirio. Con el paso del tiempo, la fe y el amor de los fieles fueron enriqueciendo la devoción pública y privada de la Eucaristía. Esta fe llevó a tratar con la máxima reverencia el Cuerpo del Señor y a darle un culto público. De esto tenemos muchos testimonios en los más antiguos documentos de la Iglesia, y así se dio lugar a la fiesta que hoy celebramos.
La solemnidad del Corpus Christi comprende dos momentos: la santa Misa, en la que se realiza la ofrenda del Sacrificio, y la Procesión, que manifiesta públicamente la adoración del santísimo Sacramento.
Dice el himno de la Secuencia: «Obedientes a su mandato, consagramos el pan y el vino, hostia de salvación». Es el memorial de la Pascua de Cristo. Pasan los días, los años, los siglos, pero no pasa este gesto santísimo en el que Jesús condensó todo su evangelio de amor. No deja de ofrecerse a sí mismo, y fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de Cristo, hasta su retorno glorioso, lo que Él hizo la víspera de su pasión: “Tomó pan… y tomó el cáliz lleno de vino”… Pan y vino, que por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en su Cuerpo y su Sangre.
La Eucaristía, como recuerda el Concilio, «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, a Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de vida, que da la vida a los hombres por medio de su carne vivificada por el Espíritu Santo. Así, los hombres son invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo» (Presbyterorum ordinis, 5).
Hoy fijamos la mirada en Jesús Eucaristía. Ese «Buen pastor, verdadero pan» -como dice la Secuencia- y repetimos: «oh Jesús, ten piedad de nosotros: aliméntanos y defiéndenos». No nos cabe la menor duda de que nuestro pueblo necesita la Eucaristía. Pero, ¿Es posible renovar el misterio eucarístico sin sacerdotes?
«Oh buen Pastor, tu recorrerás dentro de poco nuestro vecindario, nuestra calles, aunque simbólicamente por nuestra pequeña procesión. No dejes de mirar los corazones de nuestros jóvenes, los que están aquí y los que están lejos, para que si alguno siente en su interior la llamada del Señor a entregarse totalmente a Ti, para amarte "con corazón indiviso" (1-Co 7, 34), no se deje paralizar por la duda o el miedo. Y pronuncie con valentía su «sí», sin reservas, fiándose de Ti, que es fiel en todas sus promesas».
Hoy te damos gracias, Señor, por tu presencia  eucarística en el mundo. La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y pecados del mundo. Que no cese nunca nuestra adoración. Este día de hoy ha de estar lleno de actos de fe de amor a Jesús Eucaristía. Amén. 


lunes, 24 de mayo de 2010

Solemnidad de la Santísima Trinidad



IX Domingo del Tiempo Ordinario



«La fe católica es ésta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad».
Símbolo Atanasiano.

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. A través del la Encarnación del Hijo de Dios, se reveló que Dios es el Padre eterno y que el Hijo es consustancial al Padre; es decir, que es en él y con él, el mismo y único Dios. Por otra parte, la misión del Espíritu Santo (celebrado en la Fiesta de Pentecostés) enviado por el Padre en nombre del Hijo (Jn 14, 26) y por el Hijo “de junto al Padre” (Jn 15, 26), revela que él es con ellos el mismo y único Dios. «Con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria» -recitamos en el Credo.
«A Dios, nadie lo ha visto jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Jn 1, 18). Es Jesús quien ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador, sino que es eternamente Padre en relación a su Hijo Único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27).
Por eso, la fe que recibimos de los Apóstoles y que se contiene en el Nuevo Testamento confiesa a Jesús como el “Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios” (Jn 1, 1), como la “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15). Por otra parte, antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de “otro Paráclito” (Defensor), el Espíritu Santo. De modo que, el Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre. El envío de la persona del Espíritu Santo, tras la glorificación de Jesús (Jn 7, 39), revela en plenitud el misterio de la Santísima Trinidad.
Y todo este conocimiento, ¿de qué nos sirve? ¿A dónde nos lleva? Sin duda, de nada nos sirve conocer, si no nos lleva ese conocimiento a amar lo conocido. Nadie ama lo que no conoce. Y Jesús nos dice que «si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23). De modo que, conocerle nos lleva a amarle y amándole nos podremos convertir en morada de la Trinidad en la tierra.
Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- viene a habitar en nuestra alma en gracia de un modo especial, mediante la gracia santificante (SANTO TOMAS, Suma Teológica, 1, q. 43, a. 3.). Y, es en el centro del alma, donde debemos acostumbrarnos a buscar a Dios en las situaciones más diversas de la vida. Esta presencia se llama “inhabitación” y quiere decir que si Dios, Uno y Trino, habita en mí, puedo convertir la vida -con sus contrariedades e incluso a través de ellas- en un anticipo del Cielo.
Para este fin, hemos sido creados y elevados al orden sobrenatural: para conocer, tratar y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo, que habitan en el alma en gracia. La contemplación y la alabanza a la Trinidad Santa es la sustancia de nuestra vida sobrenatural y ése es también nuestro fin: porque en el Cielo, nuestra felicidad y nuestro gozo será una alabanza eterna al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

