¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios



Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
En la Octava de la Natividad del Señor

«¡Salve, Madre Santa! Virgen, Madre del Rey, 
que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos».

Así saluda la Iglesia a Nuestra Señora en la entrada solemne de esta fiesta y pedimos a Dios, Nuestro Señor, “que nos conceda experimentar la intercesión de Aquella de quien hemos recibido a su Hijo Jesucristo, el autor de la vida” –oración colecta.
El hecho mariano está en la entraña misma de la fe cristiana. Es un hecho vinculado irrenunciablemente a la realidad y a la misión personal del Verbo encarnado. Por ello, al coronar la octava de Navidad, la liturgia romana nos presenta hoy el misterio del Emmanuel en su marco más exacto: el regazo maternal de María. La que hizo real la presencia del Hijo de Dios encarnado, Príncipe de la Paz, ha de ser reconocida por todos como la Santa Madre, Reina de la Paz.
De hecho, hoy comenzamos el año nuevo 2012, y la Iglesia siempre comienza el año civil proclamando La Jornada de Oración por la Paz. Este año, el lema del mensaje del Papa Benedicto XVI lo plantea desde una perspectiva educativa: «Educar a los jóvenes en la justicia y la paz». El Santo Padre está convencido de que los jóvenes, con su entusiasmo y su impulso hacia los ideales, pueden ofrecer al mundo una nueva esperanza. Todos somos responsables y debemos sentirnos comprometidos a saber escuchar y valorar a nuestros jóvenes si queremos construir un futuro de justicia y de paz. Hemos de transmitir a los jóvenes el aprecio por el valor positivo de la vida, suscitando en ellos el deseo de gastarla al servicio del bien. La Iglesia mira a los jóvenes con esperanza, confía en ellos y los anima a buscar la verdad, a defender el bien común, a tener una perspectiva abierta sobre el mundo y ojos capaces de ver «cosas nuevas».
Las lecturas de este domingo nos ponen en perspectiva de esa Paz que el mundo necesita. La primera lectura (Nm 6, 22-27) nos dice que el nombre de Dios será invocado sobre los israelitas y Él los bendecirá. La bendición solemne del sacerdote al Pueblo de Israel era un signo de la presencia amorosa de Dios entre los suyos. En la nueva Alianza, esta presencia se nos ha hecho real y personal en Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María. El concepto bíblico de la bendición implica una acción de Dios, que lleva al hombre a la plenitud y a la felicidad. El Señor, bendiciendo al hombre, le concede las condiciones del éxito en vida y en su trabajo. Israel era un pueblo bendito. La Iglesia es también un pueblo bendito. El cristiano, perteneciendo a ese pueblo, debe aparecer como un hombre bendito, un hombre que se ha realizado y que es libre. La Iglesia se lo recueda cuando al fin de la celebración eucarística el sacerdote le da la bendición, tantas veces menospreciada y recibida rutinariamente.
Hoy pedimos la bendición de Dios con el Salmo 66: «El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros…» No podemos olvidar que la mayor bendición que hemos recibido de Dios es que «envió a su Hijo, nacido de una mujer». Por cuanto, el Hijo de Dios se ha hecho hombre por María, todos podemos reconocernos hijos de Dios en el ámbito amoroso de la Maternidad divina de María. San Pablo nos recuerda la filiación mariana de Jesús, y nos invita a vivirla también nosotros en el servicio de Dios, en la acogida de esa Palabra divina y en la fidelidad a la misma (Ga 4, 4-7).
El Evangelio nos dice que los primeros testigos del dato de la Navidad, los pastores, encontraron a María, a José y al Niño. Luego, que a los ocho días, impusieron al niño por nombre Jesús. Desde el primer momento de la encarnación, encontramos realmente a Jesús, nuestra Paz y reconciliación, en María, con María y por la Virgen María.
La entrada de Dios en nuestra historia es como un encuentro entre la miseria de los hombres y la misericordia gloriosa de Dios. Y la Virgen María es un símbolo de la Iglesia. Como ella, la Virgen toma la preciosa sangre sacrificial de Cristo y se la ofrece a Dios sin descanso, todos los días y a todas las horas; se la ofrece por la pibre, por la extraviada y pecadora humanidad, que siempre está en guerra en algún lugar y para quien pide la Paz.
La Iglesia quiere la paz entre los hombres y por eso acude con su plegaria a la Madre del Príncipe de la Paz, para que la otorgue ampliamente a la humanidad. Amén.

Padre Pedro

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Homilía IV Domingo de Adviento



Ciclo B
2-Sam 7, 1-5.8-12.14.16 / Sal 88 / Rom 16, 25-27 / Lc 1, 26-38

«Ve y dile a mi siervo David: «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?» 2-Sam 7,4-5

