¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 25 de octubre de 2011

Homilía XXXI Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Mal 1, 14-2, 2-10 / Sal 130 / 1-Tes2, 7-9.13 / Mt 23, 1-12

«No hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen»


Nos encontramos hoy ante una dura acusación por parte de Jesús a aquellos escribas y fariseos que en su conducta se guiaban más por aparentar externamente que por vivir de acuerdo con la verdad.
Se da en ellos una doble vida, una ruptura entre lo que se dice y lo que se hace. Jesús no discute la autoridad de estos maestros y la legitimidad de su enseñanza. Tampoco está invitando a la desobediencia. Más bien, Jesús dirige su palabra a los discípulos y al pueblo para denunciar y prevenirlos de esa conducta errónea. Lo que se les echa en cara no es la doctrina, sino la hipocresía.
La misión de los escribas y fariseos en principio era buena. Ellos eran aceptados en Israel como maestros legítimos de la Ley, encargados de estudiarla y explicarla al pueblo. De hecho, por eso, Jesús reconoce su magisterio y ordena al pueblo que cumpla con lo que ellos dicen. Pero, lo que resulta inaceptable es la hipocresía de aquellos que se hacen llamar "maestros", pero son incapaces de ayudar a llevar la carga que imponen a los demás indebidamente, haciendo así insoportable y antipático el cumplimiento de la ley.
No podemos quedarnos en una interpretación anacrónica de la enseñanza de este evangelio de hoy, como si Jesús se refiriera al fariseísmo como a unas personas concretas. Jesús nos habla hoy, golpeando al fariseísmo como enfermedad del espíritu, que ataca a hombres y a instituciones de todos los tiempos (y ninguna área religiosa puede considerarse inmune del contagio).
Dos son fundamentalmente las actitudes posibles que Jesús critica. En primer lugar, la de aquellos que pretenden hacer valer la propia tarea de responsable para obtener un cierto status privilegiado, ser reconocidos, alabados, temidos incluso. Un cierto despotismo clerical, que les hace incapaz de dialogar, de aceptar opiniones distintas a las suyas, de sentirse superiores y merecedores de honra. Y el otro punto que Jesús critica es que no hagamos lo que predicamos. Si bien es verdad que no somos perfectos, también es igualmente verdad que el lugar que ocupamos nos exige ser ejemplo para los demás. Es el ejemplo que san Pablo muestra en la segunda lectura de hoy.
Jesús critica todo ese interés en encumbrarse sobre los demás, pues uno es nuestro Padre, y todos son nuestros hermanos. La crítica de Jesús a letrados y fariseos alcanza literalmente a todo clericalismo, también, de nuestros días. Los “Eminentísimos”, “excelentísimos” y “reverendísimos” padres y doctores... todos esos títulos y todas esas filacterias no son relevantes a la hora de construir la fraternidad cristiana.
Ya en el Antiguo Testamento, vemos cómo Malaquías reprocha a los sacerdotes del Templo que no honran al Señor y que conducen a muchos a tropezar «con vuestra enseñanza», o bien «con la Ley» y, además, que hagan acepción de personas; en definitiva, corrompen la alianza que el Señor hizo con Leví. Para que su ministerio sea eficaz (2,2-3), el profeta exhorta a los sacerdotes a vivir las virtudes que descubre en Leví: el temor de Dios, la humildad, y la veracidad en el hablar (2,5-6). Este último aspecto se subraya especialmente: el sacerdote no habla por sí mismo, es mensajero, “mal’ak”, del Señor, y sus palabras deben ser sabiduría de la Ley.
“Rabbí”, “padre” y “doctor” eran títulos honoríficos que se daban a quienes enseñaban la Ley de Moisés. Cuando Jesús dice a sus discípulos que no acepten estos títulos, está indicando que el cristiano debe buscar el servicio, no el honor. San Agustín lo resumía muy bien en una conocida frase: «Somos rectores y somos también siervos: presidimos, pero si servimos» (Sermones 340ª).

lunes, 17 de octubre de 2011

Homilía XXX Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo A
Ex 22, 20-26 / Sal 17 / 1 Te 1, 5-10 / Mt 22, 34-40

Jornada Mundial de Oración por las Misiones


-Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?

