¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 23 de febrero de 2011

Homilía VIII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Is 49, 14-15 / Sal 61 / 1-Cor 4, 1-5 / Mt 6, 24-34


«Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os añadirá»

          El domingo pasado terminaba la enseñanza de Jesús diciéndonos: «sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Esas palabras resumían toda la exigencia moral de su doctrina. La plenitud de la Ley no es otra cosa sino la imitación de la perfección de nuestro Padre celestial. El fin del cumplimiento de la Ley es llegar a la santidad de Dios y eso sólo se logra imitando a Jesucristo.


          Este domingo entramos en el capítulo 6to del Evangelio de san Mateo. Jesús acaba de enseñar a dirigirse a Dios como Padre en la oración con el Padrenuestro (Mt 6,9-13) y ahora, amplía la enseñanza sobre la actitud con la que hemos de rezarlo, poniendo la confianza en Dios como Padre mientras vivimos en medio de las realidades corrientes y diarias.

          Las palabras de Jesús nos recuerdan que Dios no es alguien extraño al mundo en que vivimos: ahora mismo, alimenta a las aves del cielo (v.26), viste a los lirios del campo con preciosos atuendos (v.29), etc. A este propósito, nos comenta san Josemaría Escrivá en una de sus homilías: «Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros —¡con fe recia!— de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los hombres mundanos, de las personas que carecen de sentido sobrenatural. (...) Por la misericordia de Dios, somos hijos de ese Padre Nuestro, todo poderoso, que está en los cielos y a la vez en la intimidad del corazón; (...) tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!, y Él proveerá» (Amigos de Dios, n. 116).

          Siguiendo la enseñanza de Jesús aprendemos a vivir con serenidad cada jornada, eliminando preocupaciones inútiles, y buscando sobre todo el Reino de Dios y su justicia, es decir, poniendo las preocupaciones espirituales por delante de las materiales. «No dijo el Señor que no haya que sembrar, sino que no hay que andar preocupados; no que no haya que trabajar, sino que no hay que ser pusilánimes, ni dejarse abatir por las inquietudes. Sí, nos mandó que nos alimentáramos, pero no que anduviéramos angustiados por el alimento» (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum 21,3).

          La creación entera es obra de Dios, que además cuida amorosamente de todas las criaturas, empezando por mantenerlas constantemente en la existencia. Jesucristo nos da a conocer constantemente que Dios es nuestro Padre, que quiere lo mejor para sus hijos. En el Evangelio de la Misa, el Señor nos hace una recomendación para que se llenen de paz nuestros días: “no andéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando qué os vais a vestir”.

          Es una invitación a vivir con alegre esperanza el quehacer diario. Aún si encontráramos sufrimientos, preocupaciones, trabajos, debemos llevarlos como hijos de Dios, sin agobios inútiles, sin la sobrecarga de la rebeldía o de la tristeza, porque sabemos que el Señor permite todo eso para purificarnos, para convertirnos en corredentores. Los padecimientos, la contradicción, deben servirnos para purificarnos, para crecer en las virtudes y para amar más a Dios.

          Examinemos hoy si llevamos con paz la contradicción y el dolor y el fracaso; si nos quejamos, o si dejamos paso, aunque sea por poco tiempo, a la tristeza o a la rebeldía. Veamos junto al Señor si los quebrantos -físicos o morales- nos acercan verdaderamente a nuestro Padre Dios, si nos hacen más humildes. “No andéis agobiados por la vida”, nos dice hoy el Señor en esta liturgia dominical. Amén.

martes, 15 de febrero de 2011

Homilía VII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Lv 19, 1-2.17-18 / Sal 102 / 1-Co 3, 16-23 / Mt 5, 38-48

“Habéis oído que se dijo... Yo, en cambio, os digo”.

Continuamos escuchando a Jesús en el Sermón de la Montaña. Allí nos sigue revelando el sentido pleno de la Ley, que es Él mismo. Como el propio Jesús afirma, él no ha venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud. El texto que se proclama hoy, completa las últimas dos contraposiciones que escuchábamos el domingo pasado. En total han sido seis, y éstas dos últimas son relativas al prójimo.
Jesús se opone con autoridad mesiánica al código moral de la Antigua Alianza.

Allá regía la Ley del Talión, que reclama: “Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie…” (Ex 21, 24-25). Cristo contrasta con el legalismo moral del Antiguo Testamento, que enseñaba que Caín debía ser vengado siete veces, y Lamek, setenta y siete. Cristo enseñará más bien que hay que perdonar hasta setenta veces siete. Más aún, escuchamos hoy el consejo de ofrecer la otra mejilla y a quien nos pone pleito para reclamar la túnica, darle también el manto; y si nos requieren para caminar una milla, caminar dos; dar al que pide, etc.

