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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 25 de enero de 2011

Homilía IV Domingo Tiempo Ordinario


 

Ciclo A
Sof 2, 3; 3, 12-13 / Sal 145 / 1 Co 1, 26-31 / Mt 5, 1-12
«Las Bienaventuranzas»

          Una vez Jesús llamó, uno a uno, a sus primeros discípulos, les escogió «para que estuvieran con él y para enviarlos» (Mc 3, 14), se marchó con ellos a predicar e instaurar el «Reino de Dios». Instaura el Reino con sus obras y con sus palabras. Comienza el anuncio de la Buena Noticia, que ha llegado el Reino de Dios prometido desde hace siglos en las Escrituras. 
          El Sermón de la Montaña es el primero de los cinco grandes discursos en los que san Mateo reúne las enseñanzas de Jesús sobre el Reino de Dios. Sabemos que el evangelio de san Mateo se le conoce como «el evangelio del catequista», de ahí que al colocar las enseñanzas del Señor antes que los milagros, lo que quiere es subrayar posiblemente el carácter de Jesús como verdadero Maestro. En este sermón aparece toda una síntesis sobre quiénes son los que pertenecen al Reino, y toda una verdadera exposición sobre las actitudes que deben guardar con respecto a la ley, a Dios, al prójimo y en la oración.
          Las Bienaventuranzas son el pórtico del Discurso de la Montaña. En él las promesas hechas al pueblo elegido desde Abrahán, ya no se refieren meramente a poseer una tierra, sino que Jesús reorienta el discurso de las promesas de Dios en aras a poseer el Reino de los Cielos.
          Dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1717): «Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos».
           San Mateo pretende mostrar a Jesús como el nuevo Moisés. Al igual que Moisés subió al Sinaí, así Jesús “subió a la montaña”, el «nuevo Sinaí», el lugar de la oración de Jesús, donde se encuentra cara a cara con el Padre, por eso es también el lugar en el que enseña su doctrina, que procede de su íntima relación con el Padre. Jesús se sienta en la cátedra de Moisés, pero no como los escribas y fariseos, sino como el Moisés más grande, que extiende la Alianza a todos los pueblos.
           Desde el sermón de la montaña Jesús nos habla lo que será la nueva Torá, la nueva ley, no abrogándola sino dándoles la plenitud de sentido.
           Con el mensaje de las Bienaventuranzas aprendemos lo que significa ser discípulo. Esta enseñanza no se proclama con teorías, sino con la vida. Este es el aspecto cristológico de las Bienaventuranzas: el discípulo está unido al misterio de Cristo y su vida está inmersa en la comunión con Él. «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Si las bienaventuranzas son como un retrato o biografía interna de Jesús, entonces ellas nos impelan a entrar en comunión con Él, ellas nos indican el camino también de la Iglesia, debemos reconocer en ellas el modelo a seguir, según la vocación de cada cual.
           Contemplemos el rostro de Cristo en cada bienaventuranza y aprendamos a imitar y transfigurarnos en él, asemejarnos a él, identificarnos con él. Vivir como él. Esta será, sin duda, una buena preparación para comenzar próximamente nuestra Cuaresma. Amén.

lunes, 17 de enero de 2011

Homilía III Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Is 8, 23b-9,3 / Sal 26 / 1 Co 1, 10-13.17 / Mt 4, 12-23

Semana de oración por la unidad de los cristianos

«Todos se mantenían constantes a la hora de escuchar la enseñanza de los apóstoles, de compartir lo que tenían, de celebrar la cena del Señor y de participar en la oración»
(Hech 2, 42-47)