Hoy la liturgia nos hace detenernos ante el hecho de la preocupación legítima que sentía el Rey David por hacer construir un lugar sagrado, un templo, una casa para el Señor. El templo era para los pueblos paganos (egipcios, asirios y babilónicos), el centro de su vida y de su religiosidad porque allí guardaban a sus dioses. En Israel, en cambio, la función del templo iba a ser completamente diferente. Se fundamenta en que el Dios verdadero no puede contenerse en un templo, ni necesita un edificio en el que permanecer. El es un Dios personal, ligado a su pueblo, y, si acepta los lugares de culto antiguos – el tabernáculo del desierto (la tienda del encuentro) y más tarde el templo de Jerusalén – es sólo como signos de su presencia en medio del pueblo, no como habitación imprescindible.
Es así como entendemos la profecía de Natán, en la primera lectura, que señala que más que el templo, el signo de la presencia y protección divina es la dinastía davídica, constituida desde un principio por querer exclusivo de Dios. «Te pondré en paz con todos tus enemigos, y, además, el Señor te comunica que te dará una dinastía». De ahí el juego de palabras entre «la casa de Dios» (templo) y «la casa de David» (dinastía). Lo que en definitiva Dios le dice a David es: «No serás tú quien me edifique una casa sino que el Señor te anuncia que Él será quien te edifique una dinastía» (2-Sam 7, 11). El centro del oráculo de Natán es por tanto consolidar la descendencia monárquica de David.
¿Cómo es que específicamente ha sido Dios quien se construye para sí una «Casa donde habitar»? No podemos pensar en esa respuesta sin pensar en la Virgen María. ¿No es acaso este el «Misterio escondido en secreto durante siglos y que ahora es manifestado por las Escrituras Sagradas para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe» –como dice San Pablo a los Romanos, en la segunda lectura de hoy.
Dios se ha preparado una casa para sí, donde habitar, en el seno casto de la Virgen de Nazareth. Es lo que contemplamos hoy en la lectura del Evangelio. María, es la virgen (doncella) profetizada en Isaías (7, 14) como un signo de lo que va a manifestarse. «He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel»; la mujer que concibe y da a luz está unida al destino del hijo –un príncipe destinado a establecer un reino ideal, el reino mesiánico-. En efecto, el signo no es sólo el niño, sino también la concepción extraordinaria, acontecimiento que subraya el papel central de la madre: que concibe sin intervención de varón, y que el Niño, verdadero hombre por ser hijo de María, es al mismo tiempo Hijo de Dios en el sentido más fuerte de esta expresión.
Al leer la historia de la salvación, vemos cómo la Escritura va iluminando poco a poco con más claridad cómo Dios se fue preparando su casa en la figura de la mujer, la que será la Madre del Redentor. Se va delineando la figura de María desde los comienzos de la historia de la salvación: desde el Protoevangelio (Gn 3, 15), las profecías del Emmanuel (Isaías 7, 14) y la de Isaías 9, 5, nos van revelando que esta mujer es también signo de lo que va a manifestarse. Miqueas habla de un cierto tiempo de abandono de Dios «hasta el tiempo en que de a luz la que ha de dar a luz…» (Mi 5, 1-2). Todas esas profecías van delineando y preparando “la plenitud de los tiempos”, cuando envió Dios a su hijo, “nacido de una mujer” (Gal 4, 4).
Pero, ¿quién es esta doncella de Nazareth? Para los hombres, no es sino «una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David»; en cambio, para Dios, es la «llena de gracia», la criatura más excelsa y singular que hasta ahora ha venido al mundo; y sin embargo, ella se tiene a sí misma como «la esclava del Señor».
Hoy contemplamos el signo de aquel embarazo, ya próximo a darnos al tan esperado por los siglos. La salvación está a punto de brotar, brota de la tierra, la justicia y la paz desde el cielo. En este embarazo, todos nacemos a una nueva vida. Contemplemos y meditemos estos días uniendo nuestro corazón al de María.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Homilía III Domingo de Adviento



Ciclo B
Is 61, 1-2.10-11 / Sal Lc 1 / 1-Tes 5, 16-24 / Jn 1, 6-8.19-28

«Estad siempre alegres… esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros»   -   1-Tes 5, 16s.

San Pablo parece darnos hoy el tono humano que caracteriza el estilo de vida de un cristiano en medio del siglo presente: la alegría, la oración y la acción de gracias. Ante un Dios “fiel que cumple sus promesas”, aguardar su “parusía”, debe ser motivo de esa alegría, acciones de gracias y vida de oración. Hoy celebramos «el Domingo Gaudete» dentro del Adviento, precisamente por el tono de júbilo y alegría presente en las lecturas. La alegría es fundamental en el cristianismo, que por esencia es Evangelium –Buena Nueva– y no nos parece razonable recibir una buena noticia con aires de tristezas.
La alegría es uno de los principales temas en las sagradas Escrituras. El mensaje de la Biblia es profundamente optimista: Dios quiere  la felicidad de los hombres; que vivan plenamente y participen de su ser.
Los maestros espirituales de todos los tiempos han enseñado que lo que da más paz, tranquilidad y alegría es la perfecta conformidad con la voluntad de Dios: «Quiere siempre y en todo lo que Dios quiera y como Dios lo quiera».
Sin duda, el hombre moderno busca también la alegría humana, pero pocos la encuentran, o queda reservada a unos pocos e incluso, generalmente, son alegrías dudosas o pasajeras. Hay quienes buscan la alegría en la evasión, el sueño y el placer, y aceptan una vida cotidiana sin relieve y sin sentido.
El mundo no es absurdo, ya que Dios lo  ama, y el principio vital de su éxito se nos ha dado una vez por todas en Jesucristo. Es que el mundo no se ha enterado. Precisamente dice hoy el Evangelio que surgió un hombre enviado por Dios, llamado Juan (el Bautista), que venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe, y decía: “En medio de vosotros, hay uno que no conocéis”. Ese que el mundo no conoce, es la fuente de la alegría verdadera, de la paz duradera y la esperanza cierta.
De igual manera nos recuerda hoy la voz profética del tercer libro del profeta Isaías (caps. 56-66), escrito probablemente en el periodo posterior al exilio babilónico (siglos VI-V a.C.), el tono de esperanza y alegría con el que se anuncia la inminente manifestación de Dios; “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala… Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos, ante todos los pueblos”.
El mensaje cristiano está lleno de esperanza y alegría para el hombre de todos los tiempos. El entusiasmo cristiano se alimenta de la esperanza en una vida mejor. En la vida eterna. Jesús es el único que nos promete vida eterna. Dice San Pablo a los filipenses: «Manteneos alegres como cristianos que sois». «Que la esperanza os tenga alegres». La esperanza hace llevadera la cruz, y soportable el dolor. La esperanza es esencial para la vida del ser humano. El hombre sin esperanza muere.
Decía el doctor Víctor Frankl, al narrar sus experiencias con los prisioneros de los campos de concentración nazis: «Sólo se mantenían vivos los que tenían esperanza. Aquellos a quienes se les apagaba la llama de la esperanza, tenían sus días contados». La esperanza de la vida eterna es la más brillante y cierta de las esperanzas. Debemos vivir y comunicar esta esperanza.
Los cristianos debemos ser portadores de esperanza. Dice el Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes: «El cristiano tiene que dar al mundo razones para vivir y para esperar».
Vivir la esperanza cristiana llena la vida de ilusión y optimismo en un mundo donde reina el pesimismo, la tristeza, la amargura, el vacío interior y el hastío. Un mundo harto de materialismo y de sexo. Un mundo miope y arrugado.
La verdadera alegría no llega hasta que no la trae Cristo. Nuestra alegría no será auténtica hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia. Por el contrario, toda pérdida externa debería hacernos avanzar un paso hacia esa intimidad y hacernos más maduros para nuestra felicidad auténtica.
Celebrar el Adviento significa, despertar a la vida la presencia de Dios oculta en nosotros. Juan el Bautista y María nos enseñan a hacerlo. Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo invisible. Amén.