Todo el comportamiento y mandato de Cristo implica una novedad de vida tan paradójica como las Bienaventuranzas, que sin duda requieren una justicia (una santidad) mayor que la de los expertos en la Ley. La santidad que implicaba la Ley Antigua no estaba del todo completada. A pesar de que Dios invitaba a imitarle amando al prójimo y a “ser santos, porque él es santo”, este estado de santidad requería ir progresando. Decía el Levítico: “No te vengarás... No tendrás ningún pensamiento de odio contra tu hermano...”, pero con todo se trataba de un intento de establecer relaciones sociales entre miembros de un mismo clan. El prójimo allí, son los hijos de Israel, no los extranjeros.

Pero la revelación gradual de la Ley nos irá situando a otro nivel. El Salmo responsorial expresa la manera que el Señor tiene de conducirse con nosotros: no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Al elevarse así a la dignidad de perdonador, el cristiano se coloca en el mismo plano de Dios. La venganza no es reconocida como una actitud propia de un hombre de Dios. El que quiera ser perfecto como el Señor es perfecto, tiene que amar a su prójimo.

El evangelio nos invitará incluso a amar al propio enemigo. Ya no se trata de limitarse a no tomar venganza, sino a amar. Incluso hay que pedir por el enemigo. Actuar como Cristo aconseja que se actúe, es portarse como hijo del Padre que está en los cielos. Quien sigue este mandato, se coloca a la altura de Dios, que hace salir el sol sobre justos e injustos. La característica del cristiano, que le distingue de los publicanos y de los gentiles, es la actitud de perdón y de amor al prójimo. Quienes siguen este programa, coinciden en la perfección con el mismo Padre celestial, que es perfecto. El evangelio nos propone parecernos al Padre celestial en su perfección. El amor al prójimo continuará siendo hasta el fin la verdadera característica del cristiano. Lecturas como las de este domingo deben mantener el sentido crítico de la vida cristiana de hoy. ¿Existen aún cristianos tentados por la ilusión de que viven una vida cristiana sin tener un amor real a los demás, incluido el enemigo? Respondamos personalmente a esta inquietud. Amén.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Homilía VI Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Sir 15, 16-21 / Sal 118 / 1-Cor 2, 6-10 / Mt 5, 17-37

«Dichosos los que caminan en la voluntad del Señor» 
Salmo 118

Esta frase que nos hace cantar el salmo responsorial puede resumir bien el espíritu de las lecturas de hoy. Seguimos escuchando el Sermón de la Montaña de Jesús. Los destinatarios de las palabras de Jesús son los mismos que hace dos domingos eran declarados “bienaventurados” y el domingo pasado eran designados “sal de la tierra y luz del mundo”. Sin embargo, el texto de hoy ya no va a tratar de ellos, de sus dificultades y funciones, sino de Jesús y de sus relaciones con la Ley y los Profetas.

Es un domingo en que la Palabra de Dios se puede llamar claramente “moral”, así como otros días es “histórica” o “dogmática” sobre el misterio de salvación. Esta “dimensión moral” de la vida cristiana, es tanto más necesaria y urgente considerarla hoy, cuando nuestra generación parece haber perdido la “conciencia moral”. El Papa Benedicto XVI, desde el comienzo de su pontificado nos ponía sobre aviso del reto de esta nueva cultura imperante, que pretende “no reconocer nada como definitivo y que deja sólo como medida última al propio YO y sus apetencias”. Le llama, con brillantez poética, “la dictadura del relativismo”, que pretende imponer, por vía de fuerza, el principio de que todas las opiniones valen lo mismo, y por tanto, que nada valen en sí mismas, sino sólo en función de los votos que las respaldan. El relativismo pretende decirnos que no hay verdad, y si no hay verdad, todas las opiniones valen lo mismo, pierde todo su sentido el dilema entre el bien y el mal.

Hoy el libro del Eclesiástico aborda, precisamente el problema humano de la responsabilidad del pecador al ejercer su libertad. No es posible que el pecador haga responsable de sus pecados a Dios y le eche la culpa. El buen sentido dice que «el Señor aborrece la maldad y la blasfemia» (v.13). Por tanto, también han de aborrecerlas quienes lo temen. El responsable de sus culpas es el hombre, al que «el Señor creó y lo dejó en manos de su albedrío» (v.14). Es el hombre, y sólo él, quien debe escoger entre lo que tiene delante: agua y fuego, vida y muerte. Sólo el hombre, haciendo mal uso de su libertad, es responsable del mal de su historia.

Precisamente en la predicación de san Pablo en su Carta a los Corintios, expone la Sabiduría de Dios en contraste con la del mundo. “Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este mundo...” La predicación de Pablo se centra en la sabiduría de Dios manifestada en Cristo resucitado. Pero, para comprenderla, es necesaria la fe. Pablo contrapone el plan de Dios con la actitud del hombre seguro de sí, cerrado sobre él mismo, confiado en su estrecha visión de la realidad.