Tradicionalmente, la Semana de oración por la unidad de los cristianos se celebra del 18 al 25 de enero. Estas fechas fueron propuestas en 1908 por Paul Watson, un pastor episcopaliano de Estados Unidos, que se convirtió al catolicismo, para cubrir el periodo entre la fiesta de san Pedro y la de san Pablo. Esta elección tiene un significado simbólico.
En este domingo, dentro del octavario de oración por la unidad de los cristianos, aprovechamos la coyuntura para considerar los textos bíblicos como una invitación para orar y expresar la responsabilidad que tenemos todos los cristianos para llegar a la plena unidad querida por Cristo.
El tema de este año 2011, es «La Iglesia de Jerusalén, ayer, hoy y mañana». Hace dos mil años, los primeros discípulos de Cristo reunidos en Jerusalén tuvieron la experiencia de la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés y han estado reunidos en la unidad que constituye el cuerpo del Cristo. Los cristianos de siempre y de todo lugar ven en este acontecimiento el origen de su comunidad de fieles, llamados a proclamar juntos a Jesucristo como Señor y Salvador. Aunque esta Iglesia primitiva de Jerusalén ha conocido dificultades, tanto exteriormente como en su seno, sus miembros han perseverado en la fidelidad y en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones.
No es difícil constatar que la situación de los primeros cristianos de la Ciudad Santa, se vincula hoy a la Iglesia de Jerusalén. La comunidad actual conoce muchas alegrías y sufrimientos que fueron las de la Iglesia primitiva: sus injusticias y desigualdades, sus divisiones; además de y también su fiel perseverancia y su consideración de una unidad mayor entre los cristianos.
Las Iglesias de Jerusalén nos hacen actualmente entrever lo que significa luchar por la unidad, incluso en las grandes dificultades. Nos muestran que la llamada a la unidad puede ir mucho más allá de las palabras y orientarnos de verdad hacia un futuro que nos haga anticipar la Jerusalén celestial y contribuir a su construcción.
Es necesario el realismo para que esta idea se convierta en realidad. La responsabilidad de nuestras divisiones nos incumbe; son fruto de nuestros propios actos. Debemos transformar nuestra oración y pedir a Dios transformarnos nosotros mismos para que podamos trabajar activamente para la unidad. Tenemos buena voluntad para pedir por la unidad. Puede que el Espíritu Santo nos anime a nosotros mismos ante el obstáculo de la unidad; ¿nuestra propia soberbia impide la unidad?
La llamada a la unidad llega este año desde Jerusalén, la Iglesia madre, a las Iglesias del mundo entero. Conscientes de sus propias divisiones y de la necesidad de hacer ellas mismas mucho más por la unidad del Cuerpo de Cristo, las Iglesias de Jerusalén piden a todos los cristianos redescubrir los valores que constituyen la unidad de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, cuando era asidua a la enseñanza de los Apóstoles y a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones. He aquí el desafío que tenemos. Los cristianos de Jerusalén piden a sus hermanos y hermanas hacer de esta semana de oración la ocasión de renovar su compromiso para trabajar por un verdadero ecumenismo, arraigado en la experiencia de la Iglesia primitiva. Amén.

martes, 11 de enero de 2011

Homilía II Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Is 49, 3.5-6 / Sal 39 / 1-Co 1, 1-3 / Jn 1, 29-34

Hemos comenzado el tiempo ordinario en la sagrada liturgia. Por ser llamado “ordinario”, no deja de ser importante en nuestro itinerario de la fe. Recordemos siempre que nuestra vida ordinaria y corriente es el camino por el que vamos al cielo. La belleza de este tiempo está en el hecho que nos invita a vivir nuestra vida ordinaria como un itinerario de santidad, y por tanto de fe y de amistad con Jesús, constantemente descubierto y redescubierto como Maestro y Señor, Camino, Verdad y Vida del hombre.
Hoy la liturgia de la Palabra parece invitarnos a considerar que dar a conocer a Jesús es la misión y el compromiso más importante que tenemos en la tierra. Tenemos una gran responsabilidad frente al mundo y a la humanidad: la tarea de hacer que la salvación de Dios llegue hasta los confines de la tierra.
En la primera lectura, meditamos en la misión del Siervo de Yahvé, la restauración de las tribus de Israel, es una llamada a trascender los límites nacionales de su cultura, es luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel. «Te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra» (Hechos 13, 46-47).
Por eso, la Iglesia entiende su misión como un dar a conocer la verdad sobre Jesucristo, Luz  que ilumina a todo a todo hombre. «La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), «resplandor de su gloria» (Hb 1, 3), «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14): él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Por esto, la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el concilio Vaticano II, la respuesta es la persona misma de Jesucristo: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (GS, 22) - Juan Pablo II, Enc. Veritais splendor, n.2-.
Así se entiende por qué San Pablo escribía a los Corintios, con aquella fuerza de la convicción, haciéndoles entender la grandeza de su dignidad y vocación. Les llamaba «iglesia de Dios, los santificados (consagrados) en Cristo Jesús, llamados a ser santos».
Esta es la misión nuestra tras haber recibido la gracia del bautismo, ser santos invocando a Jesucristo como nuestro santificador y salvador. Eso sólo ha sido posible por haber sido lavados en la sangre del Cordero que quita el pecado del mundo. San Juan Bautista llama a Jesucristo «Cordero de Dios». Este nombre alude al sacrificio redentor de Cristo, tal como Isaías ya lo había profetizado en los poemas del Siervo de Yahvéh, cuando hablaba de los sufrimientos del Siervo.
De igual modo que la sangre del cordero pascual, rociada sobre las puertas de las casas, había servido para librar de la muerte a los primogénitos de los israelitas en Egipto (Ex 12, 6-7); así Cristo, será la víctima en el sacrificio del Calvario a favor de toda la humanidad. San Pablo lo expresa diciendo: «Nuestro Cordero Pascual, Cristo, ha sido inmolado» (1-Co 5, 7).
El sacerdote pronuncia estas palabras del Bautista antes de administrar la Sagrada Comunión, porque Comulgar es participar del sacrificio de Cristo.
«Es poco que seas mi siervo sólo para restablecer las tribus de Jacob y reunir a los sobrevivientes de Israel; te voy a convertir en luz de las naciones, para que mi salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra» (Isaías 49, 6). O sea, es poco lo que hacemos mientras no demos a conocer a Jesucristo a nuestro alrededor, mientras no demos a conocer al mundo esta luz, que ha iluminado y transformado nuestra vida de tinieblas a claridad. Hemos de tomar como punto de referencia la vida de san Juan el Bautista. Amén.

