¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 26 de julio de 2011

Homilía XVIII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

Is 55, 1-3 / Sal 144 / Rom 8, 35. 37-39 / Mt 14, 13-21

Durante las pasadas semanas hemos estado escuchando “Las Parábolas del Reino”. Jesús nos ha ido cautivando con sus imágenes, que nos hacen pensar en la realidad sobrenatural de lo que Dios ha venido a instaurar con su persona y su misión. «El reino de los cielos se parece a…», nos decía cada vez. El Papa Benedicto XVI nos recuerda en su libro Jesús de Nazaret, lo que los Padres de la iglesia han enseñado en su predicación. Por ejemplo, Orígenes he descrito que Jesús es «autobasileía», es decir, el reino en persona. Jesús mismo es el reino; el reino no es una cosa, no es un espacio de dominio como los reinos terrenales. Es persona, es Él (p. 76).

Jesús conduce a los hombres al hecho grandioso de que, en Él, Dios mismo está presente en medio de los hombres, que Él es la presencia de Dios. Por otro lado, el mismo Orígenes, interpreta el significado del «Reino de Dios», de un modo idealista, o místico, considerándolo como una realidad espiritual que se encuentra esencialmente en el interior del hombre. En su Tratado sobre la oración, llega a decir que el reino de Dios no se encuentra en ningún mapa. No es un reino como los de este mundo; su lugar está en el interior del hombre. Alí crece, allí actúa.

Finalmente, la tercera dimensión en la interpretación del Reino de Dios podríamos denominarla la eclesiástica: en ella el Reino de Dios y la Iglesia se relacionan entre sí de diversas maneras, se identifican.

De modo que lo que hoy nos narra el evangelio, aquella primera multiplicación de los panes ante 5,000 hombres, nos está hablando de que el «Reino de Dios» ha llegado. Cristo lo ha instaurado. Es una realidad ya presente. Su sola presencia hace que participemos de los bienes de este Reino. En él, hay abundancia hasta la saciedad, plenitud.

El relato nos indica que no solo con sus palabras, sino con sus gestos –que son muy semejantes a los de la institución de la Eucaristía– anuncia el banquete mesiánico en el que Él es el anfitrión. En la tradición cristiana, el milagro ha sido interpretado como figura anticipada de la Sagrada Eucaristía, milagro documentado en los cuatro Evangelios (Mc 6,35-44, Lc 9,12-17 y Jn 6,1-14), lo cual indica y habla de la importancia que le dio la temprana iglesia a este hecho.

El milagro de la multiplicación de los panes, sin duda nos recuerda otros signos del Antiguo Testamento (2-Re 4, 42-44; Ex. 16; Num. 11), pero sobretodo, es un anticipo de la Eucaristía. Con todo, detrás de este milagro hay una revelación aún mayor, si se lee a la luz del discurso eucarístico de Jesús, en el paralelo del relato que hace san Juan, se nos está revelando Él mismo como el mayor bien. Su entrega es el mayor don que hace de sí mismo. El mismo es el pan que se entrega. El maná verdadero.

Así se entiende la profecía de Isaías. «¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta?..» (Is 55, 2). El milagro en este sentido anticipa la edad mesiánica en la que los hambrientos han de ser alimentados.

«Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo; abres tú la mano, y sacias de favores a todo viviente.» (Sal 144). Es la convicción de san Pablo cuando nos dice: «Estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor Nuestro.» (Rom 8, 39). Esa convicción es una realidad en Jesús que nos reúne y nos ama en la Eucaristía. Amén.

miércoles, 20 de julio de 2011

Homilía XVII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

1-Re 3, 5-13 / Sal 118 / Rom 8, 28-30 / Mt 13, 44-52

«Dame un corazón dócil, para discernir el mal del bien»
(1-Re 3, 9)

Estas palabras del joven rey Salomón, quien pidió a Dios que le concediera el tesoro de un corazón dócil e inteligente para poder discernir el mal del bien, nos sirven de punto de partida para adentrarnos en la riqueza de la liturgia de este domingo.

