¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 30 de agosto de 2011

Homilía XXIII Domingo del Tiempo Ordinario




«Amar es cumplir la ley entera» - Rm 13,10

Iniciamos hoy -en las lecturas evangélicas- una extensa serie dedicada a la vida comunitaria (casi hasta final del año litúrgico). Hoy se nos presenta la comunidad cristiana como lugar de corrección fraterna y de oración y el próximo domingo como lugar de perdón.

En estos dos domingos, es significativo que en los evangelios aparezca repetidamente la palabra "hermanos". Algunos exegetas lo llaman "el sermón sobre la Iglesia". El evangelio proclama el espíritu que debe distinguir a los miembros de la Iglesia en sus mutuas relaciones. Se trata de una comunidad de hermanos.

La fraternidad es, pues, la primera consigna constitucional para la Iglesia. Hoy la Palabra se podría resumir en una idea fundamental: "Todos son hermanos. Compórtense como hermanos"; más aún, "Todos son hijos de Dios. Compórtense como hijos del Padre que es Amor".

El “litmus test” (la pregunta clave) de nuestra fe podría ser: ¿nos consideramos, nos tratamos como hermanos? No podemos llamarnos hijos de Dios -decir que Dios es nuestro Padre-, si no hay una práctica de fraternidad entre nosotros.

La enseñanza básica del evangelio de hoy es que si somos hermanos, no podemos desentendernos unos de otros. Siempre es más fácil desentendernos o limitarnos a hacer una crítica insolidaria, a espaldas del afectado; pero Jesús nos impela a ayudarnos mutuamente. Todos sabemos por propia experiencia que lo que más nos ha ayudado a seguir el camino de Jesucristo es ver hermanos que vivían la fe, el amor, la esperanza.

Por otro lado, la caridad fraterna debe concretarse también en un saber "corregir
al hermano". "Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano". Cuando pensamos que es preferible "dejar en paz al hermano y ocuparnos de lo nuestro", no estamos amándolo de verdad. Esa fue la postura de Caín: ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Y sin embargo, Jesús nos ha enseñado la importancia de la corrección fraterna oportuna.

Dios le dice al profeta Ezequiel en la primera lectura de hoy que no calle, porque callando se hará responsable de la ruina de su pueblo. Dios le ha hecho "centinela" que ayude a sus hermanos, que sepa dar la alarma cuando vea que es necesario, y les recuerde que no se desvíen de los caminos del Señor. ¿Para qué serviría un centinela que no avisa?

En la comunidad de fe, nadie debe ser un extraño para mí. Me debo sentir corresponsable del bien de los demás. Si mi hermano va por mal camino, dedo buscar el mejor modo de ponerle en guardia y animarle a que recapacite. El amor al hermano no se muestra sólo diciéndole palabras amables y de alabanza, sino también, cuando haga falta, con una palabra de ánimo o de corrección. En la vida de una comunidad cristiana tenemos que participar y sentirnos corresponsables. ¿Cuántas ocasiones para colaborar con nuestra voz y nuestro trabajo a mejorar las cosas en la vida parroquial?

La clave nos la da san Pablo hoy en la segunda lectura: “A nadie le debáis nada, más que amor. . . amarás a tu prójimo como a ti mismo. Uno que ama a su prójimo, no le hace daño". El que ama sí que puede corregir al hermano, porque lo hará con delicadeza, lo hará no para herir, sino para curar, y sabrá encontrar el momento y las palabras. Y por eso, porque ama y se preocupa de su hermano, se atreve a corregirle y ayudarle. Con ello imitamos a Jesús, que supo corregir con delicadeza y vigor a sus discípulos, en particular a Pedro, y logró que fueran madurando en la dirección justa. Con amor y desde al amor.

martes, 23 de agosto de 2011

Homilía XXII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

Jer 20, 7-9 / Sal 62 / Rm 12, 1-2 / Mt 16, 21- 27

Después de haber escuchado el domingo pasado la confesión de fe de san Pedro en Jesús, pensaríamos que está todo alcanzado por parte del apóstol. Sin embargo, al continuar leyendo la secuencia del relato, vemos cómo este conocimiento que ha adquirido Pedro por un don y una gracia sobrenatural, todavía requiere ser purificado.

El relato de hoy contrasta radicalmente con la idea de un Mesías político o de una misión terrena. «Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día» (v.21). Por eso, se opone Pedro al anuncio de la Pasión. Al punto, que Jesús tiene que intervenir contra él bruscamente: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (v. 23).