domingo, 9 de enero de 2011

Fiesta del Bautismo del Señor


«Soy yo el que necesito que tú me bautices, y ¿tú acudes a mí?»
Mt 3, 14

La vida pública de Jesús comienza con su bautismo en el Jordán por Juan el Bautista. El evangelio nos explica este acontecimiento histórico en el que el Señor fue al río Jordán para ser bautizado en él. Quizás nos preguntemos por qué celebramos esta fiesta después del día de Navidad, si cronológicamente son fechas separadas por varios años. Ciertamente, así es, sin embargo, ambas fiestas evocan la realidad de un nacimiento.
Comenta el obispo san Máximo de Turín en uno de sus sermones: «El día de Navidad nació para los hombres, hoy renace por los sagrados misterios; entonces fue dado a luz por la Virgen, hoy es engendrado por obra de unos signos celestiales. Al nacer según la naturaleza humana, su madre María lo abrazó en su seno; ahora, al ser engendrado místicamente, es como si Dios Padre lo abrazara afectuosamente con aquella voz: «Este es mi hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias, escuchadlo». María mece suavemente al recién nacido en sus rodillas, el Padre atestigua con su voz su afecto para con su Hijo; la madre lo ofrece a los magos para que lo adoren, el Padre lo da a conocer a todos los hombres para que le rindan culto» (segunda lectura del Oficio de lecturas de la Liturgia de las horas, -enero 11).
Este acontecimiento de la vida de nuestro Señor, marca el cumplimiento de aquella profecía del Siervo de Yahvéh, que hablaba la primera lectura. Isaías habla de un hombre, consagrado por el espíritu de Dios, elegido por él, es su siervo. Que viene a establecer el derecho, a cumplir toda justicia. Este siervo se presenta humilde, sencillo, manso, delicado; pero en su actuación es firme, tenaz, fiel hasta conseguir la aceptación de su mensaje. Dios lo guía amorosamente, le pone como alianza para las naciones, luz de los pueblos, libertador de los oprimidos.
La recepción del bautismo de Juan significó para Jesús no sólo el comienzo de su actividad pública como Siervo de Yahvéh, sino la manifestación pública (Epifanía) de su unción como siervo amado y salvador.
Al entrar en el agua, los bautizados reconocen sus pecados y tratan de liberarse del peso de sus culpas. Jesús, entrando en el agua, y orando, -como subraya san Lucas-, había cargado con la culpa de la humanidad, entró en ella en el Jordán. Inicia su vida pública tomando el puesto de los pecadores. La inicia con la anticipación de la Cruz. Sólo a partir de aquí, se puede entender el bautismo cristiano: la anticipación de la muerte en la cruz y la anticipación de la resurrección, se han hecho realidad en el momento del bautismo del Señor. El bautismo con agua de Juan recibe pleno significado del bautismo de vida y de muerte de Jesús.
Hoy renovamos las promesas bautismales y con este gesto nuestro deseo de ser identificados en la muerte y resurrección de nuestro Señor. Para no vivir ya para nosotros mismos, sino vivir para él que por nosotros murió y resucitó. Amén.

