¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 26 de octubre de 2010

Homilía XXXI Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C

Sab 11, 22- 12,2 / Sal 144 / 2-Tes 1, 11- 2,2 / Lc 19, 1-10


«El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas»
Salmo 144


La conversión de Zaqueo nos sirve de soporte para entender aún más la esencia del Dios revelado en Jesucristo. En efecto, hoy el evangelio de san Lucas, nos lleva a la casa de un personaje contemporáneo a Jesús. Se trata de otro publicano. Recordamos aún la parábola del fariseo y el publicano orando en el templo, que meditábamos la semana pasada. Ya se ve que Jesús tenía cierta predilección por estas personas tan desprestigiadas y menospreciadas en su moralidad pública. Recordemos que eran catalogados como unos pecadores.
Por lo que nos describe el evangelio de hoy, Zaqueo era un hombre polarizado por el dinero, y la injusticia sería el instrumento normal por el que alcanzaba sus objetivos... Pero un día, sin saber casi de qué forma ni por qué motivos (así son las conversiones), una mirada le traspasó el corazón y la misericordia lo penetró. Encontró a Jesús, que le miró con otros ojos, a los que estaba acostumbrado que le tazaran los demás, encontró a alguien que creyó en él. Y he aquí el resultado: un hombre nuevo, rescatado, encontrado de nuevo, porque estaba perdido.
En Zaqueo se cumple aquella palabra de la Sabiduría divina, «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan… A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida» (primera lectura).
¡Qué pobre y desvirtuada hubiera quedado la imagen de Dios si nos hubiésemos creído el trato que los fariseos daban a Dios! No digamos ya, por la imagen del fariseo orando en el templo del domingo pasado, sino porque con nuestros juicios sobre los hombres a veces presentamos a un Dios terrible, que quiere aplastar y aniquilar, guardián del orden, ordenador del mundo, freno de los delitos sociales, omnipotente que precisa de esclavos... Y sin embargo, Jesús revela un Dios cuya característica esencial es el amor y ofreciendo siempre una oportunidad.
La Revelación se puede definir, no como un contenido de verdades, sino como el ofrecimiento de la amistad divina. De ahí que la imagen divina sea dialogal: el Señor quiere convertir nuestra vida en una conversación con Él: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Dios es amigo de la vida, siempre espera, poniendo su don a nuestro alcance. Él ama la vida y ama nuestra alegría, porque su aliento inmortal está plasmado en nuestro ser.
Los mensajes de profecías de catástrofes, tan comunes en nuestros días, anunciando días de tinieblas, cataclismos, castigos irremediables no parece coincidir con el mensaje del Dios revelado en Jesucristo. San Pablo afirma en su Carta a los Tesalonicenses que «no nos alarmemos por supuestas revelaciones, dichos o cartas que afirman que el día del Señor está encima», para que podamos cumplir la tarea de la fe.
Dios es amor. Ama todo lo que ha creado, como dice el libro de la Sabiduría, y no odia ni olvida a ninguna de sus criaturas, porque es amigo de todo lo que vive, es amigo de la vida, que no de la muerte ni del dolor. Y este amor de Dios respecto de los hombres es misericordia, porque nos ama aunque no le amemos, aunque le ofendamos, aunque le ignoremos y neguemos. Nos ama porque es bueno, no porque nosotros lo seamos. Al contrario, es el amor de Dios el que hace posible que podamos ser mejores y dejemos de ser pecadores. Esta misericordia de Dios no puede ser un pretexto para justificar nuestros pecados e injusticias, ni debe fomentar en nosotros una presunción temeraria en la misericordia de Dios. Al contrario, debe sernos de acicate y estímulo para confiar en él, sin confiar en nosotros mismos. La esperanza cristiana, el anuncio del evangelio, no se funda en la autosuficiencia de los que se consideran buenos y ejemplares o mejores que los demás -que eso es el fariseísmo-, sino que descansa en la convicción profunda de que Dios es rico en misericordia. Y que esta misericordia de Dios, puesta en evidencia en éste y otros relatos del evangelio, alcanza a todos los hombres de generación en generación, sin tasa.
«Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido», hoy nos sentimos reencontrados en este amor de Dios que sale en nuestra búsqueda y nos manifiesta este voto de confianza al darnos la oportunidad de cambiar y hacer el bien, como Zaqueo. Amén.