Ha llegado el momento de explicar qué significa realmente ser el «Mesías». El verdadero Mesías es el «Hijo del Hombre», que es condenado a muerte y que sólo así entra en su gloria como el Resucitado a los tres días de su muerte. No podemos separar a Cristo de la Cruz, de su destino de redención.

Se encarnó para dar su vida en rescate por todos. Aún hoy, queremos pensar a Cristo, según la carne y la sangre, y no según Dios lo ha revelado. Por eso, les preguntaba en el relato que leíamos el domingo pasado: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?» Todas aquellas opiniones, con todo y que le colocaban entre algún profeta, no son suficientes.

Entre aquellas opiniones de la época, decían que pensaban que Jesús era “Jeremías”. Y precisamente hoy, estamos meditando un pasaje del profeta Jeremías. Jeremías ha sido visto en la tradición cristiana como figura de Jesucristo, por la incomprensión sufrida desde los inicios de su predicación. De él es la frase: «No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra y en su casa» (Mt 13, 57).

Contemplamos hoy al Jeremías que se debate en su lucha interior ante el Dios que se le revela contradictorio a sus sentimientos. Le seduce, le puede, pero le lleva en contra de su voluntad. Jeremías tuvo que transformar su mente e idea de Dios para poder anunciarlo a sus coetáneos.

De igual modo, san Pablo nos dice hoy en su Carta a los Romanos, que no podemos ajustarnos a este mundo a la hora de entender a Dios, sino que debemos «transformarnos por la renovación de la mente, para que sepamos discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto».

Al igual que a Pedro, Dios nos diría hoy: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!», cuando queremos hacernos un Dios a imagen y semejanza nuestra, ajustado a las necesidades de estos tiempos.

Pero, ¿cómo es posible comunicar la fe en un contexto plural, democrático, relativista y complejo, como el que hoy vivimos? Los nuevos métodos, el nuevo ardor y la nueva expresión que exige “la nueva evangelización” no es otra cosa sino transmitir la fe con la caridad. La caridad es el contenido, el método y el estilo de la comunicación de la fe; la caridad convierte el mensaje cristiano en positivo, relevante y atractivo; proporciona credibilidad, empatía y amabilidad a las personas que comunican; y es la fuerza que permite actuar de forma paciente, integradora y abierta.

Porque el mundo en que vivimos es también con demasiada frecuencia un mundo duro y frío, donde muchas personas se sienten excluidas y maltratadas y esperan algo de luz y de calor. En este mundo, el gran argumento de los católicos es la caridad. Gracias a la caridad, la evangelización es siempre y verdaderamente, nueva. Amén.

martes, 16 de agosto de 2011

Homilía XXI Domingo del Tiempo Ordinario




«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» –Mateo 16, 15

El Papa Benedicto XVI creó un nuevo dicasterio en la curia romana, llamado el “Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización”. Sin duda, esta iniciativa del santo Padre responde a los nuevos retos que enfrenta la Iglesia en nuestro tiempo.

Vivimos tiempos de alejamiento de la fe. Sociedades y culturas que por siglos estaban impregnadas del Evangelio, hoy ya no creen. Se ha perdido el sentido de lo sagrado. Incluso, se pone en tela de juicio los fundamentos que parecían indiscutibles, como la fe en un Dios creador y providente, la revelación de Jesucristo único salvador y la comprensión común de las experiencias fundamentales del hombre como nacer, morir, vivir en una familia, y la referencia a una ley moral natural. En definitiva, el mundo actual necesita saber quién es Jesucristo y cuál es su mensaje.

Al profesar nuestra fe en la divinidad de Jesucristo: “Creo en Jesucristo Hijo único de Dios. Nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios luz de luz”, es necesario proclamar y hacer descubrir la maravilla del plan divino y la profundidad de la encarnación. Dios, en su inmenso amor, quiso hacerse uno como nosotros, para llevarnos al Padre.

La confesión de Pedro en el evangelio de este domingo nos ayudará a ello. El papa Benedicto XVI, en su libro I de Jesús de Nazaret (cap. 9, págs. 337-356), abarca todo este tema de una manera magistral. Nos dice el Papa que la confesión de Pedro solo se puede entender correctamente en el contexto en que aparece, en relación con el anuncio de la Pasión y las palabras sobre el seguimiento y a la luz de lo que ocurrirá en la Transfiguración cuando el Padre confirme la identidad de Jesús.

Es decir, que ante la doble pregunta de Jesús: sobre la opinión de la gente y la convicción de los discípulos; se presupone que existe, por un lado, un conocimiento exterior de Jesús y, por otro lado, frente a él, un conocimiento más profundo vinculado al discipulado, al acompañar en el camino.