martes, 29 de noviembre de 2011

Homilía II Domingo de Adviento



Ciclo B
Is 40,1-5.9-11 / sal 84 / 2-Pe 3,8-14 / Mc 1,1-8

“Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” – Mc 1,1

Nos seguimos adentrando en el corazón del Adviento. La Liturgia de la Iglesia nos presenta como figuras emblemáticas de este tiempo al Profeta Isaías y a san Juan el Bautista.
El contexto histórico del segundo libro de Isaías, llamado también el «Libro de la Consolación», nos sitúa en el siglo VI a.C. Los babilonios habían conquistado a Jerusalén hacia los años 587-586 a.C.; los hebreos habían sido llevados como cautivos a Babilonia. Años después, en el 539 a.C., Ciro, rey de los persas, tomó a su vez a Babilonia y promulgó un decreto que permitía regresar a los deportados que lo desearan. Este es el contexto que encuentra su eco en los oráculos, cantos y lamentaciones, juicios condenatorios y visiones proféticas de liberación definitiva y restauración del pueblo elegido y de la ciudad de Sión, que aquí se recogen.
La profecía que hoy nos propone la liturgia sitúa al pueblo todavía en Babilonia, se le anuncia la liberación gracias al poder del Señor de la historia, que ha elegido a un rey extranjero, y lo llama «Ungido», «Mesías», para rescatar a Israel del destierro. Se trata por tanto de la inminente vuelta de los desterrados de Babilonia, que es presentada como un «nuevo éxodo». Si el éxodo de Egipto es el prototipo de todas las intervenciones que ha hecho Dios a favor de su pueblo, ahora se habla de un «nuevo éxodo», porque el poder con el que actúa el Señor, Creador de todas las cosas, supera a lo manifestado en el antiguo éxodo.
La noticia de la liberación inminente supone un gran consuelo para el pueblo. De ahí el nombre que se le da a esta parte del libro de Isaías, y esa consolación ha sido entendida como figura y anticipo de la consolación que traerá Cristo: Verdadera consolación, alivio y liberación de los males humanos será su Encarnación.
Hoy nos identificamos con este canto de alegría por la pronta liberación de los exiliados. ¡Cuántos motivos tenemos para esperar en el Señor! ¡Con cuántas pruebas nos ha demostrado Dios que siempre está dispuesto a actuar a favor nuestro a manifestarse como Redentor de su pueblo!
Los cuatro Evangelios ven cumplidas las palabras del profeta Isaías en el ministerio de Juan el Bautista, que es la Voz que grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor…». En efecto, Juan, con su llamada a la conversión personal y al bautismo de penitencia, prepara el camino para encontrar a Jesús.
Juan Bautista es el heraldo, el «precursor», es la Voz que prepara el camino para la «Palabra de Dios», es el que allana los obstáculos y asperezas para que cuando Cristo venga pueda caminar sin dificultades. «Preparad el camino del Señor», se trata de la predicación evangélica y de la nueva consolación, que es la salvación de Dios que llega a cada hombre que la recibe. Por eso es que Juan es «más que un profeta» -como dice Jesús-. En él, el Espíritu Santo consuma el «hablar por los profetas», Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías, anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la «Voz» del Consolador que llega.
Recordamos las palabras de Jesús a sus discípulos antes de partir de este mundo: «Yo rogaré al Padre y él os enviará al otro Consolador», es decir al Paráclito, al Espíritu Santo. De modo que Jesús es la Consolación de Dios hecha carne, revelada plenamente. Es nuestro Consolador.
Esa consolación de Dios fue tan deseada y esperada y sin embargo cuando llegó no fue bien recibida. Fue como si los hombres se cansaran de esperar y ya perdieran el sentido de la espera. Olvidaron algo fundamental: «que para el Señor un día es como mil años y mil años, como un día» (2-Pe 3, 8). El tiempo es muy relativo frente a la eternidad de Dios, y si Dios retrasa el momento final (su Consuelo) es por su misericordia, porque quiere que todos los hombres se salven. Una cosa es cierta: hay que mantenerse vigilantes, porque el día del Señor vendrá sin previo aviso. Amén.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Homilía I Domingo de Adviento



Ciclo B
Is 63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7 / Sal 79 / 1-Cor 1,3-9 / Mc 13, 33-37

«¡Velad! No sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos».

