¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 21 de junio de 2011

Solemnidad del Corpus Christi


Deut. 8, 2-3.14-16 / Sal 147 / 1-Cor. 10, 16-17 / Jn 6, 51-58

Celebramos hoy una fiesta solemne, que expresa el asombro del pueblo de Dios: un asombro lleno de gratitud por el don de la Eucaristía. En el sacramento del altar, Jesús quiso perpetuar su presencia viva en medio de nosotros, en la forma misma en que se entregó a los Apóstoles en el cenáculo. Nos deja lo que hizo en la última Cena, y nosotros, fielmente, lo renovamos.

Mediante un acto público y solemne, glorificamos y adoramos el Pan y el Vino que se han convertido en verdadero Cuerpo y en verdadera Sangre del Redentor. “Es un signo lo que aparece” -subraya la secuencia-, pero “encierra en el misterio realidades sublimes”.

La fe en la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía llevó a la devoción a Jesús Sacramentado también fuera de la Misa. La razón de conservar las sagradas especies, en los primeros siglos de la Iglesia, era poder llevar la comunión a los enfermos y a quienes, por confesar su fe, se encontraban en las cárceles antes de sufrir el martirio. Con el paso del tiempo, la fe y el amor de los fieles fueron enriqueciendo la devoción pública y privada de la Eucaristía. Esta fe llevó a tratar con la máxima reverencia el Cuerpo del Señor y a darle un culto público. De esto, tenemos muchos testimonios en los más antiguos documentos de la Iglesia, y así se dio lugar a la fiesta que hoy celebramos.

La solemnidad del Corpus Christi comprende dos momentos: la santa Misa, en la que se realiza la ofrenda del Sacrificio, y la Procesión, que manifiesta públicamente la adoración del santísimo Sacramento.

Al celebrar la Eucaristía, la Iglesia responde al mandato de la palabra de Dios, que hemos escuchado también hoy en la primera lectura, decía Moisés al pueblo elegido: «Recuerda... No sea que te olvides…"» (Dt 8, 2. 14).

¿Cómo olvidar las hazañas del Señor? “¡Que se me paralice la mano derecha, que se me pegue la lengua la paladar, si me olvido de ti Jerusalén!”, dice el Salmo 136, y nosotros lo aplicamos hoy al Señor. Si me olvido de tus misericordias, Señor, de tu amor manifestado en tu entrega hasta la muerte y memorial de nuestra salvación, que se me paralice el corazón.

Hoy fijamos la mirada en Jesús Eucaristía. No nos cabe la menor duda de que nuestro pueblo necesita la Eucaristía. Pero, ¿es posible esto sin sacerdotes que renueven el misterio eucarístico? Le pediremos al Buen Pastor, Jesús Eucaristía, que al pasar hoy por nuestro vecindario, nuestras calles, con nuestra modesta procesión, no deje de mirar los corazones de nuestros jóvenes, los que están aquí y los que están lejos, para que si alguno siente en su interior la llamada del Señor a entregarse totalmente a él para amarlo "con corazón indiviso", no se deje paralizar por la duda o el miedo. Y pronuncie con valentía su «sí», sin reservas, fiándose de Aquel que es fiel en todas sus promesas.

San Juan Crisóstomo, un Padre de la Iglesia de Antioquia del siglo IV dejó escrito: «Cuántos dicen ahora: "¡Quisiera ver su forma, su figura, sus vestidos, su calzado!" Pues he ahí que a Él ves, a Él tocas, a Él comes. Tú deseas ver sus vestidos; pero Él se te da a sí mismo, no sólo para que lo veas, sino para que lo toques y lo comas, y le recibas dentro de ti. Nadie, pues, se acerque con desconfianza, nadie con tibieza: todos encendidos, todos fervorosos y vigilantes» (Homilías sobre el evangelio de San Mateo, 82, 4 (PG 58, 743).

Hoy le decimos al Señor con nuestra fe y amor: «Te adoramos, oh verdadero Cuerpo nacido de la Virgen María». Te adoramos, santo Redentor nuestro, que te encarnaste en el seno purísimo de la Virgen María. Te damos gracias, Señor, por tu presencia eucarística en el mundo. Amén.

martes, 14 de junio de 2011

Solemnidad de la Santísima Trinidad


«La Trinidad, he ahí nuestra morada, nuestra casa solariega, el hogar paterno de donde no debemos salir jamás»
(Isabel de la Trinidad, Tratado espiritual, ¿Cómo se puede hallar el cielo en la tierra?, n.2)

En una fiesta como la de hoy, nos viene bien recordar aquellas palabras de Cristo en la última cena, el discurso de despedida, hablando en intimidad y confidencia de amigo a sus discípulos antes de partir de esta tierra al Padre. En esas palabras, es Cristo quien nos revela la intimidad del misterio trinitario y nos llama a participar en él: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11, 27). Entendemos que para entrar en el misterio de Dios, necesitamos entrar por Cristo. Ahora, cobran sentido aquellas palabras del apóstol Felipe en la última cena cuando le dijo a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14, 8).

En efecto, Jesús, sólo tú nos puedes llevar a la intimidad del misterio de la Trinidad; por que «a Dios nadie lo ha visto jamás, el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él mismo es quien nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18). Aquellas palabras del Antiguo Testamento tan expresivas y terriblemente verdaderas, del profeta Isaías al hablar de Dios: «Verdaderamente tú eres un Dios escondido» (Is. 45, 15), hoy en la plenitud de los tiempos, han quedado disipadas. ¿Quién jamás pudo imaginar penetrar en la mente de Dios, quién fue su consejero? Recuerdo aquí aquellas palabras del apóstol san Pablo a los romanos: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué incomprensibles son sus juicios y qué inescrutables sus caminos! Pues, ¿quién conoció los designios del Señor? o ¿Quién llegó a ser su consejero? o ¿quién le dio primero algo, para poder recibir a cambio una recompensa?» (Rom 11, 33-35).