Las opiniones de la gente situaban a Jesús en la categoría de los profetas, sin embargo, así no llegaban a la verdadera naturaleza de Jesús ni a su novedad. No basta considerar a Jesús como uno de los grandes fundadores de una religión en el mundo. A la opinión de la gente, se contrapone el conocimiento de los discípulos, manifestado en la confesión de la fe de Pedro: «Tú eres Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16) y esto no se lo ha revelado “ni la carne ni la sangre” (v.17).

Este conocimiento no debe prestarse a mala interpretación. Por eso, después de prohibirles divulgar quién es Él, viene la explicación de lo que significa realmente ser el «Mesías», el «Hijo del hombre», condenado a muerte y que sólo así entra en su gloria como el Resucitado.

Lo que realmente causaba escándalo en Jesús, no es que lo interpretaran como un Mesías político, como pretendieron otros, sino precisamente, el que pretendiera ponerse al mismo nivel que el Dios vivo. Este era el aspecto que no podía aceptar la fe estrictamente monoteísta de los judíos; esto es lo que impregnaba su mensaje y constituía su carácter novedoso, singular, único. Los discípulos tienen claro, que Jesús era mucho más que «uno de los profetas», alguien diferente. Después de haberle escuchado en el sermón de la Montaña, haberle visto perdonar pecados, enseñar con autoridad inusitada las tradiciones de la Ley, hablar con su padre Dios, “cara a cara, como se habla con un amigo”, sabían que en él se cumplían las palabras del Salmo 2, «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Los discípulos no podían menos que percibir atónitos: «Este es Dios mismo».

Hoy, la Iglesia continúa intentando penetrar esa fe, desde el asombro de los mismos apóstoles, como cuando Tomás exclamó ante sus llagas: «¡Señor mío, y Dios mío!». Ante la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», hemos de responder entrando en el misterio de Cristo. Abriéndonos al dato revelado de su persona. Es él quien nos revela quién es, muriendo y resucitando para salvarnos. Amén.

martes, 9 de agosto de 2011

Homilía XX Domingo del Tiempo Ordinario




«Mujer, ¡Qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas»
Mt 15, 28

Al meditar el Evangelio, nos llama la atención la capacidad de admiración de Jesús ante la fe de los paganos. En una ocasión, fue ante un centurión pagano en Cafarnaún, que le dijo: «Señor, no te molestes; yo no soy quién para que entres bajo mi techo», y por su humildad recibió de Jesús aquel elogio: «En ningún israelita he encontrado tanta fe» (Mt 8,10). Hoy, al contemplar el relato de la cananea, escuchamos de igual manera una expresión de admiración por parte de Jesús ante la fe sencilla y humilde de aquella mujer pagana: «Mujer, ¡Qué grande es tu fe!».

¿Qué hay detrás de aquella petición que agradó tanto a Jesús? Sin duda, hay un interés personal. Quizá el punto de partida no sea lo bastante puro, pero si el movimiento culmina en un sincero acercamiento a Jesús. ¿Qué más da? Ya cuidará Él de purificarlo, si es necesario.

Hoy, queremos aprender de la mujer cananea a confiar en los movimientos sinceros de nuestro corazón. La "lucha" que esta mujer mantiene con Jesús, nos recuerdan aquellas enseñanzas de nuestro Maestro: "pedid…, buscad..., llamad". Su perseverancia le obtuvo la respuesta: "Recibiréis..., hallaréis..., se os abrirá".

Metiéndonos en el texto del Evangelio y su contexto, nos damos cuenta de que la escena no tiene lugar en Israel, sino en territorio pagano. Al designar a la mujer como cananea, un judío entiende todo lo que de seductor y peligroso implicaba el paganismo para la fe “yahvista”. El texto está lleno de sorpresas. Primero, que una extranjera de a Jesús el título típicamente judío de hijo de David; segundo, el silencio desconcertante de Jesús y luego su respuesta a la demanda de los discípulos; tercero, la presentación de la mujer en el v. 25 en gesto de adoración a Dios, gesto característico en el evangelio de Mateo para expresar la actitud creyente ante Jesús. Una cuarta sorpresa es la respuesta de Jesús a la mujer: "No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perros", haciendo suyo el afrentoso y despreciativo apelativo de perros, que los judíos aplicaban a los paganos. Y la quinta y última sorpresa sería la reacción de la mujer pagana, que no aspira a suplantar, sino sencillamente a participar. Todo este conjunto de sorpresas, especialmente elaboradas por Mateo, no parecen tener otra función que la de preparar y resaltar la frase final de Jesús. "¡Qué grande es tu fe, mujer!".