martes, 19 de octubre de 2010

Homilía XXX Domingo del Tiempo Ordinario

Jornada Mundial Misionera

            Al celebrar anualmente la Jornada Mundial Misionera, la Iglesia encuentra la ocasión para renovar el compromiso de anunciar el Evangelio. Y nosotros, desde nuestra comunidad parroquial, nos sentimos invitados a vivir más intensamente la liturgia, la catequesis y la pastoral en general, con espíritu misionero.
            El Santo Padre, Benedicto XVI, nos recuerda en el mensaje para el DOMUND 2010, la frase del Evangelio de San Juan: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21). Es la petición que algunos griegos, llegados a Jerusalén para la peregrinación pascual, presentan al apóstol Felipe. Nos dice el Papa que esa misma petición resuena también en nuestro corazón durante este mes de octubre, que nos recuerda cómo el compromiso y la tarea del anuncio evangélico compete a toda la Iglesia, "misionera por naturaleza" (Ad gentes, 2), y nos invita a hacernos promotores de la novedad de vida, hecha de relaciones auténticas, en comunidades fundadas en el Evangelio.
Como los peregrinos griegos de hace dos mil años, también los hombres de nuestro tiempo, piden a los creyentes no sólo que "hablen" de Jesús, sino que también "hagan ver" a Jesús, que hagan resplandecer el rostro del Redentor en todos los rincones de la tierra ante las generaciones del nuevo milenio.
Los hombres de hoy deben percibir que los cristianos llevamos la palabra de Cristo porque él es la Verdad, porque hemos encontrado en él el sentido, la verdad para nuestra vida.
Todos los bautizados y la Iglesia entera, hemos recibido un mandato misionero, pero éste no puede realizarse de manera creíble sin una profunda conversión personal, comunitaria y pastoral. La llamada a anunciar el Evangelio debe estimularnos a todos a una renovación integral que nos lleve a abrirnos cada vez más a la cooperación misionera entre las Iglesias particulares, para promover el anuncio del Evangelio en el corazón de toda persona, de todos los pueblos, culturas, razas, nacionalidades, en todas las latitudes.
La Eucaristía termina siempre enviándonos al mundo a anunciar los celebrado y vivido. En el fondo: “No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Este amor exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en él” (Sacramentum caritatis n. 84). Por esta razón la Eucaristía no sólo es fuente y culmen de la vida de la Iglesia, sino también de su misión: “Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera” (ib.).
En esta Jornada mundial de las misiones, debemos sentirnos todos protagonistas del compromiso de la Iglesia de anunciar el Evangelio, o sea, ser anunciadores creíbles del Amor que salva. Oremos por los misioneros y a las misioneras, que dan testimonio en los lugares más lejanos y difíciles, a menudo también con la vida, de la llegada del reino de Dios. Como el "sí" de María, seamos generoso en nuestra respuesta a la invitación divina a “hacer amar al Amor” –como repetía santa Teresita del Niño Jesús, patrona de las misiones-.  Amén.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Homilía XXIX Domingo del Tiempo Ordinario


