¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 27 de abril de 2011

Homilía II Domingo de Pascua


Ciclo A
Hch 4, 32-35 / Sal 117 / 1 Jn 5, 1-6 / Jn 20, 19-31

Fiesta de la Misericordia Divina

"Oh inconcebible e insondable misericordia de Dios, ¿quién te puede adorar y exaltar de modo digno? Oh sumo atributo de Dios omnipotente, tú eres la dulce esperanza de los pecadores" (Diario, 951).

Con estas sencillas y sinceras palabras de santa Faustina, quisiéramos adorar el misterio inconcebible e insondable de la misericordia de Dios. Como ella, queremos profesar que, fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el hombre. Deseamos repetir con fe: “Jesús, confío en ti”.

En efecto, celebramos hoy el segundo domingo dentro de la Octava de Pascua, conocido desde hace unos años como el “Domingo de la Misericordia Divina”. A raíz de la canonización por el Papa Juan Pablo II, de sor Faustina Kowalska, religiosa polaca de la Congregación de las Hermanas de Ntra. Sra. de la Misericordia; la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos emitió un decreto el 30 de abril del 2000, denominando el 5 de mayo del 2000 como Domingo de la Misericordia Divina, para que ese día se dedicara a recordar con especial devoción los dones de la gracia que nos han sido obtenidos por la abundante misericordia de nuestro Dios, que se revelan y actualizan plenamente en el misterio pascual.

Fue el fenecido siervo de Dios, el Papa Juan Pablo II, el propulsor mundial del mensaje de la Divina Misericordia que a través de santa Faustina, Dios regalaba a la humanidad. De hecho, el Papa Juan Pablo II, en el año 199, en Lagiewniki, Cracovia, llegó a afirmar: «En cierto sentido, el mensaje de la Divina Misericordia ha formado la imagen de mi pontificado». Por otro lado, en el Diario de Santa Faustina, escrito en el año 1938, se dice que de Polonia “saldrá una chispa que preparará el mundo para Mi última venida” (pto. 1732). Algunos piensan que esa chispa es Juan Pablo II, y otros piensan que esa chispa es la “llama de la misericordia” encendida por Juan Pablo II en Cracovia.

Sin hacer más especulaciones, lo que es un hecho es que Juan Pablo II fue un apóstol incansable de la Misericordia Divina, no sólo dedicó su segunda encíclica por completo al tema de la misericordia, Dives in misericordia, sino que canonizó a la vidente de este importante mensaje para la humanidad y proclamó oficialmente la fiesta litúrgica del Domingo de la Misericordia, que hoy celebramos. Su muerte acaeció en vísperas de esta fiesta litúrgica en el año 2005 y hoy es beatificado, por el Papa Benedicto XVI, en el marco de esta misma fiesta a la que él le tenía tanta devoción.

«Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia». Sin mucha dificultad, el evangelio de hoy, nos ayuda a entender esta verdad de fe. Contemplamos a Cristo glorioso, iluminado, trayendo paz en su aparición resucitada. «La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo». Después de decir esto sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar» (Juan 20, 21-23). Son los signos de la misericordia.

En el Diario de santa Faustina se recogen estas palabras de reproche de Jesús: «Si no creen en mis palabras, crean al menos en mis llagas». Acudamos con confianza al trono de gracia y misericordia que es Jesús mismo, muerto y resucitado. Amén.

lunes, 18 de abril de 2011

Homilía Domingo de Pascua


Ciclo A
Hechos 10,34a.37-43; Colosenses 3,1-4; Juan 20, 1-9

¡Ha resucitado!


A las mujeres que acudieron al sepulcro, la mañana de Pascua, el ángel les dijo: «No temáis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. ¡Ha resucitado!». ¿Pero verdaderamente ha resucitado Jesús? ¿Qué garantías tenemos de que se trata de un hecho realmente acontecido y no de una invención o de una sugestión? San Pablo, escribiendo a la distancia de no más de veinticinco años de los hechos, cita a todas las personas que le vieron después de su resurrección, la mayoría de las cuales aún vivía (1 Co 15,8). ¿De qué hecho de la antigüedad tenemos testimonios tan fuertes como de éste?

Pero para convencernos de la verdad del hecho, existe también una observación general. En el momento de la muerte de Jesús, los discípulos se dispersaron; su caso se da por cerrado: «Esperábamos que fuera él...», dicen los discípulos de Emaús. Es evidente que ya no lo esperan. Y he aquí que, de improviso, vemos a estos mismos hombres proclamar unánimes que Jesús está vivo; afrontar, por este testimonio, procesos, persecuciones y finalmente, uno tras otro, el martirio y la muerte. ¿Qué ha podido determinar un cambio tan radical, más que la certeza de que Él verdaderamente había resucitado?