martes, 18 de mayo de 2010

Solemnidad de Pentecostés

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El libro de “Los Hechos de los Apóstoles” nos narra el evento de Pentecostés. Los discípulos reunidos con María en el cenáculo, reciben el don del Espíritu. Se realiza así la promesa de Jesús y se inicia el tiempo de la Iglesia. Desde ese momento, el soplo del Espíritu llevará a los discípulos de Cristo hasta los últimos confines de la tierra. Los llevará hasta dar la vida por el testimonio del Evangelio.
Lo que sucedió en Jerusalén hace dos mil años, continúa renovándose hoy en nuestra vida. Para entenderlo, debemos detenernos en los efectos que tuvo en los Apóstoles su venida el día de Pentecostés.
Lo primero que ocurrió fue que los discípulos fueron transformados. Hasta poco antes de la Ascensión, todavía no comprendían la obra de Cristo y le preguntaron: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?"
Será el día de Pentecostés cuando el Espíritu Santo les reveló el misterio de Cristo y del reino de Dios, y van a testimoniar su fe en Cristo sin miedo a los peligros y tormentos. Con alegría, confianza y constancia predican a Cristo como Hijo de Dios crucificado y resucitado, delante del Sanedrín y delante de todo el pueblo.
Por otra parte, toda la gente que escuchó el testimonio de los Apóstoles, lo entendieron, se convirtieron y se hicieron bautizar (Act. 2, 4). Más de tres mil se sumaron a la Iglesia en la primera hora gracias a la predicación y testimonio de Pedro (Act. 2, 41). Por eso, el día de Pentecostés puede ser llamado el día del nacimiento de la Iglesia. La Iglesia fue consecuencia de la efusión y derramamiento del Espíritu. Ahora se cumplen las promesas hechas por Cristo, antes no había ni bautismo ni perdón de los pecados, no había predicación del Evangelio ni administración de sacramentos. Ahora entran en vigencia los poderes concedidos e impuestos por Cristo a sus apóstoles. Aquella mañana apareció por vez primera como comunidad la reunión de los cristianos; esa comunidad está conformada y configurada por el Espíritu Santo, da testimonio a favor de Cristo, perdona los pecados y concede la gracia. Aunque ya existía la Iglesia, se parecía al primer hombre hecho de barro antes de serle alentada la vida; era un cuerpo muerto que esperaba la chispa de la vida.
¿Cuándo empezó la Iglesia a vivir y a actuar? El día de Pentecostés. Antes solo existían sus elementos esenciales y estaban dotados de los poderes necesarios; la doctrina había sido predicada, los apóstoles elegidos, los sacramentos instituidos y organizada la jerarquía, pero la Iglesia no vivía ni se movía. Las fuerzas divinas dormitaban, nadie predicaba ni bautizaba ni perdonaba los pecados y nadie ofrecía el santo sacrificio. La Iglesia estaba en un estado parecido al sueño, como Adán antes de que le fuera alentada la vida... Así estaba la Iglesia hasta la hora nona del día de Pentecostés, en que el Espíritu Santo descendió sobre ella en el ruido del viento y en las lenguas llameantes. Este fue el momento de empezar a vivir; todo empezó a moverse y a actuar.
