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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 28 de septiembre de 2010

Homilía XXVII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
Habac 1, 2-3; 2, 2-4 / Sal 94 / 2- Tim 1, 6-8. 13-14 / Lc 17, 5-10

Vivir por la fe

Hoy la Liturgia tiene como telón de fondo hacernos entrar en el sentido de la fe para entender los acontecimientos de nuestra vida. Dejamos atrás al profeta Amós, que meditábamos hace dos domingos. Nos encontramos hoy en el contexto sociocultural de finales del siglo VII (probablemente un poco antes del 612 a.C.), y escuchamos el lamento del Profeta Habacuc. Mientras oraba a Dios le reprocha: «¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches?.. ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?...» (Hab 1, 2).
Se refiere a la situación de Israel bajo la época del dominio asirio y despuntando en escena histórica el imperio babilónico –los caldeos-. Habacuc no entiende el modo de obrar divino: ¿Cómo explicar que Dios tiene un especial cuidado de su pueblo y a la misma vez lo castigue tan duramente? ¿Por qué envía Dios a “los caldeos” como instrumento de castigo, si éste es un pueblo engreído y cruel, aún más pecador que Israel? ¿Cómo explicar la santidad y omnipotencia divinas con la existencia de todos estos graves males entre las naciones y aún en medio de su pueblo, aquél al que Él eligió?
Este es el contexto de la primera lectura. El Profeta recurre al Señor para que intervenga en esta situación de injusticias clamorosas y la respuesta de Dios es desconcertante, pues anuncia que va a suscitar un pueblo terrible, cruel y violento, que no respeta más que a su propia fuerza. Por eso el tono de angustia de Habacuc en su oración.
Pero lo interesante de la actitud de Habacuc, no es que se lamente, lo grande es que sus palabras son una oración a Dios. La oración no debe ser artificial, sino vital. En medio de su angustia y desconcierto, el profeta no desespera, sino que decide perseverar atento a la voz del Señor. Dios le contesta, todo tiene su tiempo; las dificultades derrumban al que no es recto, pero el que confía y espera, permaneciendo fiel, ése vivirá por su fidelidad. El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá de la fe.
Aquí está la solución de las penas y pesares del profeta Habacuc. Y aquí está el consuelo para nuestras preocupaciones y nuestras fatigas: la fe. Esa virtud que nos hace ver la vida de una forma distinta a como aparece a primera vista. La fe, esa virtud que como una luz nos hace sonreír ante la dificultad, nos da la paz y la calma en medio del dolor y el sufrimiento. Sí, el justo vive de la fe. Vive, aunque parezca morir. Vive, sí, y vive una vida distinta de la meramente animal. Su vida es la vida misma de Dios.
Hoy en el Evangelio leemos que los discípulos de Jesús le pidieron en un momento dado: “Señor, auméntanos la fe”. Probablemente los discípulos se dan cuenta de las dificultades que conllevan seguir las exigencias de Jesús: la parábola del rico injusto, la gravedad de los escándalos y la necesidad de ser generosos en el perdón de las ofensas. Cristo viene a decirles que con fe en Dios no hay nada imposible.