martes, 4 de enero de 2011

Epifanía del Señor


6 de enero
Is 60, 1-6 / Sal 71 / Ef 3, 2-3a 5-6 / Mt 2, 1-12

«¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora».
Isaías 60, 1-2


            Dentro de la solemnidad de hoy, la Epifanía del Señor, celebramos la manifestación de Cristo a unos Magos. Evento que hoy consideramos por el testimonio del Evangelio de San Mateo (Mt 2,1-12). Nos narra en su Evangelio que algunos “Magos” –probablemente líderes religiosos persas– llegaron a Jerusalén guiados por una “estrella”, un fenómeno luminoso celeste que interpretaron como signo del nacimiento del nuevo rey de los Judíos.
            Un evento natural –una estrella– fue su signo, como si el cosmos, el orden de la creación, del universo, quisiera testimoniar un acontecimiento sobrenatural para atraer a los hombres al conocimiento de la Revelación divina. En la Noche de Navidad, fueron los ángeles, seres sobrenaturales, los que atrajeron a los hombres a conocer este acontecimiento.
            Con todo, aquella manifestación natural, no bastó para que se entendiera del todo lo que se estaba manifestando. Era como si se revelara algo y a la vez permaneciera oculto. Los Magos necesitaron la ayuda de Herodes y éste de los expertos en las sagradas Escrituras y profecías para complementar la información que habían adquirido los Magos por conocimiento natural. Como si la sola razón no bastara, como si hiciera falta el conocimiento de la fe para entender todo lo que se está revelando.
Con el conocimiento de la Escritura, sobre todo a través del profeta Miqueas (5, 1), alcanzan lo que les faltaba: « Y tú. Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá; Pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel”».
La luz que brilló en la noche de Navidad iluminaba solamente la gruta de Belén, en donde permanecían en adoración silenciosa María, José y los pastores, hoy en la Fiesta de la Epifanía, resplandece y se manifiesta para todos.
La Epifanía es el misterio de luz, simbólicamente indicado por la estrella que guió en su viaje a los Magos. El “sol que surge de lo alto” (Lucas, 1, 78), es Cristo. En el misterio de la Navidad, aquella luz de Cristo irradió sobre la tierra, ante todo, sobre la Sagrada Familia de Nazaret, pero hoy, el fulgor de Cristo, alcaza también a los Magos, que constituyen las primicias de los pueblos paganos. La misión de toda la Iglesia es hacer resplandecer en el mundo la luz de Cristo.

domingo, 2 de enero de 2011

Homilía II Domingo de Navidad


Concluida la octava de Navidad con la Fiesta solemne de la Maternidad Divina de María, todavía la liturgia nos deja celebrar un domingo más este admirable misterio de la Navidad. ¿Acaso podemos agotar de meditar lo que el mismo corazón de María no lograba abarcar? Ayer nos decía el Evangelio que «María guardaba todas las cosas que iban sucediendo a su alrededor y las meditaba en su corazón». Me parece que es la actitud correcta que la Iglesia, nuestra Madre, pide de cada uno de nosotros al celebrar la Navidad.
            Nos sirve de punto de referencia nuevamente la meditación del prólogo del Evangelio de San Juan para guardar en nuestro corazón el misterio de la Navidad que aún celebramos.
            San Juan ensalza y proclama la divinidad y eternidad de Jesucristo. Jesús es el Verbo Increado, el Dios Unigénito que asume nuestra condición humana y nos brinda la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios, esto es, de participar real y sobrenaturalmente de la misma naturaleza divina.
En el Hijo de la Virgen, “envuelto en pañales” y “acostado en un pesebre” (Lc 2,12), reconocemos y adoramos “al Verbo de Dios, que estaba junto a Dios y que es Dios” (Jn 1, 1). Este no comenzó a existir al hacerse hombre, sino que antes de tomar carne en las entrañas virginales de María, antes que todas las criaturas, existía en la eternidad divina como Verbo consustancial al Padre y al Espíritu Santo. Todo lo que dirá San Juan en su Evangelio acerca de Jesús sólo se puede valorar en su justa perspectiva teniendo clara previamente esta verdad luminosa. La clave para entender con profundidad todo cuanto va a escribir san Juan sobre Jesús está en estas palabras del prólogo a su Evangelio.
He aquí el quicio de nuestra fe en Nuestro Señor Jesucristo. «Creemos que él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, esto es, homoousios to Patri, por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: por tanto, igual al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad, completamente uno no por confusión de la sustancia (que no puede hacerse), sino por la unidad de la persona» (Credo del pueblo de Dios, n. 11, Pablo VI).
«El Hijo de Dios se hizo hombre, para que los hijos del hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios. El es Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, por gracia» (San Atanasio, De incarnatione contra arrianos, 8). En Belén nació Aquél que, bajo el signo del pan partido, dejaría el memorial de la Pascua. Y en ese sentido, la adoración del Niño Jesús, en la Navidad, se convierte también en adoración eucarística. 
Te adoramos, Señor, presente realmente en el Sacramento del altar, Pan vivo que das vida al hombre. Te reconocemos como nuestro único Dios, frágil Niño que estás indefenso en el pesebre. “En la plenitud de los tiempos, te hiciste hombre entre los hombres para unir el fin con el principio, es decir, al hombre con Dios” (cf. S. Ireneo, Adv. haer., IV,20,4)».
Con esas palabras queremos terminar. Haciendo un acto de adoración y de fe eucarística, donde retomamos la fuerza para vivir nuestra filiación divina como fruto de nuestra Navidad. Amén.