 Ciclo C
Ex 17, 8-13 / Sal 120 / 2-Tim 3, 14- 4, 2 / Lc 18, 1-8

«Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»
Lc 18, 8

Desde hace varios domingos, el Señor nos está hablando de la necesidad de la fe. Recordamos al leproso del domingo pasado que su fe le hizo andar hacia el sacerdote y por el camino quedó curado por su fe. Y el domingo anterior cuando los discípulos le pidieron al Señor aquello de: «Señor, auméntanos la fe». Hoy nos trae una parábola «para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse» y termina diciendo: «cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
Dice “esta fe”, refiriéndose a la fe que hace orar siempre y sin desanimarse, como si nos diera a entender un nuevo aspecto de la fe. Si el domingo pasado nos decía que el que tiene fe es agradecido y que el dar gracias y reconocer los dones recibidos haciendo memoria de ellos es fruto de una fe viva, hoy nos dice, que el que tiene fe es un “alma orante”, es decir, un alma que ora con constancia y sin desfallecer ni cansancio.
El que tiene fe, ora. Dejar de orar es signo de falta de fe. No viene nada mal considerar esta verdad en el mes dedicado a la oración por las Misiones. El próximo domingo celebraremos el DOMUND.
Decía el Papa Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio que: «¡La fe se fortalece dándola!» (n. 2). Si la fe es sólida, está destinada a crecer y debe abrirse a la misión. Esto es lo que permitió proclamar co-patrona de las misiones a santa Teresa del Niño Jesús, aunque nunca fue enviada a la misión. El alma de Teresita del Niño Jesús era misionera porque era un alma orante. Y esa oración la impulsaba a un acto de ofrecimiento tan fuerte como la acción misionera más fecunda del apóstol más grande que pudiera existir en cualquier territorio misionero. Decía Teresita: « ¡Oh Dios mío! Trinidad bienaventurada, deseo amarte y hacerte amar» (M.A. p. 318). Esta fue la pasión de Teresita: “hacer amar al amor”.
Precisamente de esto nos habla Jesús hoy. “Para explicar cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola...” (Lc 18, 1). La parábola es bien sencilla de entender: si un hombre malvado, como era el juez, actuó de aquella forma, qué no hará Dios con quienes son sus elegidos y le gritan de día y de noche. “Os aseguro -dice Jesús- que les hará justicia sin tardar.
Después de oír esto nos queda la impresión de que Dios está más dispuesto a dar que el hombre a pedir. En el fondo, repito, lo que ocurre es que nos falta fe. Por eso, al final de la parábola, el Señor se pregunta en tono de queja si cuando vuelva el Hijo del hombre encontrará fe en el mundo.
La primera lectura de hoy es toda una catequesis de cuán necesaria es la oración para vencer el combate espiritual. Las manos levantadas al cielo de Moisés manifiestan que al fin y al cabo, es Dios quien da la victoria. Dios no pierde nunca batallas.
San Pablo le recuerda a Timoteo, «Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado» (2 Tm 3, 14). El secreto para permanecer en lo que hemos aprendido es ser fieles a la vida de oración. No olvidemos que la victoria definitiva es la del que gana la última batalla. Acompañemos con nuestra oración a los misioneros para que sean siempre almas orantes, que arden y quemen en el amor de Dios a su paso. Amén.

martes, 5 de octubre de 2010

Homilía XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo C
2-Re 5, 14-17 / Sal 97 / 2-Tim 2, 8-13 / Luc 17, 11-19

«… porque, si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor»
Santa Teresa de Jesús, Vida, 10, 3