Sin duda que para seguir a Jesús necesitamos crecer en la vida de fe. Todos los días Dios nos pide que tengamos fe en su Palabra, que nos llega a través de la Iglesia. La fe lo ilumina todo con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre (GS, 11). Con la luz de la fe todos los acontecimientos aparecen como son, con su verdadero sentido, sin la limitación con la que solemos enjuiciarlos los hombres. Por eso, no existen obstáculos insuperables para una persona que viva de fe. La fe es el tesoro más grande que tenemos y por eso, hemos de poner todos los medios para conservarla y acrecentarla. Debemos preferir incluso perder la vida antes que perder la fe. La fe se protege especialmente con la piedad (la oración y los sacramentos), con una seria formación doctrinal –en la medida adecuada de cada persona- y haciendo con frecuencia actos de fe.
Jesús nos dice hoy: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza...», y al igual que los discípulos, hoy queremos decirle: -¡Auméntanos la fe!-. O como aquel otro del evangelio: «Señor, yo creo, pero ven en ayuda de mi pobre fe”.
Nos damos cuenta de que la fe es, sobre todo, un don de Dios que hay que pedir con humildad y constancia, confiando en su poder y en su bondad sin límites. La primera consecuencia que hemos de sacar hoy es la de acudir con frecuencia a Dios nuestro Señor, para pedirle, para suplicarle con toda el alma que nos aumente la fe, que nos haga vivir de fe.
Es tan importante la fe, que sin ella no podemos salvarnos. Lo primero que se pide al neófito que pretende ser recibido en el seno de la Iglesia es que crea en Dios Uno y Trino. El Señor llega a decir que el que cree en Él tiene ya la vida eterna y no morirá jamás. San Juan dirá en su Evangelio que lo que ha escrito no tiene otra finalidad que ésta: que sus lectores crean en Jesucristo y, creyendo en Él, tengan vida eterna. San Pablo también insistirá en la necesidad de la fe para ser justificados, y así nos dice que mediante la fe tenemos acceso a la gracia.
En contra de lo que algunos pensaron, y piensan, la fe de que nos hablan los autores inspirados es una fe viva, una fe auténtica, refrendada por una conducta consecuente. Santiago en su carta dirá que una fe sin obras es una fe muerta. El mismo san Pablo hablará también de la fe que se manifiesta en las obras de caridad, en el amor verdadero que se conoce por las obras, no por las palabras. Podríamos decir que tan importantes son las obras para la fe, que si no actuamos de acuerdo con esa fe terminamos perdiéndola. De hecho lo que más corroe la fe es una vida depravada. Por eso dijo Jesús que los limpios de corazón verán a Dios, porque es casi imposible creer en él y no vivir de acuerdo con esa fe.
La fe, a pesar de ser un don gratuito, es también una virtud que hemos de fomentar y de custodiar. El Señor que nos ha creado sin nuestro consentimiento, no quiere salvarnos si nosotros no ponemos algo de nuestra parte. De ahí que hayamos de procurar que nadie ni nada enturbie nuestra fe. Tengamos en cuenta que ese frente es el que nuestro enemigo ataca con más astucia y virulencia. Hoy de forma particular se han desatado las fuerzas del mal para enfriar la fe. El Señor viene a decir que al final de los tiempos el ataque del Maligno será más fuerte, conseguirá enfriar la caridad de muchos. Formula, además, una pregunta que nos ha de hacer pensar y también temer. Cuando vuelva el Hijo del Hombre -nos dice-, ¿encontrará fe en el mundo?
Concluimos pidiendo con humildad, “Señor, auméntanos la fe”.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Homilía XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