La venida del Hijo de Dios a la Tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Cuántos ritos, sacrificios, figuras y símbolos de la Primera Alianza convergían hacia Cristo, anunciaban su venida por boca de los Profetas.
«Al celebrar anualmente la liturgia del Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida (Ap 22, 17)» (Catecismos n. 524).
La Iglesia en el Adviento, relee y revive todos estos acontecimientos de la historia de la Salvación en el «hoy» de su liturgia y exige que su catequesis ayude a los fieles a abrirse a la inteligencia «espiritual» de la economía de la salvación, tal como la Liturgia de la Iglesia la manifiesta y nos la hace vivir (Ibídem, n. 1095).
La Liturgia es Memorial del Misterio de la salvación, y en ese sentido ella nos introduce en los acontecimientos de la salvación. Esto no fuera posible sin la ayuda y cooperación de Espíritu Santo, quien es la memoria viva de la Iglesia. Hoy hacemos memoria en la Liturgia de aquella espera, de aquel primer Adviento. Nos identificamos con aquellos sentimientos de espera de su pueblo santo, de aquella primera preparación a la venida del Salvador, y a su vez renovamos ardientemente el deseo de su segunda venida. Este es el Adviento de la Iglesia en el que tu y yo nos disponemos a participar.
En la Palabra de Dios, aprendemos que toda la economía del Antiguo Testamento está esencialmente ordenada a preparar y anunciar la venida de Cristo, Redentor del Universo y de su Reino Mesiánico. Esto es el punto esencial por el que el cristianismo se distingue de las otras religiones, ya que las demás expresan la búsqueda de Dios por parte del hombre, y en el cristianismo no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo.
En Cristo, la religión ya no es «un buscar a Dios a tientas», sino una respuesta de fe a Dios que se revela. En Jesucristo Dios no sólo habla al hombre, sino que lo busca. Dice el Profeta Isaías en la primera lectura de hoy: «Jamás se oyó decir, ni nadie vio jamás que otro Dios, fuera de ti, hiciera tales cosas en favor de los que esperan en él. Tú sales al encuentro del que practica alegremente la justicia y no pierde de vista tus mandamientos» (Is 63, 19- ss).
En el Adviento, Dios sale al encuentro del hombre, le busca a través de su Hijo que llega pronto, para hacer que el hombre abandone los caminos del mal, para que se de cuenta de que se halla en la vía equivocada. Para eso, es necesario derrotar el mal, y derrotar el mal solo es posible por la Redención del sacrificio de Cristo. La religión de la Encarnación es la religión de la redención del mundo por el sacrificio de Cristo.
De algún modo estamos diciendo que celebrar el Adviento es llevarnos a participar de los frutos de la Encarnación, que no es otra cosa sino ser introducidos en el misterio de «la intimidad de Dios», a eso nos prepara el Adviento. Para eso hay que romper con los pecados que nos mantienen dormidos. Jesús dice que estemos despiertos en el Evangelio, y san Pablo dice que esa actitud de lucha contra el pecado es lo que nos mantendrá de pie hasta la parusía del Señor. Amén.


martes, 15 de noviembre de 2011

Homilía Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo



Ciclo A
Ez 34, 11-17 / Sal 22 / 1-Co 15, 20-28 / Mt 25, 31-46


«Cristo tiene que reinar hasta que Dios 
“haga de sus enemigos estrado de sus pies”».
1-Co 15, 25

En la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo la Iglesia nos coloca frente al texto que forma parte del discurso escatológico pronunciado por Jesús en el monte de los Olivos a sus discípulos (Mt 24, 3). El discurso parte del anuncio de la destrucción de Jerusalén para hablar del fin del mundo. Esta parte del discurso termina con la venida del Hijo del hombre con gran poder y gloria. Después de alertarnos en los pasados domingos con algunas parábolas sobre la necesidad de vigilar para no ser sorprendidos a la llegada del Hijo del hombre, el discurso escatológico encuentra su culmen literario y teológico en nuestro texto de hoy que, vuelve a hablar de la venida del Hijo del hombre acompañado de los ángeles. La reunión de los elegidos toma aquí la forma de un juicio final.
Su dignidad real no tiene parangón con ningún rey temporal. El Evangelio nos lo muestra entrando triunfalmente en Jerusalén montado sobre un asno, aclamado por los niños, odiado por las autoridades de la época. Un rey que iba a ser coronado de espinas ante el griterío de la turba y las burlas de la soldadesca. Un rey cuyo trono estaría en una Cruz y adornado por las huellas de sus llagas y cárdenas en su carne desnuda y azotada.
La Sagrada Escritura además, vaticinó la llegada del Mesías-Rey como un pastor que sigue el rastro de su rebaño cuando las ovejas se dispersan, en donde él mismo las libraría, las sacaría de todos los lugares donde se desperdigaron en el día de los nubarrones y de la oscuridad... «Así dice el Señor: Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro» (Ez 34, 11).
A su vez, las Escrituras nos revelan que es un Rey de tremenda majestad. Recibe de Dios “la potestad, el honor y el reino” (Dan. 7, 13-14). Él, Jesús, es el Ungido por excelencia, el Mesías, el Cristo. Estos tres títulos vienen a significar lo mismo. Aspectos que se relacionan con la unción del Hijo de Dios hecho hombre, que con su muerte nos ha liberado, siendo exaltado sobre todas las cosas.
Cristo es Rey por derecho propio y por derecho de conquista. Por derecho propio por ser hombre y Dios verdadero, por su unión hipostática con el Verbo, y en cuanto Verbo de Dios, es el Creador y Conservador de todo cuanto existe. Por eso tiene pleno y absoluto poder sobre toda la creación (Jn 1,1ss.). Y es Rey por derecho de conquista, en virtud de haber rescatado al género humano de la esclavitud en la que se encontraba, al precio de su sangre, mediante su Pasión y Muerte en la Cruz (1 Pe 1, 18-19).
Ante su magnanimidad nosotros nos postramos en adoración rendida y le acatamos como Rey. Él nos colma con sus riquezas, nos hace partícipes de su sacerdocio, de su profetismo y de su realeza. Pensemos en ello y seamos consecuentes con tan gran dignidad. No empequeñezcamos nuestra vida con afanes mezquinos. Y en esta fiesta de Cristo Rey pidamos para que todos los hombres, heridos por el pecado, nos sometamos a este reinado y aclamemos gozosos a nuestro Rey y Señor. Nos va en ello nuestra felicidad eterna.
El es el rey de la vida. «Cristo ha resucitado, primicia de todos los muertos» (1 Co 15, 20). Precisamente en este mes de noviembre en donde conmemoramos a las ánimas del purgatorio, y se nos recuerdan las realidades de la muerte, el juicio, el infierno y la gloria, la Iglesia nos recuerda también que Cristo ha vencido a la muerte, se ha declarado Rey de la vida mediante su Resurrección gloriosa. En consecuencia él será nuestro juez que con justicia y misericordia dará la sentencia final e inapelable.
La realeza de Jesucristo quedará manifiesta de forma plena y definitiva al fin de los tiempos, cuando con gran majestad, sobre las nubes, descenderá de lo Alto. Vendrá como Juez Supremo para juzgar a vivos y a muertos, para establecer la justicia que por nuestros pecados, hemos atrasado. Se terminará para siempre el eclipse de Dios, su silencio ante cada situación en donde parecía triunfar el mal y la injusticia; para triunfar por siempre el Amor. Amén.