Santo Tomás de Aquino dice que el día de Pentecostés es el día de la fundación de la Iglesia (Sententiarum I d. 16, q. 1, a. 2). San Buenaventura dice: «La Iglesia fue fundada por el Espíritu Santo descendido del cielo» (Primera Homilía de la fiesta de la Circuncisión del Señor, edición Quaracchi IX, 135).
Ahora bien, la actividad que desarrolló el Espíritu Santo al descender sobre los Apóstoles y discípulos en el cenáculo de Jerusalén no se limitó a la mañana de Pentecostés, sino que desde aquel día se está realizando sin pausa hasta la vuelta de Cristo. La Iglesia está convencida de que está continuamente bajo la influencia decisiva del Espíritu Santo y, por tanto, de que todo lo que hace lo hace en el Espíritu Santo.
Así lo profetizó Jesús en sus palabras de despedida: «Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros» (Jn. 14, 15-17).
Las funciones del Espíritu Santo son enumeradas por Cristo en las palabras de despedida. El Espíritu Santo hace que los discípulos recuerden a Cristo, que no se olviden de Jesús. Pero la función memorativa del Espíritu Santo es función actualizadora y su fin es que los discípulos tengan a Cristo como interna posesión. Cristo debe actuar en ellos. El Espíritu Santo crea la «presencia activa» de Cristo en los discípulos, es Cristo quien vive en ellos.
El Espíritu Santo introduce a los discípulos en la verdad hasta que ellos reconocen la riqueza y profundidad de la sabiduría de Dios; da además testimonio de Cristo de forma que ese testimonio desarrolla lo que Cristo ha predicado y abre a la vez su sentido.
Hoy, nos hacemos plenamente conscientes de la necesidad del don del Espíritu Santo para que renueve nuestra vida y el mundo entero, por eso oramos diciendo: « ¡Ven Espíritu Santo! ¡Ven y renueva la faz de la tierra! ¡Ven con tus siete dones! ¡Ven, Espíritu de vida, Espíritu de verdad, Espíritu de comunión y de amor! La Iglesia y el mundo tienen necesidad de ti. ¡Ven, Espíritu Santo, y haz cada vez más fecundos los carismas que has concedido! Da nueva fuerza e impulso misionero a los hijos de la Iglesia. Ensancha nuestro corazón y reaviva nuestro compromiso cristiano en el mundo. Haznos mensajeros valientes del Evangelio, testigos de Jesucristo resucitado, Redentor y Salvador del hombre. Afianza nuestro amor y fidelidad a la Iglesia ».
Y concluimos mirando a santa María, primera discípula de Cristo, Esposa del Espíritu Santo y Madre de la Iglesia, que acompañó a los Apóstoles, en el primer Pentecostés, a ella dirigimos nuestra mirada para que nos ayude a aprender de su “fiat” la docilidad a la voz del Espíritu. Amén.