Al Señor le agradó la petición de Salomón, porque antepuso la bondad y la sabiduría a los bienes terrenos. Un corazón bueno e inteligente es un tesoro mayor y nos acerca al Reino de Dios más que las riquezas y el poder. El Reino de Dios, el tesoro de Dios, está dentro de nosotros, más que en el disfrute exterior de los bienes materiales.

De igual manera, San Pablo nos deja entrever en su Carta a los Romanos que el criterio de discernimiento no siempre coincide con los criterios del mundo. Dice: «Para los que aman a Dios, todo les sirve para el bien». Para san Pablo, llegar a esta convicción tuvo que pasar un proceso de conversión. Su escala de valores cambió a partir del encuentro con Jesucristo. Pablo llega a escribir en su carta a los filipenses: «Pero lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. Es más, pienso incluso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él, he perdido todas las cosas, y todo lo tengo por estiércol con tal de ganar a Cristo y vivir unido a Él» (Flp 3, 7-9).

En otras palabras, para san Pablo, haber conocido a Cristo supuso una ganancia. Es en el fondo un resumen de aquello que dijo nuestro Señor: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25-26).

Es así, como entenderemos mejor las parábolas del Evangelio de hoy. Haber encontrado a Cristo a supuesto para cada uno de nosotros una ganancia. Y esto es así, porque Cristo es un Tesoro. Es la Perla preciosa. Es el Reino de los cielos prometido y alcanzarle es ganar ese Reino para mí.

Al igual que el domingo pasado, tres son las parábolas que el Señor nos propone hoy: la parábola del tesoro escondido en el campo, la parábola del mercader en perlas preciosas y la parábola de la red. Cuando Jesús dice: «El reino de los cielos se parece…», quiere revelarnos el misterio de su propia Persona y de su misión. En ese sentido, comprendemos que el tesoro escondido de nuestra parábola no es algo material, sino que es Cristo mismo. El centro de su mensaje es su Persona. «No quise saber entre vosotros, sino a Jesucristo» (1-Cor 2,2), dice san Pablo.

El hombre de la parábola que encuentra el tesoro, nos enseña que todo lo demás que se posee carece de valor en proporción con el tesoro. Por otro lado, la parábola de la perla no sólo suscita la idea de un altísimo valor, sino también de la belleza inmaculada. El reino de Dios no solamente es el más excelso valor, sino también el bien más bello y perfecto que se puede conseguir. En otras palabras, las parábolas desean resaltar el gran valor del Evangelio predicado por Cristo, verdadero tesoro a descubrir, verdadera perla por la cual vale la pena venderlo todo.

El evangelio es un mensaje siempre antiguo y siempre nuevo, de bienes superiores a los que debemos aspirar, renunciando a los bienes inferiores. Pero se trata de una renuncia positiva, pensada, hecha con capacidad; ya que, es darle un lugar al más, al mejor, un dar el todo por “el todo”; por esta razón hay “alegría” en nuestra decisión de renuncia. Este tesoro, perla preciosa es la palabra de Cristo, el reino, Cristo mismo. Darlo todo por él es ganarlo, no perderlo. Hermanos, ¡que no regateemos nada al Señor, que como Santa María, nos entreguemos por completo al valor inconmensurable que es tener a Dios! Amén.

martes, 12 de julio de 2011

Homilía XVI Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

Sab 12, 13.16-19 / Sal 85 / Rom 8, 26-27 / Mt 13, 24-43

«Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada».

En este domingo, continuamos meditando las “Parábolas del Reino”. Como la parábola del sembrador, también la del trigo y la cizaña va seguida de una explicación. Interpretaremos las parábolas de hoy dentro del contexto de Jesús hablando en medio del viejo Pueblo de Dios. En este sentido, no se debe perder de vista que las parábolas tienen en Mateo una función crítica respecto al viejo Pueblo.