martes, 8 de noviembre de 2011

Homilía XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Prov 31, 10-13. 19-20. 30-31/ Sal 127/ 1-Tes 5, 1-6/ Mt 25, 14-30

«Muy bien, siervo bueno y fiel, puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu señor»

La liturgia de la Iglesia continúa en estas semanas finales del año litúrgico alentándonos para que consideremos las verdades eternas. Debemos sacar gran provecho de estas verdades para nuestra alma. Leemos en la Segunda lectura de la Misa (1-Tes 5, 1-6) que el encuentro con el Señor llegará como un ladrón en la noche, inesperadamente. La muerte, aunque estemos preparados, será siempre una sorpresa.
La vida en la tierra, como nos enseña el Señor en el Evangelio de hoy, es un tiempo para administrar la herencia del Señor, y así ganar el Cielo. Leemos en el evangelio que un hombre se iba al extranjero y llamó a sus empleados. Los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata; a otro, dos; a otro, uno; a cada cual según su capacidad. Luego se marchó.
Se ve que conocía bien a sus siervos, por eso no dejó a todos la misma parte de la herencia. Hubiera sido injusto echar sobre todos el mismo peso. Distribuyó su hacienda según la capacidad de cada uno. Con todo, aún el que recibió un solo talento le fue confiado mucho. Pasado algún tiempo, el señor regresó de su viaje y pidió rendición de cuentas a sus servidores. Sabemos el resto.
El significado de la parábola es claro. Los siervos somos nosotros; los talentos son las condiciones con que Dios ha dotado a cada uno (la inteligencia, la capacidad de amar, de hacer felices a los demás, los bienes temporales...); el tiempo que dura el viaje del amo es la vida; el regreso inesperado, la muerte; la rendición de cuentas, el juicio; entrar al banquete, el Cielo.
Entendemos, pues, que no somos dueños, sino administradores de unos bienes de los que hemos de dar cuenta. Nos examinamos, pues, en la presencia del Señor para ver si realmente tenemos mentalidad de administradores o nos creemos dueños absolutos, que pueden disponer a su antojo de lo que tenemos y poseemos.
Mi cuerpo, mis sentidos, el alma y sus potencias, ¿Sirven realmente para dar gloria a Dios? ¿Qué hacemos con los talentos recibidos? Vale la pena ser fieles aquí mientras aguardamos la llegada del Señor, que no tardará, aprovechando este corto tiempo con responsabilidad. ¡Qué alegría si algún día podemos presentarnos ante Él con las manos llenas y decirle «Mira, Señor he procurado gastar la vida en tu hacienda. No he tenido otro fin que tu gloria».
El siervo que había recibido un talento fue, cavó en la tierra y escondió el dinero de su señor. Incluso intentó excusar su inercia echándole la culpa a quien le había dado todo lo que poseía: «Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo».
Así se comporta el hombre cuando no vive una fidelidad activa en relación a Dios. Prevalece el miedo, la estima de sí, la afirmación del egoísmo que trata de justificar la propia conducta con las pretensiones injustas del dueño, que siega donde no ha sembrado.
«Siervo malo y perezoso», le llama su señor al escuchar las excusas. Ha olvidado una verdad esencial: que «el hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y después verle y gozarle en la otra». Cuando se conoce a Dios resulta fácil amarle y servirle; «cuando se ama, servir no solo no es costoso, ni humillante: es un placer. Una persona que ama jamás considera un rebajamiento o una indignidad servir al objeto de su amor; nunca se siente humillada por prestarle servicios. Ahora bien: el tercer siervo conocía a su señor; por lo menos tenía tantos motivos para conocerle como los otros dos servidores. Con todo, es evidente que no le amaba. Y cuando no se ama, servir cuesta mucho.
El Señor condena en esta parábola a quienes no desarrollan los dones que Él les dio y a quienes los emplean en su propio servicio, en vez de servir a Dios y a sus hermanos los hombres. Nuestra vida es breve. Por eso hemos de aprovecharla hasta el último instante, para ganar en el amor, en el servicio a Dios.
«Cuando el cristiano mata su tiempo en la tierra, se coloca en peligro de matar su Cielo…» (san Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, n.46).
Aprovechar el tiempo es vivir con plenitud el momento actual, poniendo la cabeza y el corazón en lo que hacemos, aunque humanamente parezca que tiene poco valor. El Señor quiere que vivamos y santifiquemos el momento presente, cumpliendo con responsabilidad ese deber que corresponde al instante que vivimos, librándonos de preocupaciones inútiles futuras, que quizá nunca llegarán, y si llegan... ya nos dará nuestro Padre Dios la gracia sobrenatural para superarlas y la gracia humana para llevarlas con garbo.
La vida cristiana se vive en el tiempo presente sin agobios, sin angustias, sencillamente como hijos de la luz e hijos del día, con la sobriedad del amor. Él mismo nos dijo: “No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio peso. A cada día le basta su afán” (Mt 6, 34). Amén.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Homilía XXXII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Sb 6, 12-16 / Sal 62 / 1-Tes 4, 13-18 / Mt 25, 1-13 
«Velad, porque no sabéis el día ni la hora»