Ciclo C

«Lucha en el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste tan admirable profesión ante numerosos testigos».
I- Tim 6, 11-16

Ya el domingo pasado escuchamos algo del profeta Amós. Amós no fue profeta por tradición familiar, sino que el Señor irrumpió en su vida enviándole a predicar; es más, siendo del reino del sur, es enviado al reino del norte. El profeta se convierte en el portavoz de Dios ante la conciencia de los hombres. Precisamente es en el reino del Norte donde se gozó de un bienestar material, que hizo que los potentados y ricos disfrutaran, mientras los pobres y desvalidos eran oprimidos cada vez más por los dirigentes. De ahí que la predicación de Amós va a abarcar dos temas fundamentales: uno es la defensa de los pobres y desvalidos frente a la injusticia y opresión de los poderosos y ricos; y por otro lado, la necesidad de que el culto y los ritos exteriores muevan a la conversión del corazón y a un cambio de conducta. Las ceremonias litúrgicas no deben ser una tapadera para justificar los abusos de los que poseen poder.
¿De qué vale un rito externo cargado de fórmulas de autosuficiencia, pero vacío de contenido? Sería un culto pervertido, vano e irrespetuoso. De qué sirven las prácticas religiosas, si se convierten en un conjunto de ritos y festividades ostentosas, pero huecas y separadas de la interioridad de las conciencias y de la rectitud de una conducta moral? Sería un disfraz.
Amós tuvo que corregir de raíz la visión humana que tenían muchos de sus contemporáneos. La gente creía que con la mera práctica de unos ritos cultuales era suficiente para contentar y aplacar a Dios. Como si Dios fuera un baal. Amós va a poner en evidencia que la verdadera religión, tiene que traducirse necesaria e inmediatamente en la práctica de la justicia con los semejantes; si no, no es verdadera religión.
Dios no está ligado a bendecirme porque yo sea católico o porque “vaya a Misa”, sino todo lo contrario, soy yo quien principalmente estoy ligado –obligado– para con Él. Porque Él es mi Dios. La misión de Amós es profética y por eso viene acompañada de unas advertencias. Si Israel no cambia de conducta, si no se corrige, el juicio del Señor será severo, el castigo inexorable. Vendrá el “día del Señor”, día terrible, día de tinieblas y oscuridad.
El eco de las palabras de Amós es lo que oímos hoy resonar con la parábola del rico insensato, que nos propone el Evangelio (Lc 16, 19-31). Aquel rico se propuso una vida cómoda y tranquila, de espaldas al pobre. No será Dios quien te condene, sino tus propios hechos quienes lo harán. En la medida que no dejaste que la religión permeara tus entrañas con misericordia, con justicia, convirtiéndote más y más a aquel que te creó a su imagen y semejanza.
No fue condenado el rico porque tuviera riquezas, o porque vistiera de púrpura y lino o porque celebrara cada día espléndidos banquetes; sino que fue condenado porque no ayudó al otro hombre, porque ni siquiera cayó en la cuenta de que existiera Lázaro, la persona que se sentaba a su portal y ansiaba las migajas de su mesa.
Las riquezas y la libertad entrañan responsabilidades especiales, crean una obligación especial, nos hacen solidario con el destino de los demás. Después de esta vida no hay cabida para el arrepentimiento, no hay lugar para la penitencia. Por eso decía Cristo que Abraham le decía al rico Epulón: «Entre vosotros y nosotros se abre un gran abismo» (v. 26). O sea, que después de la muerte, ni los impíos se arrepentirán y entrarán en el Reino, ni los justos pecarán y bajarán al infierno. Este es el tiempo de la misericordia, de la salvación. ¿Hasta qué punto mi religión es fuente de salvación? Sólo en la medida que ella me lleva a un cambio de conducta, de corazón, me convierte en un ser más misericordioso y responsable ante las necesidades de los demás?
Hoy se habla mucho de pluralidad de religiones. De que todas las religiones son iguales, después de que te hablen de Dios. Hoy por hoy, hay muchas ofertas de paz y sosiego para una vida exitosa. Hay Maestros espirituales para todos los gustos (Dada J.P. Vaswani; Muñeca Geigel, Dalai Lama, Deepak Chopra, Paulo Cohelo, etc.).  Parece que vivimos una época de “eclecticismo religioso”, cada uno coge lo que más le gusta de cada religión. Se me induce a la idea de que las religiones del mundo son complementarias de la Revelación cristiana. Por otro lado se habla mucho de dialogo interreligioso, pretendiendo sustituir la misión y la urgencia del llamado a la conversión.
El dialogo no es ya el camino para descubrir la verdad, vivimos como una especie de relativismo religioso. El dogma se ha relativizado, todo lo contrario a la misión y a la conversión.