Precisamente hoy, cuando la Iglesia universal dedica esta Jornada Mundial de Oración por las Misiones, la Palabra Divina de este trigésimo domingo del Tiempo Ordinario, nos viene a recordar que si bien el amor a Dios es lo único necesario y esencial en nuestra existencia terrena, este mismo amor se manifiesta y expresa en amar al prójimo, dándole el cuidado y atención que éste merece por ser hijo de Dios.
En ese sentido, llevar este mensaje a todos los pueblos es el servicio más precioso que la Iglesia puede hacer a la humanidad y a cada persona que busca las razones profundas para vivir en plenitud su propia existencia.
Esta invitación resuena cada año en la celebración de la Jornada Misionera Mundial. Este incesante anuncio del Evangelio, de hecho, vivifica también a la Iglesia, su fervor, su espíritu apostólico, renueva sus métodos pastorales para que sean cada vez más apropiados a las nuevas situaciones – también las que requieren una nueva evangelización – y animados por el empuje misionero: “la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal” – así nos decía el Beato Juan Pablo II, en su Encíclica Redemptoris missio, n.2.
La misma celebración de la liturgia, especialmente en la Eucaristía, que concluye siempre recordándonos el mandato de Jesús resucitado a los Apóstoles: “Id…” (Mt 28,19) nos los recuerda. La liturgia es siempre una llamada ‘desde el mundo’ y un nuevo envío ‘al mundo’ para dar testimonio de lo que se ha experimentado: el poder salvífico de la Palabra de Dios, el poder salvífico del Misterio Pascual de Cristo. Todos aquellos que se han encontrado con el Señor resucitado han sentido la necesidad de anunciarlo a otros, como hicieron los dos discípulos de Emaús. Ellos, tras haber reconocido al Señor al partir el pan, “En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once” y refirieron lo que había sucedido durante el camino (Lc 24,33-34).
La Iglesia “es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, n.2). Esta es “la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14).
Esta tarea no ha perdido su urgencia. Al contrario, “la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse… una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio” (Beato Juan Pablo II, Redemptoris missio, 1). No podemos quedarnos tranquilos ante el pensamiento de que, después de dos mil años, aún hay pueblos que no conocen a Cristo y no han escuchado aún su Mensaje de salvación.
La misión universal implica a todos, todo y siempre. El Evangelio no es un bien exclusivo de quien lo ha recibido, sino que es un don que compartir, una buena noticia que comunicar. Y este don-compromiso está confiado no sólo a algunos, sino a todos los bautizados, los cuales son “raza elegida … una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1Pe 2,9), para que proclame sus obras maravillosas.
Que la Jornada Misionera reavive en cada uno el deseo y la alegría de “ir” al encuentro de la humanidad llevando a todos a Cristo. Amén.




Ambientación a la Liturgia:


Buenos días (tardes) hermanos y hermanas en Cristo Jesús. Bienvenidos a nuestra Parroquia, nuestro segundo hogar. Hoy celebra la Iglesia el Domingo Mundial de Oración por las Misiones, el DOMUND. Es el día en que la Iglesia universal reza por los misioneros y colabora con ellos económicamente en su labor, que con frecuencia se desarrolla entre los más pobres. Pensemos que el 37% de la Iglesia católica lo constituyen los 1.100 terrritorios de misión, que dependen de la entrega de los misioneros y de la solidaridad de las Iglesias consolidadas. Con nuestra colaboración y donativos se construyen templos, se compran vehículos, se atienden proyectos sociales, sanitarios y educativos en los países más pobres en donde el Evangelio de Jesucristo apenas es conocido. Hoy la Palabra de Dios nos invita a sentirnos urgidos en esta misión de la Iglesia. El lema de esta Jornada es: “Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros” (Jn 20,21).
Pongámonos de pie y recibamos al presbítero que preside nuestra Eucaristía mientras cantamos.

Monición a la Primera Lectura: (Ex 22, 20-26)

Hoy nos coloca la Palabra frente a los compromisos contraídos en la Alianza del Sinaí con Dios. Escucharemos el Libro del Exodo. En la Alianza del Sinaí, se ratifica la unión del Señor con su pueblo Israel. En dicha Alianza hay una serie de compromisos que el pueblo debe cumplir. La letra de la ley tiene un espíritu, que se puede definir como amor de Dios y del hombre. El pueblo de la Alianza no debe olvidar el grito de los pobres y oprimidos. La Evangelización de los pueblos es una exigencia del pueblo que ha conocido el amor de Dios. Escuchemos.

Monición a la Segunda Lectura: (1 Te 1, 5-10)

Seguimos meditando la Epístola paulina a los Tesalonicenses. Hoy nos dice el Apóstol que la evangelización no es ninguna forma de imposición: a la Palabra de Dios se la acoge a pesar de las dificultades de todo tipo que ello trae consigo. Eso sí, esta acogida de la Palabra va también acompañada del gozo del Espíritu: la fe es esencialmente optimista. Recemos para que los evangelizadores y misioneros sepan transmitir ese gozo de la fe.

Monición al Evangelio: (Mt 22, 34-40)

Luego de Jesús haber dejado sin palabras a los herodianos y fariseos al dejar claro cuál era su posición frente al poder secular, un fariseo quiere tentarlo de nuevo. Hoy escucharemos una respuesta de Jesús que nos coloca en lo esencial de la ley. ¿Qué es lo fundamental, qué es lo esencial a la hora de llevar el Evangelio a los pueblos que no lo conocen o a la hora de cumplir lo mandado? Sólo existe un mandamiento cristiano que resume a todos: el mandamiento del amor. En la medida que amamos al prójimo como Dios nos ama, lo cumplimos. Y en la Eucaristía lo celebramos. Escuchemos.