Ya no eres un Dios escondido. «Llegada la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley». Ahora, eres el Dios con nosotros, Emmanuel, «la vida se ha manifestado, nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos ha manifestado, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1-Jn 1, 2-3).

La Trinidad nos ha sido revelada por Jesucristo. «En diversos momentos y de muchos modos, habló Dios en el pasado a nuestros primeros padres por medio de los profetas. En estos últimos días, nos ha hablado por medio de su Hijo» (Heb 1,1-2).

El misterio de la Santísima Trinidad es el punto de partida de toda la verdad revelada y la fuente de donde procede la vida sobrenatural y a donde nos encaminamos: somos hijos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, santificados continuamente por el Espíritu Santo para semejarnos cada vez más a Cristo. Así crecemos en el sentido de nuestra filiación divina, así nos hacemos templos vivos de la Santísima Trinidad.

En esta fiesta de hoy, hacemos memoria también de los padres que nos engendraron en esta vida mortal. En el sentido pleno de la palabra, existe un solo Padre, el celestial, del que deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra (Efe 3,15). La fiesta de la Trinidad es una oportunidad para experimentar el sentido de la paternidad de Dios, y vivir como hijos suyos.

Repitamos hoy con más sentido: «A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad Beatísima!» -del trisagio angélico. Amén.

lunes, 6 de junio de 2011

Homilía VIII Domingo de Pascua


Ciclo A
Hch 2, 1-11 / Sal 103 / 1-Cor 12, 3-7.12-13 / Jn 20, 19-23

Solemnidad de Pentecostés

La fiesta de Pentecostés es una manifestación del misterio de la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Hoy celebramos a Jesucristo resucitado, haciendo memoria “de la pasión salvadora” de Jesús y de su “admirable resurrección y ascensión al cielo”, como se dice en la Plegaria eucarística. Y esto lo podemos hacer por obra del Espíritu Santo, que es el Espíritu del Padre y del Hijo. Desde la tarde de la Resurrección a la mañana de Pentecostés, el efecto de la resurrección de Jesús es permanente: dar, comunicar su Espíritu.

Por eso, podemos decir que siempre es Pascua de Resurrección y siempre es Pentecostés. Con el “don” del Espíritu de Jesucristo resucitado, podemos decir que Dios es definitivamente el “Emmanuel”, el Dios-con-nosotros. Y donde está el Espíritu, está también el Padre y el Hijo.

«Estaban los discípulos en casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos» -nos describe hoy la primera lectura. Es una descripción muy clara de una comunidad que no ha experimentado todavía el Espíritu de Jesucristo resucitado. Todavía estaban con el desconcierto de la pasión y de la muerte de Jesús. Pasión y muerte que para ellos fue también un escándalo. Por eso, cuando experimentan y creen en Jesucristo resucitado “se llenaron de alegría”. Alegría, gozo, paz, son “dones” del Espíritu Santo.

Podríamos preguntarnos hoy, nosotros que somos la comunidad que vivimos y creemos en el Espíritu de Jesús resucitado, por nuestros miedos. Miedo porque quizás somos pocos; miedo porque parece que en nuestra sociedad vamos perdiendo influencia; miedo porque no vemos el camino claro; miedo porque tenemos pocas vocaciones... ¡Como si no tuviéramos la fuerza del Espíritu!

No olvidemos aquel gesto de Jesús sobre sus apóstoles en día de Pascua, cuando “exhaló su aliento sobre ellos”. En este “exhalar”, contemplamos que los discípulos son creados de nuevo; así como en la primera creación se nos dice que “Dios insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2, 7). Como nosotros por el bautismo y la confirmación hemos recibido el Espíritu para una vida nueva. No la del hombre egoísta y pecador, sino la que valora y vive aquello que no pasará nunca. Nosotros, por el bautismo y la confirmación, nos hacemos portadores del Espíritu a los hombres hermanos, y trabajamos para que de hombres pecadores y dispersos vayamos construyendo el pueblo de Dios que es templo del Espíritu.

“Se llenaron todos de Espíritu Santo”. El Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesús resucitado, viene como un viento irresistible, que sopla donde quiere. Siempre es Pentecostés. Pentecostés en griego significa 50, que en el simbolismo de los números bíblicos significa la perfección, plenitud, cumplimiento.

Cada efusión del Espíritu Santo en nuestra vida es Pentecostés. No existió un solo y aislado Pentecostés. Nuestro bautismo fue Pentecostés. En la confirmación, recibimos como "Don" el mismo de Pentecostés. La Eucaristía es acción del Espíritu Santo que nos reúne, nos comunica y hace entender la Palabra, y hace que la Palabra se haga Pan que alimenta, y nos envía a hacer las obras que el Padre quiere en favor de los hermanos. Todos nosotros somos testigos de cómo el Espíritu nos va transformando, personal y comunitariamente; cómo el Espíritu va suscitando hombres y mujeres que luchan para la transformación de nuestro mundo.

“Todos nosotros hemos sido bautizados en un mismo Espíritu”. Por eso el misterio de Pentecostés está actuando siempre. ¡Que viva y reine siempre Pentecostés! Amén.