Los filósofos paganos no han sabido reconocer a Dios y los escribas y doctores de la Ley, en el judaísmo, no han reconocido a Jesús como el Mesías esperado. La sabiduría de Dios ha permanecido “escondida” en la Cruz, escándalo para los judíos y necedad para los paganos.

Por eso las palabras de Jesús hoy responden de modo pleno al problema moral. «No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud». Jesús reconoce el A.T. como palabra de Dios, pero no como palabra definitiva, ya que para pronunciar precisamente esta palabra definitiva vino él al mundo.

Jesús viene a decirnos hoy que el camino de la libertad interior del hombre no está en el cumplimiento legalista de la Ley, sino en la bondad de las acciones, que tiene como fuente la bondad del propio corazón. Sólo un corazón convertido puede realizar obras buenas. Sólo un corazón abierto a la plenitud del sentido de la Ley, que es Cristo, puede comprender los valores del reino de los cielos. Amén.

martes, 1 de febrero de 2011

Homilía V Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Is 58, 7-10 / Sal 111, 4-9 / 1-Co 2, 1-15 / Mt 5, 13-16

«Vosotros sois la luz del mundo...»

          Las dos pequeñas parábolas de la sal y de la luz que leemos en el evangelio de hoy enlazan directamente con el inicio del sermón del monte (las bienaventuranzas) que nos fue proclamado el domingo pasado, y se dirigen a los mismos oyentes: a los discípulos.
          Las bienaventuranzas terminan diciendo: "Vosotros sois dichosos cuando...", y el texto de hoy comienza diciendo: “Vosotros sois...” De modo que si las Bienaventuranzas nos definían el perfil del “discípulo de Jesús”; ahora, con este par de parábolas -que expresan el pensamiento de Jesús con imágenes muy familiares a los oyentes- se nos indica cuál es la misión de los discípulos en el mundo, ante los hombres. La primera imagen es la de la sal. Los discípulos -y todos los seguidores de Cristo- son la sal de la tierra, de los hombres.
          ¿Qué significa “ser sal”? En la antigüedad, las víctimas que se sacrificaban en el culto a Dios, antes de ser sacrificadas, eran cubiertas totalmente de sal y, en este sentido, la misión de los discípulos sería la de disponer la tierra para ser aceptable a Dios. Pero además, el uso doméstico y cotidiano de la sal (artículo imprescindible y de primera necesidad en cualquier hogar), usada para dar gusto, purificar y conservar, nos hace pensar que el discípulo debe conservar y dar gusto al mundo de los hombres en su alianza con Dios. Y del mismo modo que lo hace la sal: de forma discreta y prácticamente sin
aparecer a la vista.
          En Palestina se usaba sal procedente del mar Muerto, bastante impura y que podía perder el gusto; entonces no servía absolutamente para nada, como el discípulo que no realiza su misión.
          La segunda imagen es la de la luz, de fuerte raigambre bíblica. Ya lo vemos en la primera lectura de hoy (Isaías 58). Si Dios se ha revelado bajo la imagen de la luz y Cristo utilizó para sí esa misma imagen: Él es la luz del mundo (Jn 8, 12). Los discípulos deben serlo en tanto que están unidos a Cristo, que forman su pueblo, el nuevo Israel. Las casas de la gente sencilla, de una sola habitación, eran iluminadas por una lamparilla colgada en el techo, y posiblemente un celemín u otro utensilio casero era utilizado como apagavelas; por eso podemos entender “meter una vela bajo el celemín” como sinónimo de apagarla. ¡No se enciende una luz para apagarla enseguida! Su misión es iluminar a todos los de casa.
          El testimonio del Evangelio que dan los discípulos y las obras que realizan de acuerdo con este Evangelio -cuyo primer anuncio son las bienaventuranzas- deben ser luz para todos, para que los hombres conozcan quién es Dios y le den gloria. Con palabras de la segunda lectura (1-Cor 2, 1): viendo las obras de los discípulos, los hombres tienen que ver “el poder de Dios” que actúa en los creyentes y deben sentirse atraídos hacia El. Pero hay algo importante: la sal sólo sirve si está fuera del salero. Isaías nos dice cómo debemos salir del "salero". «Cuando destierres de ti la opresión, el gesto
amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía».
          El profeta nos indica con claridad dónde se puede detectar la presencia de Dios y escuchar su respuesta. En abrirse y ayudar al hermano necesitado se descubre a Dios y a la fe. Aquí tenemos contrastados el camino de la luz y el de las tinieblas. Qué es lo que hay que hacer y qué es lo que hay que evitar. ¡Abrámonos, hermanos a la luz! Amén.