Con esta frase, la mujer cananea representa la caída del muro de separación entre judíos y paganos. San Pablo lo expresa, diciendo: "Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios... Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno" (Gál. 26, 28).

Jesús, al elogiar la fe de la mujer y curar a su hija, muestra que, para él, la fe tiene una fuerza superior a cualquier planteamiento o prejuicio: la fe salva siempre. Para Jesús, la fe es siempre algo más fuerte que cualquier otro planteamiento previo. Allí donde hay fe, Jesús actúa. Y fe, aquí, significa convencimiento de que Jesús es la Vida y el Camino.

Hoy somos invitados a examinar si nuestra fe es verdadera y firme, si nos fiamos totalmente de Jesús. Por otra parte, debemos examinar cómo es nuestro diálogo con Jesús en la oración. El diálogo con la cananea es modelo. La mujer tiene claro que lo que Jesús puede aportarle es fundamental para su vida, y pone en marcha todo: súplica, confianza, convencimiento, tozudez, incluso una cierta adulación.


La mujer está decidida a no dejarlo escapar, y no lo dejará escapar. ¿Tiene esa intensidad nuestro trato personal con Jesús? ¿Es tan deseado, tan convencido? Sin duda, tenemos que aprender de aquella pagana.

martes, 2 de agosto de 2011

Homilía XIX Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

I-Re 10, 9-13 / Sal 84 / Rom 9, 1-5 / Mt 14, 22-33

Tener fe en Jesús

Para entrar en el “Reino de los Cielos”, hay que tener fe en Jesús. Hemos venido meditando por varios domingos “las parábolas del reino”. Hemos sido instruidos sobre las propiedades de ese Reino que él vino a instaurar. Pero hoy Jesús, parece advertirnos que para entra al reino de los cielos se requiere además, de parte de nosotros, fe en Jesús.

El Reino de Dios requiere que los discípulos aprendan a tener fe en Jesús. El problema es que Jesús se revela como “el Dios hecho hombre” y no es fácil hacer un acto de fe en un Dios Creador que se revela bajo la forma de una criatura. Sería mucho más fácil creer ante lo irrefutable y lo evidente. Pero Dios, rompe los esquemas del hombre.

Ni siquiera la escritura sagrada, al describirnos las manifestaciones de Dios, logra expresar ni agota toda su trascendencia. Contemplemos, por ejemplo, la primera lectura de hoy tomada del primer Libro de los Reyes. El profeta Elías había iniciado un largo camino que lo conducirá al monte Horeb.

Después de una larga caminata, antes de llegar al monte, en donde tendrá lugar el encuentro misterioso con Yahveh, Elías superará toda desolación interior e incertidumbre cuando Dios se manifieste en un viento ligero, suave, apenas perceptible, como un susurro, en el silencio y la soledad de la montaña. Expresando así su misteriosa espiritualidad y su delicada bondad con el hombre débil. A veces, parece que el mundo, el mal, la experiencia del pecado son superiores a nuestras fuerzas. Sin embargo, el amor de Dios sale a nuestro encuentro y nos dice: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!

También, el Evangelio de hoy nos da una enseñanza sobre este modo de obrar Dios en la vida de cada uno. Después de la multiplicación de los panes, Jesús reacciona de un modo desconcertante. Cuando todas las gentes lo buscaban para celebrar su triunfo, Cristo se retira a orar en soledad a la montaña.

Luego, se hace presente ante sus discípulos de un modo desconcertante también. Al igual que aquella suave brisa desconcertó a Elías. Ya en alta mar, las olas se agitan, el viento es contrario y la barca amenaza ruina. De repente, aparece Jesús caminando por las aguas. Una teofanía del todo singular.

La situación de los apóstoles en la barca en medio de la tormenta, se puede comparar con la situación del cristiano en medio del mundo. El cristiano no tiene propiamente seguridades humanas.


San Pablo nos ayuda a entender que la fe debe informar no sólo la inteligencia, sino también la voluntad y el corazón: nuestro ser entero. En su carta a los Romanos, hoy nos dice cómo lamenta el hecho de que los de su raza no hayan aceptado este mensaje de salvación que proviene solo del encuentro con Jesucristo. Se ofrecería él mismo en oblación con tal de que llegaran a aceptarlo. Y declara que Cristo es Dios bendito por los siglos.

Al igual que San Pablo, necesitamos absolutamente una nueva orientación a nuestra vida. Mirar fijamente a Jesús con fe, disipando toda tormenta y desasosiego, llegaremos a identificarnos de tal manera con Él que nos haremos uno en él, a tener sus mismos sentimientos. Amén.