Apenas unos días hemos comenzado el mes de Noviembre, el cual siempre nos lleva a la consideración de las realidades últimas. En efecto, comenzamos celebrando la Solemnidad de todos los santos e inmediatamente la conmemoración de los fieles difuntos, y así, sucesivamente vamos adentrándonos en los últimos domingos del tiempo ordinario que culminarán con la Solemnidad de Cristo Rey del Universo. Todas estas fiestas litúrgicas apuntan a considerar las verdades eternas, al fin de los tiempos, a la esperanza cristiana de la vida del más allá.
De igual manera, en este Domingo la Sagrada Escritura es rica en imágenes que despiertan en nosotros la atención por lo perdurable, lo permanente, lo imperecedero, por la eternidad.
Comienza la liturgia de la Palabra con el libro de la Sabiduría, una exhortación a buscar la sabiduría, la lectura nos habla del valor de la misma, así como de la posibilidad de encontrarla; por ella obtenemos la inmortalidad y el reino eterno. Pero, ¿En qué consiste esta sabiduría? – Nos lo aclara el final del capítulo (vs. 22-23). No es fácil distinguir cuándo el hagiógrafo se refiere a la Sabiduría divina y cuándo a la sabiduría participada por el hombre. Se ensalza el resplandor y la incorruptibilidad de la sabiduría (v. 12). Ésta aparece personificada: «se adelanta a darse a conocer», «sale al encuentro» de los que la anhelan (vv. 13.16); «está sentada» a la puerta de los que «madrugan por ella» (v 14); quien «vela por ella» se siente seguro (v. 15) y se le «muestra en los caminos» (v. 16), les enseña una conducta perfecta. Aunque es ella quien lleva la iniciativa, requiere que el hombre la desee y ponga los medios para adquirirla.
La sabiduría divina, a pesar de que el hombre se empeñe en negarla, sigue atrayéndonos, ya que es fuente y origen de todos nuestros bienes: “con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables..” (7,11). Es, además, el único bien inmarcesible (imperecedero). –Por eso debemos pensar en ella, madrugar y poner esfuerzo en buscarla afanosamente, velar por ella, amarla, en definitiva.
El salmo 62 lo expresa muy bien con ese anhelo del alma orante: «¡Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío! Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua.»
Por eso, san Pablo expresaba a los cristianos de Tesalónica que la esperanza cristiana no admite aflicción ni desasosiego ya que se fundamenta en el hecho real de la resurrección final. Las enseñanzas de Jesús en sus discursos escatológicos no ocasionaban ansiedad ni angustia en los discípulos, sino todo lo contrario.
Sus palabras nos invitan a la vigilancia y espera de un encuentro amoroso con Aquel a quien se ama. La imagen de la parábola de las vírgenes necias y las sensatas no expresa otra cosa. -«¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!» Ese es el grito del amor. El rechazo y respuesta final del Esposo: -«Os lo aseguro: no os conozco», responde al reproche del amor herido que no ha sido correspondido. Jesús quiere que vivamos nuestra vida cristiana como quien vela, y se prepara al encuentro del amor que sana y libera. El cristiano debe ser, por eso, un hombre despierto, precavido, vigilante, un hombre que está pronto a recibir al Señor cuando llega.

martes, 25 de octubre de 2011

Homilía XXXI Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Mal 1, 14-2, 2-10 / Sal 130 / 1-Tes2, 7-9.13 / Mt 23, 1-12

«No hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen»


Nos encontramos hoy ante una dura acusación por parte de Jesús a aquellos escribas y fariseos que en su conducta se guiaban más por aparentar externamente que por vivir de acuerdo con la verdad.
Se da en ellos una doble vida, una ruptura entre lo que se dice y lo que se hace. Jesús no discute la autoridad de estos maestros y la legitimidad de su enseñanza. Tampoco está invitando a la desobediencia. Más bien, Jesús dirige su palabra a los discípulos y al pueblo para denunciar y prevenirlos de esa conducta errónea. Lo que se les echa en cara no es la doctrina, sino la hipocresía.
La misión de los escribas y fariseos en principio era buena. Ellos eran aceptados en Israel como maestros legítimos de la Ley, encargados de estudiarla y explicarla al pueblo. De hecho, por eso, Jesús reconoce su magisterio y ordena al pueblo que cumpla con lo que ellos dicen. Pero, lo que resulta inaceptable es la hipocresía de aquellos que se hacen llamar "maestros", pero son incapaces de ayudar a llevar la carga que imponen a los demás indebidamente, haciendo así insoportable y antipático el cumplimiento de la ley.
No podemos quedarnos en una interpretación anacrónica de la enseñanza de este evangelio de hoy, como si Jesús se refiriera al fariseísmo como a unas personas concretas. Jesús nos habla hoy, golpeando al fariseísmo como enfermedad del espíritu, que ataca a hombres y a instituciones de todos los tiempos (y ninguna área religiosa puede considerarse inmune del contagio).
Dos son fundamentalmente las actitudes posibles que Jesús critica. En primer lugar, la de aquellos que pretenden hacer valer la propia tarea de responsable para obtener un cierto status privilegiado, ser reconocidos, alabados, temidos incluso. Un cierto despotismo clerical, que les hace incapaz de dialogar, de aceptar opiniones distintas a las suyas, de sentirse superiores y merecedores de honra. Y el otro punto que Jesús critica es que no hagamos lo que predicamos. Si bien es verdad que no somos perfectos, también es igualmente verdad que el lugar que ocupamos nos exige ser ejemplo para los demás. Es el ejemplo que san Pablo muestra en la segunda lectura de hoy.
Jesús critica todo ese interés en encumbrarse sobre los demás, pues uno es nuestro Padre, y todos son nuestros hermanos. La crítica de Jesús a letrados y fariseos alcanza literalmente a todo clericalismo, también, de nuestros días. Los “Eminentísimos”, “excelentísimos” y “reverendísimos” padres y doctores... todos esos títulos y todas esas filacterias no son relevantes a la hora de construir la fraternidad cristiana.
Ya en el Antiguo Testamento, vemos cómo Malaquías reprocha a los sacerdotes del Templo que no honran al Señor y que conducen a muchos a tropezar «con vuestra enseñanza», o bien «con la Ley» y, además, que hagan acepción de personas; en definitiva, corrompen la alianza que el Señor hizo con Leví. Para que su ministerio sea eficaz (2,2-3), el profeta exhorta a los sacerdotes a vivir las virtudes que descubre en Leví: el temor de Dios, la humildad, y la veracidad en el hablar (2,5-6). Este último aspecto se subraya especialmente: el sacerdote no habla por sí mismo, es mensajero, “mal’ak”, del Señor, y sus palabras deben ser sabiduría de la Ley.
“Rabbí”, “padre” y “doctor” eran títulos honoríficos que se daban a quienes enseñaban la Ley de Moisés. Cuando Jesús dice a sus discípulos que no acepten estos títulos, está indicando que el cristiano debe buscar el servicio, no el honor. San Agustín lo resumía muy bien en una conocida frase: «Somos rectores y somos también siervos: presidimos, pero si servimos» (Sermones 340ª).

lunes, 17 de octubre de 2011

Homilía XXX Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo A
Ex 22, 20-26 / Sal 17 / 1 Te 1, 5-10 / Mt 22, 34-40

Jornada Mundial de Oración por las Misiones


-Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?