¿Para qué se tiene que convertir alguien a Jesucristo si lo importante es que cada cual busque a Dios a su manera? Según el pensamiento relativista, dialogo significa poner en el mismo plano la propia posición o la propia fe y las convicciones de los demás, de tal manera que todo se reduce a un intercambio de posiciones de tesis fundamentalmente iguales y en consecuencia, relativas entre sí, con la finalidad de lograr el máximo de colaboración y de integración entre las diversas concepciones religiosas.
Se ha disfuminado a Cristo. La figura de Cristo ha perdido su carácter de unicidad y universalidad salvífica. El relativismo se quiere presentar como el encuentro con las culturas, esa es la verdadera filosofía de la Humanidad capaz de garantizar la tolerancia y la democracia, que busca como fondo marginar la defensa de la identidad cristiana, que pretende difundir la Verdad Universal y Salvífica de Jesucristo.
                El principio de tolerancia, como expresión de respeto a la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión del que habló el Concilio Vaticano II  que defiende la Iglesia, es una posición ética fundamental que presenta la esencia misma del credo como un acto serio de libertad ante la fe que se asume. No podemos perder de vista que existe una Verdad Objetiva y Universal, que es Dios. Dijo el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris Missio (n.29): «Todo lo que el Espíritu opera en el corazón de los hombres y en los pueblos, en las culturas y en las religiones, asume el papel de preparación evangélica».
Por lo tanto, hay que considerar como preparación evangélica no todo lo que se encuentra en las religiones, sino solamente “cuanto el Espíritu opera en ellas”. Las religiones están adheridas a la historia y a la cultura de los pueblos, donde se da una mezcolanza entre el bien y el mal, por lo tanto, el bien puede estar presente en las religiones, como obra del Espíritu de Cristo, y en ese sentido esa religión puede ser camino hacia la salvación, pero no es la religión en cuanto tal lo que es camino de salvación sino el bien como obra del espíritu de Cristo.
Nostra aetate, n. 2: «...se debe valorar y reconocer cuanto hay de bueno y verdadero en las religiones, el bien y la verdad, se encuentren donde se encuentren provienen del Padre y son obra del Espíritu. Las semillas del Logos están sembradas por todas partes, pero no se puede cerrar los ojos sobre los errores y engaños que también están presentes en las religiones» Dice el Vaticano II, en Lumen gentium, n. 16: «...muy a menudo los hombres, engañados por el Maligno, se pierden en sus pensamientos, y han cambiado la verdad divina por la mentira, sirviendo a la criatura antes que al Creador».
                La Iglesia anuncia y está obligada a anunciar, incesantemente, a Cristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida, en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en el cual Dios ha reconciliado consigo todas las cosas. La plenitud, la universalidad y el cumplimiento de la revelación de Dios están presentes solamente en la fe cristiana. Y esta afirmación no procede por resultados históricos, o porque sean hoy más los cristianos que los de otra religión, sino que esta afirmación procede y se basa en el misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, presente en la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa.
Por eso, la Iglesia se siente hoy comprometida en la evangelización de los pueblos, incluso en el contexto actual de pluralidad de las religiones y precisamente consciente de la exigencia de la libertad de decisión y de pensamiento de los pueblos, la Iglesia se siente llamada a salvar y renovar a toda criatura, para que todas la cosas sean recapituladas en Cristo.
O sea, por lindas que hayan podido ser las cosas que Buda dejó escrita, un cristiano no tiene nada que buscar en el Budismo, porque donde terminó Buda de escribir, empieza un San Juan de la Cruz, una Santa Teresa de Jesús, uno de nuestros miles de santos canonizados a expresar lo que es la verdadera vida en el espíritu. Tanta novedad por conocer cosas no cristianas y en el fondo es la superficialidad de quien no conoce la riqueza espiritual de nuestra fe católica vivida en tantos santos que nos han dejado un verdadero ejemplo de lo que es vivir la plenitud de la vida espiritual en Cristo Jesús.
Hoy, san Pablo nos dejaba una consigna en la segunda lectura para que nuestra religión surta el efecto que debe en nosotros: «Lucha en el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste tan admirable profesión ante numerosos testigos». De eso se trata, hacer profesión de nuestra fe en Jesucristo sin miedos, ni complejos, ante ninguna otra religión. Sé en quién me he fiado, en el Hijo de Dios, a Él todo honor y poder para siempre.