Oración de los fieles

S. / Dios nos ama y sabe lo que necesitamos; por eso abrimos con confianza nuestro corazón a la oración diciendo:

R./ Padre nuestro, escúchanos.

· Por el Papa, para que fomente en toda la Iglesia la conciencia del amor universal y de la responsabilidad por la evangelización de todos los pueblos. Oremos.

· Por los obispos, sacerdotes y todos los agentes de pastoral, para que cuiden siempre la formación misionera de todo el pueblo de Dios de modo que se sienta enviado a la misión. Oremos.

· Por los misioneros y misioneras esparcidos por todo el mundo, para que el amor a Dios y al prójimo sea siempre la fuerza y el único criterio de todas sus actividades. Oremos.

· Por las personas que sufren en su cuerpo o en su espíritu, para que el amor de Dios y la cercanía de los demás les llenen de esperanza. Oremos.

· Por todas las comunidades cristianas, para que sean generosas en su cooperación misionera universal, tanto en la espiritual y en la económica, como en la vocacional. Oremos.

· Por nosotros, para que la escucha de la Palabra y la celebración de la eucaristía nos impulsen a amar y nos lleven a dar cumplimiento al envío del Señor a sus discípulos. Oremos.

S. / Recibe, Padre, las oraciones que te presentamos y haznos generosos en el servicio a ti y al prójimo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

martes, 11 de octubre de 2011

Homilía XXIX Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Is 45, 1.4-6 / Sal 95 / 1-Te 1, 1-5 / Mt 22, 15-21

«Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Este domingo el Evangelio termina con una frase lapidaria de Jesús: «Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Los herodianos –seguidores de la política de Herodes– preferían la presencia de un mediador local que fuera quien pagara parte de los impuestos a Roma y que, en cuestiones religiosas, compartían las ideas materialistas de los saduceos (no creían en los ángeles ni en la resurrección). Los fariseos, por su parte, eran meticulosos cumplidores de la Ley y consideraban el dominio romano como una usurpación. En su visión teocrática del reino mesiánico, entendían que aquella injerencia de una autoridad extranjera sobre los hebreos limitaba el dominio de Dios sobre el pueblo elegido. Las diferencias entre los fariseos y los herodianos eran radicales; sin embargo, hoy vemos cómo se confabulan en contubernio contra Jesús. La pregunta era difícil, y la respuesta será comprometida.
«¿Es lícito dar tributo al César o no?» -Jesús contesta con una profundidad que es, al mismo tiempo, del todo fiel a la predicación que ha venido haciendo del Reino de Dios: «Dar al César lo que le corresponde, sin dejar de dar también a Dios lo que le pertenece». Estas palabras han sido fuente para la doctrina de la Iglesia sobre la potestad de los gobiernos, que gestionan el bien común temporal y la potestad de la Iglesia en la gestión del bien espiritual. Como ambos gobiernos son independientes en el ámbito de sus competencias, si los fieles, en el ejercicio de su libertad, eligen una determinada solución para los asuntos de carácter temporal «recuerden que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva la autoridad de la Iglesia a favor de su opinión» (Gaudium et spes, n. 43).
Con su respuesta, Jesús reconoció el poder civil y sus derechos, el cumplimiento fiel de los deberes cívicos, sin menoscabar los derechos superiores de Dios. Jesús no dijo: «o César o Dios»; sino: el uno y el otro, cada uno en su plano. Los judíos estaban acostumbrados a concebir el futuro reino de Dios instaurado por el Mesías como una teocracia, o sea, como un gobierno directo de Dios en la tierra a través de su pueblo. En cambio, Cristo revela un reino de Dios que está en este mundo, pero no es de este mundo; que camina en una longitud de onda distinta y que puede por ello coexistir con cualquier régimen, sea éste de tipo sacro o «laico».
Es lo que ya planteaba Isaías en el Antiguo Testamento y que vemos hoy en la primera lectura. La profecía de Isaías (45, 1-6) es un mensaje de ánimo a los exiliados en Babilonia con el anuncio de un libertador, Ciro el Persa, que ejecutará la voluntad salvífica de Dios con Israel sirviéndole como instrumento. Un rey extranjero cooperará con el plan divino de salvación, rompiendo así con el nacionalismo exclusivista del pueblo hebreo.
Nos encontramos así ante dos tipos diferentes de soberanía de Dios en el mundo: la soberanía espiritual que constituye el reino de Dios y que Él ejercita directamente en Cristo, y la soberanía temporal o política que Dios ejercita de forma indirecta, confiándola a la libre elección de las personas y al juego de las causas segundas.
Son dos poderes que aunque no están situados en el mismo plano, no por eso son ajenos el uno del otro, porque también César depende de Dios y debe dar cuentas a Él. «Lo del César devolvédselo al César» significa por lo tanto: «Dad al César lo que Dios mismo quiere que sea dado al César». Es Dios el soberano último de todos. Los cristianos no servimos a «dos señores».
El cristiano está libre para obedecer al Estado, pero también para resistirle cuando el Estado se pone contra Dios y su ley. Antes que a los hombres, hay que obedecer a Dios y a la propia conciencia. No se puede dar al César el alma que es de Dios.
La colaboración de los cristianos en la construcción de una sociedad justa y pacífica no se agota con pagar los impuestos; debe extenderse también a la promoción de los valores comunes, como la familia, la defensa de la vida, la solidaridad con los más pobres, la paz. Otro ámbito en el que los cristianos deberían ofrecer una contribución más incisiva es la política: no tanto los contenidos cuanto los métodos, el estilo. Hay que combatir el clima de perpetuo litigio, volver a llevar a las relaciones entre los partidos más respeto y dignidad.
Trabajemos hoy con un tono más humano, que es a la vez sobrenatural, cuando entremos en el ámbito de las cosas terrenas, demostrando que todo viene de Dios y a Dios debe tender, porque todo tiene a Dios como fin. Amén.