Precisamente hoy, cuando la Iglesia universal dedica esta Jornada Mundial de Oración por las Misiones, la Palabra Divina de este trigésimo domingo del Tiempo Ordinario, nos viene a recordar que si bien el amor a Dios es lo único necesario y esencial en nuestra existencia terrena, este mismo amor se manifiesta y expresa en amar al prójimo, dándole el cuidado y atención que éste merece por ser hijo de Dios.
En ese sentido, llevar este mensaje a todos los pueblos es el servicio más precioso que la Iglesia puede hacer a la humanidad y a cada persona que busca las razones profundas para vivir en plenitud su propia existencia.
Esta invitación resuena cada año en la celebración de la Jornada Misionera Mundial. Este incesante anuncio del Evangelio, de hecho, vivifica también a la Iglesia, su fervor, su espíritu apostólico, renueva sus métodos pastorales para que sean cada vez más apropiados a las nuevas situaciones – también las que requieren una nueva evangelización – y animados por el empuje misionero: “la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal” – así nos decía el Beato Juan Pablo II, en su Encíclica Redemptoris missio, n.2.
La misma celebración de la liturgia, especialmente en la Eucaristía, que concluye siempre recordándonos el mandato de Jesús resucitado a los Apóstoles: “Id…” (Mt 28,19) nos los recuerda. La liturgia es siempre una llamada ‘desde el mundo’ y un nuevo envío ‘al mundo’ para dar testimonio de lo que se ha experimentado: el poder salvífico de la Palabra de Dios, el poder salvífico del Misterio Pascual de Cristo. Todos aquellos que se han encontrado con el Señor resucitado han sentido la necesidad de anunciarlo a otros, como hicieron los dos discípulos de Emaús. Ellos, tras haber reconocido al Señor al partir el pan, “En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once” y refirieron lo que había sucedido durante el camino (Lc 24,33-34).
La Iglesia “es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, n.2). Esta es “la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14).
Esta tarea no ha perdido su urgencia. Al contrario, “la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse… una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio” (Beato Juan Pablo II, Redemptoris missio, 1). No podemos quedarnos tranquilos ante el pensamiento de que, después de dos mil años, aún hay pueblos que no conocen a Cristo y no han escuchado aún su Mensaje de salvación.
La misión universal implica a todos, todo y siempre. El Evangelio no es un bien exclusivo de quien lo ha recibido, sino que es un don que compartir, una buena noticia que comunicar. Y este don-compromiso está confiado no sólo a algunos, sino a todos los bautizados, los cuales son “raza elegida … una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1Pe 2,9), para que proclame sus obras maravillosas.
Que la Jornada Misionera reavive en cada uno el deseo y la alegría de “ir” al encuentro de la humanidad llevando a todos a Cristo. Amén.




Ambientación a la Liturgia:


Buenos días (tardes) hermanos y hermanas en Cristo Jesús. Bienvenidos a nuestra Parroquia, nuestro segundo hogar. Hoy celebra la Iglesia el Domingo Mundial de Oración por las Misiones, el DOMUND. Es el día en que la Iglesia universal reza por los misioneros y colabora con ellos económicamente en su labor, que con frecuencia se desarrolla entre los más pobres. Pensemos que el 37% de la Iglesia católica lo constituyen los 1.100 terrritorios de misión, que dependen de la entrega de los misioneros y de la solidaridad de las Iglesias consolidadas. Con nuestra colaboración y donativos se construyen templos, se compran vehículos, se atienden proyectos sociales, sanitarios y educativos en los países más pobres en donde el Evangelio de Jesucristo apenas es conocido. Hoy la Palabra de Dios nos invita a sentirnos urgidos en esta misión de la Iglesia. El lema de esta Jornada es: “Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros” (Jn 20,21).
Pongámonos de pie y recibamos al presbítero que preside nuestra Eucaristía mientras cantamos.

Monición a la Primera Lectura: (Ex 22, 20-26)

Hoy nos coloca la Palabra frente a los compromisos contraídos en la Alianza del Sinaí con Dios. Escucharemos el Libro del Exodo. En la Alianza del Sinaí, se ratifica la unión del Señor con su pueblo Israel. En dicha Alianza hay una serie de compromisos que el pueblo debe cumplir. La letra de la ley tiene un espíritu, que se puede definir como amor de Dios y del hombre. El pueblo de la Alianza no debe olvidar el grito de los pobres y oprimidos. La Evangelización de los pueblos es una exigencia del pueblo que ha conocido el amor de Dios. Escuchemos.

Monición a la Segunda Lectura: (1 Te 1, 5-10)

Seguimos meditando la Epístola paulina a los Tesalonicenses. Hoy nos dice el Apóstol que la evangelización no es ninguna forma de imposición: a la Palabra de Dios se la acoge a pesar de las dificultades de todo tipo que ello trae consigo. Eso sí, esta acogida de la Palabra va también acompañada del gozo del Espíritu: la fe es esencialmente optimista. Recemos para que los evangelizadores y misioneros sepan transmitir ese gozo de la fe.

Monición al Evangelio: (Mt 22, 34-40)

Luego de Jesús haber dejado sin palabras a los herodianos y fariseos al dejar claro cuál era su posición frente al poder secular, un fariseo quiere tentarlo de nuevo. Hoy escucharemos una respuesta de Jesús que nos coloca en lo esencial de la ley. ¿Qué es lo fundamental, qué es lo esencial a la hora de llevar el Evangelio a los pueblos que no lo conocen o a la hora de cumplir lo mandado? Sólo existe un mandamiento cristiano que resume a todos: el mandamiento del amor. En la medida que amamos al prójimo como Dios nos ama, lo cumplimos. Y en la Eucaristía lo celebramos. Escuchemos.