Amén.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Homilía XXV Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
Amós 8,4-7 / Sal 112,1-8 / 1-Timoteo 2,1-8 / Lc 16, 1-13

«Ningún siervo puede servir a dos amos: No podéis servir a Dios y al dinero».

                Sería un pobre servicio a la causa del Evangelio, pensar que la liturgia de este domingo es un tratado de economía o administración de empresas. De alguna manera, Jesús quiere enseñarnos a hacer un uso inteligente del dinero. Para lograrlo, nos pone el ejemplo de un administrador inescrupuloso, inicuo y “aprovecha’o” –diríamos nosotros. Jesús le llama “astuto”, sagaz. Este ha hecho lo que debía hacer para lograr lo que se traía entre manos, lograr sus objetivos personales. “Los hijos de este mundo, son más astutos con su gente que los hijos de la luz”.
Ante semejantes palabras de Jesús, tendríamos que preguntarnos qué estamos haciendo los “hijos de la luz” para tener éxito desde la perspectiva del reino de Dios. ¿Qué debemos hacer con nuestro dinero para tener ese éxito; es decir, para encontrar quien nos "reciba en las moradas eternas"?
A Jesús, no podemos malinterpretarlo. Él no está exaltando ni justificando el “lavatón” de dinero del administrador inicuo. Tampoco nos está diciendo que el astuto e inteligente es aquel que meramente sabe acumular dinero. Todo lo contrario, quien tiene por amo al dinero, es un necio y realmente se envilece.
¿Quiénes son los “astutos” según Dios? Los que saben poner todos sus bienes al servicio de Dios, del Reino de Dios. Hay que administrar al servicio de Dios el “vil dinero”, hay que ser fiel al servicio de Dios en “lo menudo”. El modelo de buen cristiano será el que se las juega todas por el reino de Dios. El que pone todo lo que tiene al servicio de los intereses de Dios.
En medio de la crisis económica que vivimos y ante los retos de una economía globalizada, los textos bíblicos de este domingo XXV del tiempo ordinario encuentran mucha resonancia y actualidad, pues lo económico nos afecta a todos. Vivimos en una sociedad en donde la abundancia, el consumo, el desperdicio es la orden del día. A la vez que aumenta la producción tecnológica y el costo de la vida, sin embargo, también aumentan las estadísticas del desempleo y decrece el poder adquisitivo de muchos.
Amós, profeta incisivo, condena a los ricos comerciantes de su tiempo que pensaban sólo en enriquecerse a causa de los pobres, explotándolos. La falta de ética en el comercio llevaba a engañar al pobre, vendiendo fraudulentamente como bueno lo malo. El Señor no olvidará esas malas acciones.
El Evangelio nos viene a iluminar en el verdadero sentido de la justicia, ya que la parábola del administrador injusto nos viene a decir que hay un Bien mayor a los restantes bienes de la vida. La enseñanza de Jesús es clara, el problema económico no es el primer problema del hombre, pues el servicio de Dios está por encima de los otros servicios. El dinero puede ser un buen servidor, pero es un mal patrón. “No se puede servir a Dios y al dinero”.
El elogio de Jesús sobre el administrador recae sobre su capacidad de renuncia en vistas a un beneficio futuro: un nuevo puesto de trabajo. Con esta lectura, aparece más clara la aplicación a los hijos de la luz: ante las exigencias del Reino hay que actuar también con astucia, sabiendo renunciar a las cosas materiales a fin de conseguir unos bienes muchísimo mayores. En el recto entendimiento de la parábola, se entiende que el administrador no defrauda a su amo; lo único que hace es renunciar a lo que legalmente le corresponde como administrador; renuncia a lo que es suyo para ganarse amigos que, en justa compensación, le ayuden cuando él se encuentre en necesidad económica tras el despido. Es esta actitud previsora de cara al futuro lo que el amo alaba de su administrador. Aquí, está la clave de la parábola. De esta clave, parte Jesús para su enseñanza. Él pide a sus discípulos la misma actitud: renunciar al dinero para granjearse la amistad con Dios.
El dinero es la prueba de fuego del cristiano. Si la supera, Dios se le entregará plenamente.  Amén.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Homilía XXIV Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
Ex 32,7-11. 13-14 / Sal 50 / 1- Tim 1,12-17 / Lc 15,1-32.

«Habrá alegría en el Cielo por un solo pecador que se arrepiente»