martes, 4 de octubre de 2011

Homilía XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo A
Is 25, 6-10 / Sal 22 / Flp 4, 12-14.19-20 / Mt 22, 1-14

«Amigo, ¿Cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?» Mt. 22, 12

«El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo…» (Mt 22, 2). El Señor se sirve hoy de la figura de un banquete nupcial para abrir nuestro entendimiento sobre las realidades del Reino de los cielos y la vida eterna.
Es muy sugerente la imagen del banquete, implica una categoría espiritual y humana más elevada que el mero acto de comer como instinto de supervivencia. No digamos ya, cuando se trata de un banquete de bodas. Las nupcias profundizan el sentido del banquete ya que celebran el acto humano de la mutua entrega en el amor. Y Jesús dice que el Reino de Dios se parece a un banquete de bodas. Y la proclamación de ese Reino -el anuncio del Evangelio- se parece a la invitación al banquete nupcial.
La imagen del banquete se encuentra también en la primera lectura. Allí parece que Dios invita a celebrar una boda: la Alianza de amor entre Dios y su pueblo. Después del destierro babilónico, la voz del Profeta Isaías parece inyectar esperanza en medio del desaliento. «En este monte, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos un convite de manjares frescos, (...) de buenos vinos: manjares suculentos, vinos generosos» (Is 25, 6). Dios pondrá fin a la tristeza, por esto el profeta invita al júbilo: «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación» (v.9).
Si la primera lectura exalta la fidelidad de Dios a su promesa, el Evangelio, con la parábola del banquete nupcial, nos hace reflexionar sobre la respuesta humana. Algunos invitados de la primera hora rechazaron la invitación del rey; otros incluso la despreciaron. Sin embargo, el rey no se desanima y envía a sus siervos a buscar a otros comensales para llenar la sala de su banquete. De esta forma, el rechazo de los primeros tiene como efecto que la invitación se extienda a todos, con una predilección especial por los pobres y los desheredados.
Es lo que ocurrió en el Misterio pascual: la supremacía del mal ha sido derrotada por la omnipotencia del amor de Dios. Pero a la generosidad de Dios tiene que responder la libre adhesión del hombre. No obstante, es Dios el que ofrece al hombre un alimento que supera sus posibilidades. La institución de la Eucaristía, que es el modo de celebrar en donde Cristo entrega también un alimento divino, su Cuerpo y su Sangre, como arras de la vida futura debe ser para nosotros la celebración de las realidades que promete Dios y que cumple.
El banquete de la Eucaristía, en el que debemos participar con el traje nupcial de su gracia (de su amor correspondido), es una anticipación de la fiesta final del cielo. Si este vestido alguna vez se mancha o se desgarra con el pecado, la bondad de Dios no nos rechaza ni nos abandona a nuestro destino, sino que con el sacramento de la Reconciliación nos ofrece la posibilidad de recuperar en su integridad el traje nupcial necesario para la fiesta. El ministerio de la Reconciliación es, por tanto, un ministerio siempre actual.
No obstante, no todos son dignos de entrar al banquete de bodas, porque no todos se han convertido, no han «comprado el traje de bodas». Con todo, podemos decir con san Pablo: «mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza en Cristo Jesús». Es él quien nos ha vestido con traje de gala, dándonos la capacidad de responder, y entrar purificados al banquete de la vida eterna, por su virtud y su gracia. Amén.