No pueden estar engañados, porque han hablado y comido con Él después de su resurrección; además, eran hombres prácticos, ajenos a exaltarse fácilmente. Ellos mismos dudan de primeras y oponen no poca resistencia a creer. Ni siquiera pueden haber engañado a los demás, porque si Jesús no hubiera resucitado, los primeros en ser traicionados y salir perdiendo (¡la propia vida!) eran precisamente ellos. Sin el hecho de la resurrección, el nacimiento del cristianismo y de la Iglesia se convierte en un misterio aún más difícil de explicar que la resurrección misma.

Estos son algunos argumentos históricos, objetivos; pero la prueba más fuerte de que Cristo ha resucitado ¡es que está vivo! Vivo, no porque nosotros le mantengamos con vida hablando de Él, sino porque Él nos tiene en vida a nosotros, nos comunica el sentido de su presencia, nos hace esperar. «Toca a Cristo quien cree en Cristo», decía san Agustín, y los auténticos creyentes experimentan la verdad de esta afirmación.

Si el hecho de la resurrección fuera un fenómeno de “autosugestión” (“algo que los apóstoles creyeron ver”), entonces constituiría al final un milagro no inferior al que se quiere evitar admitir, porque supondría, en efecto, que personas distintas, en situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas, la misma alucinación. Las visiones imaginarias llegan habitualmente a quien las espera y las desea intensamente; pero los apóstoles, después de los sucesos del Viernes Santo, ya no esperaban nada.

La resurrección de Cristo es, para el universo espiritual, lo que fue para  el universo físico, según una teoría moderna, el “Big-bang” inicial: tal explosión de energía como para imprimir al cosmos ese movimiento de expansión que prosigue todavía, miles de millones de años después. Quita a la Iglesia la fe en la resurrección y todo se detiene y se apaga, como cuando en una casa se va la luz. San Pablo escribió: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9). «La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo», decía san Agustín. Todos creen que Jesús ha muerto, también los paganos y los agnósticos. Pero sólo los cristianos creen que también ha resucitado, y no se es cristiano si no se cree esto. Resucitándole de la muerte, es como si Dios confirmara la obra de Cristo, le imprimiera su sello. «Dios ha dado a todos los hombres una garantía sobre Jesús, al resucitarlo de entre los muertos» (Hechos 17,31). ¡Aleluya!

miércoles, 13 de abril de 2011

Domingo de Ramos


Ciclo A

La pasión de Cristo es, sin comparación con ningún otro, el momento de su vida más minuciosamente narrado por los 4 evangelistas. Nada tiene esto de extraño, porque la Pasión y Muerte de Nuestro Señor constituyen el punto culminante de su existencia humana y de la obra de la Redención; en cuanto que, son el sacrificio expiatorio que Él mismo ofrece a Dios Padre por nuestros pecados.

La asume como realización del verdadero sacrificio pascual. Él es el Verdadero Cordero que quita los pecados del mundo. Dice san Pedro en su primera epístola (1, 18-21): «Ya sabéis con qué os rescataron: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha».

Al contemplar en esta semana la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, no podemos perder de vista la finalidad de ella. «Cristo padeció por nosotros dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas…» dice san Pedro en 1-Pet 2, 21. De modo que, no podemos pasar por alto las enseñanzas de su pasión. Ellas nos enseñan a jugarnos la vida presente a cambio de conseguir la eterna.

¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios! (san Josemaría Escrivá, Camino, 420). Seguir al Señor implica renunciar a la propia voluntad para identificarla con la de Dios, no sea que, como dice san Juan de la Cruz, nos ocurra como a muchos que «querrían que quisiese Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios. De donde les nace que muchas veces, en lo que ellos no hallan su voluntad y gusto, piensen que no es voluntad de Dios y, que, por el contrario, cuando ellos se satisfacen, crean que Dios se satisface, midiendo a Dios consigo, y no a sí mismos con Dios» (Noche Oscura, lib. 1, cap. 7, n.3).

Ante tan gran misterio, claramente revelado, podemos preguntarnos: ¿Por qué Cristo sufrió tanto? Cur Christus tam doluit? Es una cuestión teológica clásica. ¿No podía Dios haber dispuesto la redención del mundo de un modo menos doloroso?... Siempre la Iglesia ha sabido que «una sola gota de la sangre» de Cristo, y menos que eso, hubiera sido suficiente para redimir al mundo. Pero quiso Dios tanto dolor -como medio de manifestarnos el horror del pecado-, para enseñarnos que nadie llega a la salvación si no toma su cruz cada día; pero sobre todo -para declararnos el inmenso amor que nos tiene:

«Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que el mundo sea salvado por Él» (Jn 3,16). Primero lo entregó en Belén, en la Encarnación y finalmente en la Cruz, en el sacrificio redentor. Quiso Dios que la Cruz de Jesús fuera la revelación máxima de su amor: «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8). «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).