No es la primera vez que durante este Ciclo Litúrgico se nos propone la parábola del hijo pródigo o de la misericordia del Padre. No obstante, su presencia en este domingo quiere subrayar aspectos diversos de los que tenía en el cuarto domingo de Cuaresma. Entonces, se leía únicamente la parábola del hijo pródigo; hoy, en cambio, se trata de las tres parábolas de la misericordia. Entonces, la lectura se hacía en el contexto del misterio de la reconciliación; hoy, las leemos en el interior del proceso de la lectura continua de Lucas, como una de las enseñanzas típicas del evangelista, y plenamente integradas en su peculiar catequesis.
Las lecturas de este domingo nos revelan el modo de Dios salvar. Dios se goza salvando al pecador. De alguna manera, a la luz de estas lecturas, hoy descubrimos el rostro genuino de la misericordia de Dios. En Moisés, no vemos sino un reflejo, un anticipo, de lo que Cristo hizo por nosotros, intercediendo ante el Padre. Moisés se solidarizó con su pueblo, quiso correr la misma suerte que su pueblo, intercede eficazmente por ellos.
En el fondo, el pecado del pueblo de Israel  no se debe entender literalmente como una idolatría; o sea, la pretensión de divinizar un objeto. El toro joven era el símbolo natural de fuerza y de fecundidad, y en el Oriente antiguo era una de las formas de representar a la divinidad. Para Israel, estaba claro que Yahvé no puede ser visto y que si hay algún símbolo de su presencia, como por ejemplo el arca, ni es Dios ni siquiera lo representa. De modo que, el pecado del pueblo no fue ninguna apostasía. Ellos quieren seguir adorando a Yahvé, que les sacó de Egipto, pero quieren concretarlo en una representación, contra la prohibición divina. Moisés se mostrará duro y exigente cuando se encara con el pueblo, pero es porque lo ama. Ya intercedió ante Dios por ellos. Moisés no transige con el pecado, pero ama a aquel pueblo pecador, que es el suyo, y no querría cambiarlo por ningún otro.
“El único Dios, Inmortal, Invisible, quien es digno de honor y gloria” –como dice san Pablo hoy en su Carta a Timoteo, se ha dado a conocer en Jesucristo. Al igual que san Pablo, tú y yo nos sentimos objeto de la misericordia divina, que ha tenido a bien considerarnos dignos de confianza al ponernos a su servicio, se desbordó sobre nosotros la gracia al darnos la fe y el amor que provienen de Cristo. Nosotros que somos pecadores, pero Cristo Jesús nos perdonó. El Dios invisible, que no quería ser representado por ninguna imagen en el Antiguo Testamento, se ha plasmado un rostro amable y misericordioso para que no nos confundamos más de quién y cómo es Él.
Las tres parábolas de la misericordia que nos proponen hoy el Evangelio de Lucas son un ejemplo elocuente y seguro de ello. La parábola de la oveja perdida, la de la dracma recuperada y finalmente la del Padre Misericordioso, ponen siempre de relieve la alegría de recobrar lo perdido. Si un hombre o una mujer desbordan de alegría al encontrar la oveja o la moneda perdida, ¿cómo no va a desbordar de alegría Dios al encontrar al pecador? Jesús muestra con ellas el auténtico rostro de Dios sobre la tierra.
Dios se ha revelado en las parábolas como principio de un amor que busca lo perdido, que perdona y crea; que nos da la posibilidad de una existencia nueva; su alegría está precisamente en ayudar a los que están extraviados o en peligro. El evangelio se define a partir de esta revelación de amor. Jesús encarna ese perdón creador de Dios en medio de los hombres. El escándalo, del hijo mayor, imagen del de los fariseos y escribas que murmuraban, es reflejo de la actitud de un rechazo del auténtico Dios a partir de una fijación idolátrica de lo divino, al igual que el becerro hecho por las manos del pueblo israelita, que no les dejaba ver al Invisible. Hoy, nosotros debemos examinarnos en la presencia de Dios, para no dejar que nuestros estereotipos de la fe, nos impidan ver a Dios o impidan que los pecadores vean a Dios, que se alegra por el pecador que se arrepiente. Amén.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Homilía XXIII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
Sab 9, 13-19 / Sal 89 / Filem 9-10.12-17 / Lc 14, 25-33

«¿Quién conocerá tus designios, si tú no le das la sabiduría, enviando tu santo espíritu desde lo alto?... Sólo con esa sabiduría lograron los hombres enderezar sus caminos y conocer lo que te agrada. Sólo con esa sabiduría se salvaron, Señor, los que te agradaron desde el principio».
Sab 9, 17-19