Oración de los fieles

S. / Dios nos ama y sabe lo que necesitamos; por eso abrimos con confianza nuestro corazón a la oración diciendo:

R./ Padre nuestro, escúchanos.

· Por el Papa, para que fomente en toda la Iglesia la conciencia del amor universal y de la responsabilidad por la evangelización de todos los pueblos. Oremos.

· Por los obispos, sacerdotes y todos los agentes de pastoral, para que cuiden siempre la formación misionera de todo el pueblo de Dios de modo que se sienta enviado a la misión. Oremos.

· Por los misioneros y misioneras esparcidos por todo el mundo, para que el amor a Dios y al prójimo sea siempre la fuerza y el único criterio de todas sus actividades. Oremos.

· Por las personas que sufren en su cuerpo o en su espíritu, para que el amor de Dios y la cercanía de los demás les llenen de esperanza. Oremos.

· Por todas las comunidades cristianas, para que sean generosas en su cooperación misionera universal, tanto en la espiritual y en la económica, como en la vocacional. Oremos.

· Por nosotros, para que la escucha de la Palabra y la celebración de la eucaristía nos impulsen a amar y nos lleven a dar cumplimiento al envío del Señor a sus discípulos. Oremos.

S. / Recibe, Padre, las oraciones que te presentamos y haznos generosos en el servicio a ti y al prójimo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

martes, 11 de octubre de 2011

Homilía XXIX Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Is 45, 1.4-6 / Sal 95 / 1-Te 1, 1-5 / Mt 22, 15-21

«Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Este domingo el Evangelio termina con una frase lapidaria de Jesús: «Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Los herodianos –seguidores de la política de Herodes– preferían la presencia de un mediador local que fuera quien pagara parte de los impuestos a Roma y que, en cuestiones religiosas, compartían las ideas materialistas de los saduceos (no creían en los ángeles ni en la resurrección). Los fariseos, por su parte, eran meticulosos cumplidores de la Ley y consideraban el dominio romano como una usurpación. En su visión teocrática del reino mesiánico, entendían que aquella injerencia de una autoridad extranjera sobre los hebreos limitaba el dominio de Dios sobre el pueblo elegido. Las diferencias entre los fariseos y los herodianos eran radicales; sin embargo, hoy vemos cómo se confabulan en contubernio contra Jesús. La pregunta era difícil, y la respuesta será comprometida.
«¿Es lícito dar tributo al César o no?» -Jesús contesta con una profundidad que es, al mismo tiempo, del todo fiel a la predicación que ha venido haciendo del Reino de Dios: «Dar al César lo que le corresponde, sin dejar de dar también a Dios lo que le pertenece». Estas palabras han sido fuente para la doctrina de la Iglesia sobre la potestad de los gobiernos, que gestionan el bien común temporal y la potestad de la Iglesia en la gestión del bien espiritual. Como ambos gobiernos son independientes en el ámbito de sus competencias, si los fieles, en el ejercicio de su libertad, eligen una determinada solución para los asuntos de carácter temporal «recuerden que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva la autoridad de la Iglesia a favor de su opinión» (Gaudium et spes, n. 43).
Con su respuesta, Jesús reconoció el poder civil y sus derechos, el cumplimiento fiel de los deberes cívicos, sin menoscabar los derechos superiores de Dios. Jesús no dijo: «o César o Dios»; sino: el uno y el otro, cada uno en su plano. Los judíos estaban acostumbrados a concebir el futuro reino de Dios instaurado por el Mesías como una teocracia, o sea, como un gobierno directo de Dios en la tierra a través de su pueblo. En cambio, Cristo revela un reino de Dios que está en este mundo, pero no es de este mundo; que camina en una longitud de onda distinta y que puede por ello coexistir con cualquier régimen, sea éste de tipo sacro o «laico».
Es lo que ya planteaba Isaías en el Antiguo Testamento y que vemos hoy en la primera lectura. La profecía de Isaías (45, 1-6) es un mensaje de ánimo a los exiliados en Babilonia con el anuncio de un libertador, Ciro el Persa, que ejecutará la voluntad salvífica de Dios con Israel sirviéndole como instrumento. Un rey extranjero cooperará con el plan divino de salvación, rompiendo así con el nacionalismo exclusivista del pueblo hebreo.
Nos encontramos así ante dos tipos diferentes de soberanía de Dios en el mundo: la soberanía espiritual que constituye el reino de Dios y que Él ejercita directamente en Cristo, y la soberanía temporal o política que Dios ejercita de forma indirecta, confiándola a la libre elección de las personas y al juego de las causas segundas.
Son dos poderes que aunque no están situados en el mismo plano, no por eso son ajenos el uno del otro, porque también César depende de Dios y debe dar cuentas a Él. «Lo del César devolvédselo al César» significa por lo tanto: «Dad al César lo que Dios mismo quiere que sea dado al César». Es Dios el soberano último de todos. Los cristianos no servimos a «dos señores».
El cristiano está libre para obedecer al Estado, pero también para resistirle cuando el Estado se pone contra Dios y su ley. Antes que a los hombres, hay que obedecer a Dios y a la propia conciencia. No se puede dar al César el alma que es de Dios.
La colaboración de los cristianos en la construcción de una sociedad justa y pacífica no se agota con pagar los impuestos; debe extenderse también a la promoción de los valores comunes, como la familia, la defensa de la vida, la solidaridad con los más pobres, la paz. Otro ámbito en el que los cristianos deberían ofrecer una contribución más incisiva es la política: no tanto los contenidos cuanto los métodos, el estilo. Hay que combatir el clima de perpetuo litigio, volver a llevar a las relaciones entre los partidos más respeto y dignidad.
Trabajemos hoy con un tono más humano, que es a la vez sobrenatural, cuando entremos en el ámbito de las cosas terrenas, demostrando que todo viene de Dios y a Dios debe tender, porque todo tiene a Dios como fin. Amén.