Cristo entiende su muerte y la acepta, sin poner resistencia, porque ve la Cruz como una obediencia al Padre: «obediente hasta la muerte y muerte de Cruz» (Flp 2,8). Cristo recibe la Cruz no por obediencia a Pilatos o a Caifás, sino por obediencia al Padre. Es, pues, la Cruz voluntad de Dios providente, que «quiere permitir» la muerte de su Hijo, en manos de los pecadores, para la redención de la humanidad.

martes, 5 de abril de 2011

Homilía V Domingo de Cuaresma


Ciclo A
Ez 37, 12-14 / Sal 129 / Rom 8, 8-11 / Jn 11, 1-45

«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá;
y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Jn 11, 25-26.

Pasado el “ecuador” del tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos presenta hoy este pasaje del Evangelio en donde Jesús se revela como «Resurrección y Vida» para los que crean en Él. San Juan dice que la resurrección de Lázaro ocurrió cuando «pronto iba a ser la Pascua de los judíos» (v.55), como sugiriendo que estos acontecimientos anunciaban ya la muerte redentora de Cristo, su gloriosa resurrección; es decir, la Pascua cristiana.

Y ¿qué tiene que ver la resurrección del amigo Lázaro con la Pascua cristiana? O más bien, ¿con nuestro bautismo? – ¡Todo! Precisamente, san Pablo dice en la Carta a los Romanos: «¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con Él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva» (Rom 6, 3-4).

Al proclamar la resurrección de Lázaro, la Iglesia nos sitúa frente al misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees esto?». Y junto con Marta, la Iglesia responde: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27).

«La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza» (Mensaje de Benedicto XVI en la Cuaresma 2011).

En este quinto domingo de Cuaresma, tenemos toda una catequesis de lo que ha obrado en nosotros la redención llevada a cabo por Cristo. Los textos bíblicos nos llevarán de la mano para entenderlo.

El profeta Ezequiel se dirige a un pueblo que vive en el destierro, a un pueblo que está totalmente desanimado y seco, como están secos los huesos de sus muertos en cementerios extranjeros. Pero el Señor les habla por medio del profeta y les dice que él mismo va a derramar su espíritu sobre ellos, para que se reanimen y así puedan caminar y entrar con alegría a la tierra que les tiene prometida. Toda aquella visión del profeta es cumplimiento y realidad llevada a cabo en la plenitud de los tiempos, en Cristo Jesús.


Es lo que nos narra hoy san Juan en su evangelio. La voz de Cristo no sólo abrió el sepulcro de Lázaro, hediondo ya después de cuatro días, sino que abrió los sepulcros de todos aquellos que yacíamos en las mazmorras de las tinieblas del pecado y esperábamos la salvación de Dios.

Pero, ¿en qué sentido la resurrección de Lázaro anuncia la pascua cristiana? Estrictamente hablando, la resurrección de Lázaro fue más bien una “reviviscencia”, un volver a la misma condición de los mortales en este tiempo presente para volver a morir. Así también fue la resurrección de la hija de Jairo, la del joven de la viuda de Naim, la del hijo de la viuda de Sarepta por intercesión del profeta Elías, y la del hijo de la sunamita, por el profeta Eliseo.

La teología aclara que resurrección es el paso de esta vida mortal a otra indestructible, cuando Dios transforme nuestro cuerpo mortal en otro que no puede morir. Es lo que nos enseña hoy san Pablo en la Carta a los romanos. Pablo contrapone lo que es la vida según la carne y vida según el espíritu. Carne, aquí, es sinónimo de debilidad y de pecado; espíritu es sinónimo de gracia, de fuerza y de vida. El espíritu que nos anima a nosotros, los cristianos, es el espíritu de Cristo, del Cristo que venció y rompió las ataduras de la carne y resucitó con un cuerpo inmortal y glorioso.

Vivamos nosotros, los cristianos, vivificados por el espíritu de Cristo, ya en este mundo, con un cuerpo lleno de vida, de fuerza y de amor. Así también nuestro cuerpo mortal resucitará un día en un cuerpo inmortal y glorioso. Eso es lo que hemos de celebrar y vivir en la Pascua. Amén.