martes, 11 de mayo de 2010

Homilía VII Domingo del Tiempo Pascual


Ciclo C
Hch 1,1-11 / Sal 46 / Efe 1,17-23 / Lc 24,46-53

«Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas»
Sal 46

     Hoy la liturgia nos recuerda con este Salmo 46 cómo Israel aclamaba a Dios en la procesión de entronización del arca de la alianza en el Templo, expresando así el gozo que siente la Iglesia, al conmemorar el momento en que Cristo es entronizado en la gloria, por su ascensión a los cielos: «Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo... Dios asciende entre aclamaciones... tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey».
     Con el acontecimiento de la Ascensión se termina una etapa de las apariciones del Resucitado. Nos dice San Lucas que “apareciéndoseles durante 40 días, les habló del Reino de Dios”. Los 40 días recuerdan los 40 años que el Pueblo de Israel anduvo en el desierto antes de entrar a la tierra prometida, los 40 días con los que Jesús inauguró su ministerio público. Sin duda se trata de una cifra simbólica, para designar un tiempo largo de preparación, de discernimiento, de crisis y tentación.
     Pero ¿dónde estaba Jesús durante los 40 días después de Pascua, cuando se aparecía a sus discípulos? ¿Estaba solitario, escondido, en algún lugar de Palestina, del que salía de cuando en cuando, para ver a sus discípulos? ¡NO! Jesús estaba ya "junto al Padre" y "desde allí" se hacía visible y tangible a los suyos. Junto al Padre estaba ya desde su resurrección y con nosotros permanece aun después de subir al Padre. En otras palabras, en la Ascensión no se da una partida que dé lugar a una despedida; sino una desaparición que da lugar a una presencia distinta.
     Jesús no se va, deja de ser visible. En la Ascensión Cristo no nos dejó huérfanos, sino que se instaló más definitivamente entre nosotros con otras presencias. "Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mt 28,20). Así lo había prometido y así lo cumplió. Por la Ascensión, Cristo no se fue a otro lugar, sino que entró en la plenitud de su Padre como Dios y como hombre. Y precisamente por eso se puso más que nunca en relación con cada uno de nosotros.
     Por esto es muy importante entender qué queremos decir cuando afirmamos que Jesús se fue al cielo o que está sentado a la derecha de Dios Padre. La única manera de convertir la Ascensión en una fiesta es comprender a fondo la diferencia radical que existe entre una desaparición y una partida. Una partida da lugar a una ausencia. Una desaparición inaugura una presencia oculta.
     Por la Ascensión, Cristo se hizo invisible: entra en la participación de la omnipotencia del Padre, fue plenamente glorificado, exaltado, espiritualizado en su humanidad. Y debido a esto, se halla más que nunca en relación con cada uno de nosotros.
     Si la Ascensión fuera la partida de Cristo, deberíamos entristecernos y echarlo de menos. Pero, afortunadamente, no es así. Cristo permanece con nosotros “siempre hasta la consumación del mundo”. En la Biblia, la palabra cielo no designa propiamente un lugar: es un símbolo para expresar la grandeza de Dios. San Pablo dice: "subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia" (Ef 4,10), es decir, alcanzó una eficacia infinita que le permitía llenarlo todo con su presencia.
     Su ascensión es una ascensión en poder, en eficacia, y por tanto, una intensificación de su presencia, como así lo atestigua su presencia en la Eucaristía. No se trata de una ascensión local, cuyo resultado sólo sería un alejamiento, sino un entrar en su gloria, lo cual hace que trascienda el tiempo y el espacio.
      La Resurrección, la Ascensión y Pentecostés son aspectos diversos del Misterio Pascual. Si se presentan como momentos distintos y se celebran como tales en la liturgia es para poner de relieve el rico contenido que hay en el hecho de pasar Cristo de este mundo al Padre. La Resurrección subraya la victoria de Cristo sobre la muerte, la Ascensión su retorno al Padre y la toma de posesión del reino y Pentecostés, su nueva forma de presencia en la historia.
     Al celebrar esta fiesta litúrgica no podemos menos que considerar la esperanza a la que hemos sido llamados, la herencia que esperamos y el poder de Dios que se manifestó en la exaltación de Jesús resucitado y que ahora actúa en los creyentes hasta que también nosotros resucitemos como nuestro Señor (segunda lectura de hoy, Efesios 1, 17-23).
     San Agustín nos da una reflexión hermosa en la fiesta de hoy, no puedo menos que transcribirla:
«Hoy nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si habéis sido resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Pues, del mismo modo que él subió sin alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con él allí, aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se nos promete. 
Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y también: “Tuve hambre y me disteis de comer”. ¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él, descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él.
Él, cuando bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al volver al cielo. Él mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba con nosotros, pues que afirma: “Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo”. Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.
En este sentido dice el Apóstol: “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo”. No dice: "Así es Cristo", sino: Así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros. Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la divinidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza.»