La parábola de la cizaña continúa y avanza en la línea crítica de la parábola del sembrador. En la del sembrador, Jesús le echaba en cara a los fundamentalistas religiosos (el viejo Pueblo) el ser un continuo contratiempo para la cosecha. En la parábola de la cizaña, les echa en cara el ser precisamente “cizaña”, en cuanto “religiosos”.

De igual manera, las dos siguientes parábolas (grano de mostaza y levadura) son sinónimas. En ellas, se apunta a la última parte de la parábola del sembrador: “a pesar de los contratiempos, hay cosecha”. Les está diciendo que en cuanto religiosos, tampoco sois necesarios. Otros fructificarán abundantemente.

De alguna manera, Jesús nos está poniendo frente a una realidad del nuevo Pueblo de Dios y nos enseña que en el campo hay buenos y malos (pero los hombres no están en condiciones de saber quiénes son los buenos y quiénes son los malos). La presencia de la cizaña no constituye una sorpresa. Y, sobre todo, no es señal de fracaso. La Iglesia no es la comunidad de “los salvados”, sino el lugar donde podemos salvarnos. La Iglesia no se cierra a nadie.

El centro de la parábola no está en percatarnos de la presencia de la cizaña, ni tampoco meramente en el hecho de que más tarde el trigo será separado de la cizaña. El centro lo constituye el hecho de que la cizaña no sea arrancada ahora. Esto es lo que suscita la sorpresa y el escándalo de los siervos: esta política de Dios, esta paciencia suya.

Es lo que san Pablo nos plantea hoy en la Carta a los Romanos. ¿Cómo orar a Dios, cómo elevar a él nuestra súplica, cuando experimentamos en nuestra carne el mal y el daño de gente perversa que nos afecta directamente? Hermanos, no sabemos pedir ni orar ante esa situación. Necesitamos recurrir al Espíritu de Dios. Él viene en ayuda de nuestra debilidad porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene. Él intercede por nosotros con gemidos inefables. Él escudriña nuestros corazones y hace que nuestras intenciones sean según el corazón de Dios.

Hoy, precisamente, la liturgia nos hace pensar en la necesidad de ser movidos por el Espíritu de Dios para poder entender los “por qués” que no logramos entender ni asimilar al descubrir la presencia del mal en el mundo que nos rodea.

La parábola del Evangelio resulta, pues, transparente. El trigo y la cizaña; o sea, el bien y el mal, crecen juntos en una mezcla que el hombre es incapaz de desenmarañar; sólo el Señor podrá hacerlo a su tiempo. El bien y el mal, los santos y los pecadores, en la historia conviven juntos. Algunos quisieran tomarse la justicia por su mano. Jesús, en cambio, invita a compartir la paciencia y espera de Dios, a no ser fanáticos justicieros; exhorta a aprender de la tolerancia divina, que deja al pecador hasta el final la posibilidad de convertirse, «porque tú, en el pecado das lugar al arrepentimiento…, Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan» -1ra lectura- (Sabiduría 12, 19; 11,23).

La Palabra de Dios nos invita hoy a una tolerancia que no tiene nada que ver con “la indiferencia”. No se trata de no sentir, de no importarme el daño que me hagan. Muchas veces se sufre, se llora al experimentar ese mal que convive a nuestro lado, pero sabemos que somos capaces de vencerlo, ahogarlo con el bien. Sabemos que el mal no tiene la última palabra en nuestro entorno. Esta tolerancia de la que nos habla la parábola es derivada del amor. Es imagen de la paciencia divina, que no se cansa de esperar el cambio interior del hombre.

De todas maneras, la tolerancia exige de parte nuestra una formación de nuestra conciencia para poder responder al mal, con la verdad, mostrando a Jesucristo que es el Camino, la Verdad y la Vida. En otras palabras, esta convivencia junto a los pecadores y junto al mal, no nos puede dejar indiferentes frente a ellos, más bien nos impela a trabajar, a evangelizar.