El domingo pasado nos recordaba la Palabra de Dios que “el justo vivirá por su fe” (Habacuc 2, 4) y la oración de los Apóstoles a Jesús: «Señor, auméntanos la fe», era motivo de examen para nosotros que pretendemos caminar a la luz de la fe. Pero hoy, la palabra nos enseña que cuando se vive por la fe, sólo encontramos motivos para el agradecimiento. Pues, ¿Qué tienes que no hayas recibido? –dice san Pablo (1-Co 4, 7). San Agustín dice que «el pecado es lo único que no has recibido de Él. Fuera del pecado, todo lo demás que tienes lo has recibido de Dios» (Sermón 21). Cuántos Salmos de la Biblia son una continua invitación a no dejar la acción de gracias. «¡Bendice, alma mía, al Señor y no olvides ninguno de sus beneficios!» (Sal 102, 2). «Recordad las maravillas que Él ha obrado» (Sal 104, 5).
Tal parece que la actitud de acción de gracias requiere capacidad para usar la memoria, recordar, mirar hacia atrás. Hoy escuchamos a san Pablo decirle a Timoteo: «Haz memoria de Jesucristo», que es lo mismo que decirle, “recuerda cuánto ha hecho por ti”. Sólo así despertaremos a amar. Decía santa Teresa de Jesús: «porque, si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor». Es decir, nos daremos desinteresadamente a los hermanos cuanto más percibamos en nuestra vida cuánto nos ha dado Dios. La gente tacaña, calculadora, mezquina, poco generosa en la entrega y servicio, indica que no es agradecida, que no reconoce en su vida que cuanto tiene es don de Dios. Por eso viven para sí, son autosuficientes, indiferentes a la necesidad del hermano, son poco mortificadas, gente comodona, vaga. En cambio cuando vivimos en clave de agradecimiento, como san Pablo, no escatimamos recursos para entregarnos más generosamente, estamos dispuestos a sufrir por los demás.
La lógica razona: “si Dios me ha dado tanto, qué me puedo reservar para mí”. Sería ridículo. Por eso es que, los santos nos sorprenden con sus locuras en la hora del sacrificio y la entrega, no escatiman nada para el amor.
En definitiva, para hacer memoria de cuánto hemos recibido requiere una actitud de humildad. No se puede ser agradecido, si no se es humilde. Hoy, la Liturgia de la palabra nos propone dos ejemplos para aprender a ser humildes.
El primero, Naamán, el Sirio, quien era el general del ejército de Siria. Un hombre poderoso, acostumbrado a dar órdenes y someter la voluntad de otros, los demás ejecutaban su voluntad. Gozaba de poder y autoridad por causa de su cargo y prestigio, por algo llegaría a ser general de un ejército. Siendo un hombre autosuficiente, sabemos cómo le costó someterse a la autoridad del profeta Eliseo. Se le pidió algo que a su juicio era humillante: “¿Por qué tener que bañarme en un río en Israel, teniendo ríos más caudalosos en mi tierra?” La sensatez de uno de sus criados le hará abrir los ojos. “Si te hubiera pedido algo difícil, ¿No lo hubieras acometido? Cuánto más si lo que te pide es algo tan sencillo”. En otras palabras, ¡sé humilde! Dios no lo sanó, sino hasta que se humilló. Pero todavía le falta otra lección por aprender.
Piensa Naamán que se puede satisfacer a Dios con nuestros bienes. Pretende dar unos regalos para compensar la acción de Dios. ¡Qué necio somos! Pretender pagar a Dios todo el bien que me ha hecho… Eliseo no aceptó ninguna dádiva de Naamán, porque no tiene precio lo que Dios hizo por él. Naamán comprendió la lección, entonces entendió que la única manera de agradecer a Dios era poniéndose él a su servicio. Casi viene a decir: “De ahora en adelante serviré a Dios, viviré para Él, porque no encuentro mejor manera de agradecerle lo que Él ha hecho por mí.”
El otro ejemplo lo vemos en el Evangelio. Ahora se trata de otro extranjero, un samaritano leproso. Por su condición había perdido todo, la posibilidad de convivir en medio de la comunidad civil, era como una muerte en vida. Un leproso era considerado como una lacra social.
Dice el Evangelio que cuando el leproso iba de camino y vio que estaba curado, regresó a Jesús, alabando a Dios en voz alta (gritando), se postró a sus pies y le dio gracias. Se olvidó de todo lo demás, de sacerdote y ofrenda, del mandato de Jesús, etc. Lo único que importaba en aquel momento para él era reconocer delante de Jesús lo que no podría pagarle nunca, ni mil vidas si tuviera. No existen palabras, no hay modo de expresar lo que se siente. El gozo de verse sanado, es como si uno volviera a reencontrase con su vida, como si ya no pesara nada, como si se pudiera volar por el aire, como si no se tuviera cuerpo. Se ha inundado de sentido y esperanza su vida nuevamente. Dios lo ha hecho. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? El leproso no sólo reencontró el sentido a su vida por aquella acción de gracias, sino que además, su actitud le sirvió de salvación. «Levántate y vete. Tu fe te ha salvado». Tu fe te ha hecho reconocer que todo cuanto tienes viene de Dios, ha sido Dios quien lo ha hecho y ha sido un milagro patente. Cuando vivimos de fe, solo encontramos motivos para el agradecimiento.
Esa fe que sanó a Naamán y al leproso samaritano fue una fe con obras, viva, operativa. Fue una fe que se puso en camino. La humildad hizo a Naamán irse a bañar al río Jordán, la humildad hizo al leproso caminar a donde el sacerdote para presentar su testimonio de que había sido curado, sin todavía estarlo. Dios premió esa fe con la gracia concedida y es por eso que vienen a dar gracias. La fe nos hace vivir en sentido de acción de gracias, con sentido de deudores ante tanto bien concedido.
Por eso san Pablo le decía a Timoteo en la segunda lectura que estaba dispuesto a sufrir por ese evangelio hasta llevar cadenas como un malhechor, lo sobrellevaba todo por amor a los elegidos, porque en el fondo vivía a tal punto agradecido a Dios por cuanto había hecho por él, que no encontraba más sentido a su vida si no era en servicio a los demás.
Pidamos hoy, a Dios despertar al amor por el agradecimiento. Vivir como santa María, que entregó hasta su propia voluntad, precisamente porque su vida era un Magnificat, una pura acción de gracias. Amén.