(De los Sermones de San Agustín, -Sermón Mai 98, Sobre la Ascensión del Señor, 1-2; PLS 2, 494-495- ).

martes, 4 de mayo de 2010

Homilía VI Domingo del Tiempo Pascual


«El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él».
Jn 14, 23

Continuamos meditando en este tiempo Pascual las palabras de Jesús en la última cena con sus discípulos. Jesús es consciente de su inminente pasión y muerte y, sin embargo, anima y consuela a sus discípulos. Aunque las despedidas saben a lágrimas, sin embargo, Jesús repite: “No se turbe vuestro corazón… ni se acobarde” (Jn 14,1. 27).
La actitud de Jesús ante la inminente partida es optimista: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre” (14,28). El evangelio que leemos hoy, nos muestra cómo Jesús quiere ayudar a sus discípulos a ver su partida desde el ángulo preciso. Igualmente queremos nosotros, a la luz de esta palabra, entender ese punto de vista de Jesús para que ilumine nuestra situación y entender por qué sus discípulos hoy no se sienten abandonados.
La alegría de su partida proviene del comprender que el camino de la Pascua conduce a una nueva, más profunda y más intensa forma de presencia suya en el hoy de la historia de todo discípulo.
Vistas así las cosas, el evangelio de este domingo responde entonces a la pregunta sobre cómo continúa Jesús guiando a sus discípulos -animando el seguimiento- en los nuevos tiempos.
A la luz de esto, entendemos por qué la primera comunidad de cristianos, como nos narra hoy la primera lectura (Hechos 15, 1-29), veía que sus decisiones pastorales en bien de los hermanos eran tomadas no por caprichos ni arbitrios de los apóstoles, sino contando con ese modo nuevo de presencia y actuación de Jesús en medio de ellos a través del Espíritu Santo: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las debidas…»
Es como si se diera, ya en el tiempo presente, algo de aquella visión de la Iglesia triunfante y gloriosa que vio Juan en el Apocalipsis (segunda lectura de hoy, Ap 21, 10-21), en donde Dios mismo constituye el Templo y la ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero. Así está Dios, presente en medio de nosotros, iluminando a su iglesia y conduciéndola por su Espíritu Santo.
Esta presencia y actuación de Dios en su Iglesia se sigue dando dentro del discípulo: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (14,23). Así como en Jesús no hay soledad, “Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32), “El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo” (Jn 8,29); todo discípulo no está perdido ni abandonado a su propia suerte. El discípulo gusta cotidianamente de la amorosa compañía de Dios. La comunión con Jesús y con el Padre no es solamente una realidad futura, sino una realidad presente, aquí y ahora, que crece todos los días hasta la visión definitiva de la gloria.
Esto es posible por el Espíritu Santo que se nos ha dado. “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis porque mora con vosotros” (14,17).
Lo que parecía ser un discurso de despedida rodeado de tristeza y melancolía, Jesús lo transforma. Él les muestra a sus discípulos que no hay motivos para estar tristes, porque su partida no es abandono sino plenitud de su hora y punto de partida de una nueva forma de presencia.
La partida es dolorosa, sí. Pero todo depende del punto de vista desde donde se miren las cosas. Si la miramos desde fuera, la muerte de Jesús parece una catástrofe. Pero si la miramos desde donde la ve el mismo Jesús, es distinto. Quien pone en práctica las enseñanzas del Maestro, no pierde la seguridad cuando llega la hora de la muerte de Jesús, sino que es confirmado en la fe en Él, en la paz y en la alegría por su victoria. Jesús nos invita a acoger esta visión de las cosas y a apropiárnosla. Hay que creerle a Jesús.

Amén.


Dijo el Cura de Ars:

«Las pruebas, para los que Dios ama, no son castigos, son gracias. ¿Qué son veinte o treinta años comparados con la eternidad? ¿Tanto tenemos que sufrir? Algunas humillaciones, algunos escalofríos, palabras molestas: eso no mata. ¡Qué bien sienta morir cuando se ha vivido en la cruz! Deberíamos correr tras la cruz como el avaro corre tras el dinero. La cruz es el don que Dios ha dado a sus amigos».