Ante tantos que todavía no han escuchado la Buena Nueva de Jesucristo o no conocen la Verdad: ¿Dónde podemos hallar respuestas? El Espíritu nos orienta hacia Jesucristo. En Él, encontramos las respuestas que buscamos; (...) la fuerza para continuar el camino que dé origen a un mundo mejor. Amén.

sábado, 9 de julio de 2011

Homilía XV Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

Leyendo a un Padre de la Iglesia de principios del siglo IV, San Atanasio de Alejandría, en una de sus homilías sobre la parábola del Evangelio que hoy meditamos (Mt 13, 1-23), decía: “Al hombre le toca sembrar; a Dios, dar el crecimiento”. Siguiendo el juego de la imagen de la parábola, no dejaba de distinguir que si bien Jesús es el Sembrador y es él quien esparce el grano de trigo por entre las mieses; sin embargo, Él dijo de sí mismo también: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». De modo que, Él mismo se hizo grano de trigo espiritual, que cayó en un lugar concreto y resucitó fecundo en el mundo entero. Muriendo por nosotros, demostró la fecundidad de su vida. Su simiente es capaz de darnos vida.

Jesús mismo es la Semilla y el Sembrador. Salió el sembrador a sembrar. Jesús, es en verdad quien esparce generosamente la semilla, su Palabra. Pero la cuantía del
fruto, dependerá de la calidad del terreno. Pues en terreno pedregoso, fácilmente se seca la semilla. No por impotencia de la simiente, sino por culpa de la tierra, pues mientras la semilla está llena de vitalidad, la tierra es estéril por falta de profundidad. Cuando la tierra no mantiene la humedad, los rayos solares penetrando con más fuerza resecan la simiente: no ciertamente por defectuosidad en la semilla, sino por culpa del suelo.

Si la semilla cae en una tierra llena de zarzas, la vitalidad de la semilla acaba siendo ahogada por las zarzas, que no permiten que la virtualidad interior se desarrolle, debido a un condicionante exterior. En cambio, si la semilla cae en tierra buena no siempre produce idéntico fruto; sino unas veces el treinta, otras el sesenta y otras el ciento por uno. La semilla es la misma, los frutos diversos, como diversos son también los resultados espirituales en los que son instruidos.

Esta reflexión de San Atanasio, nos debe hacer pensar en la actitud y disposición con la que nos acercamos cada domingo a la Liturgia. El sembrador de la doctrina es Jesús, el Hijo unigénito de Dios, quien sigue pasando por nuestros sembrados. Su semilla es enseñanza densa de admirable doctrina. Pasa hoy por nuestra Liturgia con la misma fuerza arrolladora con la que su semilla es capaz de hacer grandes milagros. No es lo mismo sembrar en primavera, que en invierno o en verano. Pero eso no es lo importante ahora, es necesario no desestimar la eficacia de la semilla, de la Palabra que es capaz de dar vida y fruto en nosotros. Incluso tu y yo, hoy somos sembradores de la semilla, pero el hombre aunque hagamos ciertamente todo lo que está en nuestras manos; no está a nuestro alcance el hacer fructificar. “Al hombre le toca sembrar; a Dios, dar el crecimiento”.

Por medio de los apóstoles, sembró Jesús la palabra del reino de los cielos por toda la tierra. De igual modo, Jesús se sirve hoy de su Iglesia en su Liturgia para esparcir su semilla. El oído que ha escuchado la predicación la retiene en su interior; y echará frutos en tanto en cuanto frecuente asiduamente la Iglesia. Nos reunimos hoy en un mismo local tanto los productores de trigo como de cizaña; así el infiel como el hipócrita, desconocemos las condiciones del terreno que tenemos al frente: pero cuando la doctrina se traduce en obras y adquiere solidez el fruto de las fatigas, entonces aparece quién es fiel y quién es hipócrita. Que miremos cada uno, qué es ante esta Palabra que se nos proclama. Amén.