En verdad el Señor quiere salvarnos. Nos está mostrando el camino de la salvación. A la pregunta de hace unos domingos atrás «Señor, ¿serán pocos los que se salven?», nos ha ido respondiendo con pedagogía divina, mostrándonos el camino de la salvación. El domingo pasado nos decía que sólo los humildes se salvan: «el que se humilla será ensalzado»; y hoy nos está dando Dios el modelo a seguir para alcanzar la salvación. No hay otro modelo, no hay otro ejemplo, no hay otro camino si no Jesucristo.
¿Te quieres salvar? Tienes que aprender de Cristo. Tienes que hacerte discípulo de Cristo. Para llamarlo Maestro, tienes que entrar en la escuela del discipulado de Jesucristo. El Hijo de Dios, Palabra Eterna del Padre, que en la plenitud de los tiempos se encarnó, se hizo hombre, y viniendo a este mundo dejó sus huellas, mostrándonos un sólo camino para alcanzar la Vida eterna. Él se hizo camino.
«Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a la esposa y a los hijos y a los hermanos y a las hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26-27).
Estas palabras del Señor son fuertes. Sin embargo, no dicen otra cosa sino que existe un orden en la caridad: Dios tiene prioridad sobre todo. Las palabras del Señor, no se pueden reducir a querer decir: «el que no ame menos a su padre y a su madre, a su esposa y a los hijos…». Tampoco nos está pidiendo el Señor una actitud negativa ni despiadada para con nadie, como puede entenderse el odiar y el aborrecer en español. El Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a uno mismo, es el que entregó su vida por los hombres. Lo que Jesús nos está enseñando hoy es que ante Dios no caben “medias tintas”.
Podríamos decir que lo que Jesucristo hoy nos está diciendo es que hay que amar más, amar mejor, a Dios que a ninguna criatura. No podemos amar limitadamente al Señor. La Iglesia nos enseña en su magisterio que «los cristianos se esfuerzan por agradar a Dios antes que a los hombres, dispuestos siempre a dejarlo todo por Cristo» (Apostolicam actuositatem, n.4, Conc. Vaticano II).
Esta es la sabiduría que nos está hablando hoy la primera lectura. «Sólo con esa sabiduría se salvaron, Señor, los que te agradaron desde el principio» (Sab 9, 19).
¿Cómo un joven va a estar dispuesto a dejar todas las posibilidades de tener un amor noble en la tierra, una mujer, unos hijos, si no es porque pone a Jesucristo en la cima de todos sus afectos? Si no es porque se decide a querer amar a Jesucristo por encima a todos sus amores de la tierra. ¿No es acaso Cristo digno de un amor así? Aquel que he contemplado en su pasión y muerte de Cruz entregando toda su capacidad de amar por salvarme, no es acaso digno de un amor correspondiente. Eso es lo que se tiene que plantear un joven hoy día.
El camino del cristiano es la imitación de Jesucristo. Para san Pablo en la segunda lectura, amar a Jesucristo significó coger cárcel injustamente por Él. Pero en aquellas circunstancias paupérrimas no mermó su amor a Jesucristo, al contrario, continuó haciendo apostolado, se ganó para Cristo un alma en aquella cárcel, Onésimo. Y le escribe al dueño del esclavo, Filemón, para que reciba a Onésimo, como si fuera él mismo, ya no sólo como su siervo sino como un hermano en la fe. Por otro lado, la fe en Jesucristo no llevó a Onésimo a renegar de su condición de esclavo, sino a aprovecharla como un camino de seguimiento a Jesucristo. Su situación y estado de vida se convirtió en su escuela, en el lugar para vivir su discipulado al Maestro, le dio un nuevo sentido a toda su vida, a todos sus acontecimientos, a toda su historia personal.
Cuando en nuestra propia vida, no hacemos sino renegar, y quejarnos de lo que nos pasa, en el fondo manifestamos que no estamos amando a Dios sobre todas las cosas, dejamos de ver a Dios que nos está pidiendo que le sigamos, que aprendamos de Él. Hoy es un domingo que nos hace pensar en todas las oportunidades maravillosas que nos esperan en la calle, en nuestra vida de familia, en nuestro trabajo, en nuestro ambiente social, para demostrar que estamos siendo discípulos del Maestro, de que le amamos más que nada en la vida. Que santa María, primera discípula del Señor no ayude a cada uno a “no tirar la toalla” en nuestro empeño por seguir al Maestro. Amén.