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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 27 de septiembre de 2011

Homilía XXVII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Is 5,1-7 / Sal 79 / Fil 4, 6-9 / Mt 21,33-43

«La piedra que rechazaron los constructores, ésta ha llegado a ser la piedra angular»

Jesús prosigue su enseñanza en el Templo dirigiéndose, por tanto, a los mismos destinatarios a quienes dirigió la parábola de los dos hijos, los “sumos sacerdotes y ancianos del pueblo”. La tensión aumenta, aunque la atención a sus palabras es grande y utiliza de nuevo el ejemplo de la viña; pero ahora los tintes, van a ser más dramáticos.

La parábola utiliza una imagen muy común en aquellos tiempos; es decir, unas tierras de labranza en manos de un señor extranjero que se va de viaje y deja la viña en manos de judíos labradores. Existía mucha envidia y mala voluntad por parte de muchos judíos hacia esos dueños de latifundios. Lo que nos permite comprender la actitud agresiva de los viñadores hacia los enviados y finalmente el intento de apoderarse de las tierras asesinando al hijo, heredero de aquellas tierras. Existía una cláusula civil que mandaba que una herencia sin heredero podía ser tomada por cualquiera, dándose preferencia a quien primero tomase posesión de ella.

La parábola de la viña arrendada a unos labradores resume la historia de Israel; el cual a su vez es núcleo de la historia de la salvación de la humanidad. El razonamiento de aquellos labradores es que el padre ha muerto si es el hijo quien va; así que, concluyen que él viene a tomar posesión de su herencia. Por lo tanto, muerto el dueño y muerto el heredero, pensarían que podrían tomar posesión de la viña legalmente.

El uso de la imagen de la viña no era nuevo. Siglos antes el profeta Isaías había utilizado esta imagen aplicándola a Israel (1ª. lectura): “Mi amigo tenía una viña”. El amigo representaba a Dios, y su viña amada al pueblo de Israel. Dios, como un hombre enamorado de su viña, hizo todo lo que estaba a su alcance para que su viña produjese uvas de excelente calidad, dulces y sabrosas, sin embargo su viña dio agraces, uvas muy amargas.

En la mente de todo israelita la imagen de la viña estaba fuertemente vinculada al pueblo de Israel, por lo que, al pronunciar Jesús esta parábola todos comprendieron de inmediato que la viña era Israel y que el dueño de la misma era Dios. Los siervos maltratados o muertos que venían a buscar los frutos representaban evidentemente a los profetas, los viñadores homicidas representaban no sólo a los líderes religiosos del pasado, sino también a los que el Señor tenía ante sí.

Éstos terminarán matando al hijo amado del Padre —como anticipa el Señor en su parábola—. Al identificarse el Señor con el hijo del dueño de la viña establece una diferencia fundamental, que Él es de la misma naturaleza divina de su Padre (Jn 5,18; Flp 2,6; Col 1,15-19).

La alegoría culmina con una pregunta dirigida por el Señor a los líderes religiosos que lo escuchan: “Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos viñadores?” - ¿Qué más pudo hacer Dios por mí? El Señor Jesús, luego de proclamar el Evangelio a todos los hombres, nos amó hasta el extremo, ofreciendo en el Altar de la Cruz su propia vida por nuestra reconciliación. ¿Y qué más pudo hacer Dios por mí? Hizo más aún: resucitó, nos dio su Espíritu, nos dejó su Iglesia y en ella el Sacramento de la vida nueva, el Bautismo, el Sacramento de la Reconciliación, así como también ¡el Sacramento de su Presencia real en la Eucaristía!

La pregunta ya no es, pues, cuánto hace Dios por mí, sino cómo correspondo yo a tanto don, a tanto amor, a tanta entrega. ¿Produzco yo los frutos de santidad, de caridad y de apostolado que Dios espera de mí? ¿O produzco agraces, obras de pecado que amargan mi vida y la de los demás? Hoy tenemos la oportunidad –como nos dice san Pablo- de enmendar y devolver a Dios «todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito […] Y lo que aprendimos, recibimos, oímos y vimos [en él], ponedlo por obra». Y el Dios de la paz estará en nuestros corazones. Amén.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Homilía XXVI Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Ez 18, 25-28 / Sal 24 / Flp 2, 1-11 / Mt 21, 28-32

«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» - Flp 2, 5

Hoy la Liturgia nos ilumina con uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento sobre la divinidad de Jesucristo y, en mi opinión personal, uno de los textos más hermosos utilizado por los primeros cristianos en sus liturgias primitivas como himno para cantar la humillación y exaltación de Cristo.

San Pablo, en este himno de la Carta a los Filipenses, teniendo presente la divinidad de Cristo, centra su atención en la muerte de cruz como ejemplo supremo de humildad y obediencia. Él sí que es el hijo obediente al Padre eterno. Él es el que es: «sí, sí» a su voluntad, sin vacilar, sin reservarse nada. Su alimento es hacer la voluntad del Padre; su trabajo, hacer el trabajo del Padre, su identidad, era la del Padre (“El Padre y yo somos uno”), y ver al hijo, es ver al Padre (“El que me ve a mí, ve al Padre”). Jesús nos enseña a ser hijos verdaderos de Dios.

Este himno tiene un trasfondo que contrasta con el primer hombre, Adán; ya que, Adán siendo hombre ambicionó ser como Dios (Gn 3, 5). Por el contrario, Jesucristo, siendo Dios, «se anonadó a sí mismo»; es decir, tomó la condición de siervo, no que perdiera su divinidad, sino que permaneciendo inmutable su naturaleza en la que, existiendo en condición divina, es igual al Padre, asumió la naturaleza nuestra mudable, en la cual nació de la Virgen.

La obediencia de Cristo hasta la Cruz repara la desobediencia del primer hombre, y la desobediencia tuya y la mía, del género humano, después de la caída original.

Comenta un Padre de la Iglesia del siglo III, Orígenes, que «El Hijo unigénito de Dios, Palabra y Sabiduría del Padre, que estaba junto a Dios en la gloria que había antes de la existencia del mundo, se humilló y, tomando la forma de esclavo, se hizo obediente hasta la muerte, con el fin de enseñar la obediencia a quienes sólo con ella podían alcanzar la salvación» (De principiis 3,5,6).

Dicho esto, podemos adentrarnos mejor en el entendimiento de la parábola del Evangelio de este domingo. La parábola de los dos hijos sólo viene recogida en san Mateo y subraya la necesidad de la conversión: Israel es como el hijo que dijo «sí» a Dios pero luego no creyó y no dio frutos, como los fariseos que «dicen pero no hacen».

En cambio, los pecadores dicen «no» a las obras de la Ley con su conducta, pero se convierten ante los signos de Dios, cumplen la voluntad del Padre y entran en el Reino de Dios.

El Señor señala tres momentos en el camino que lleva a la fe: ver, arrepentirse y creer. En el fondo, hoy la Palabra nos da esperanza para el arrepentimiento. Todos estuvimos en desobediencia, fuimos hijos de la ira, nos portamos mal, pero «si el malvado se aparta del mal que ha cometido y practica el derecho y la justicia, conservará su vida» (Ez 18, 27). La obediencia del Hijo nos ha salvado. Como dice el autor de la Carta a los hebreos: «Aprendió por los padecimientos la obediencia. Y llegado a la perfección, se ha hecho causa de salvación eterna para todos los que le obedecen...» (Heb 5, 8-9). La obediencia de Jesús fue tan grata al Padre que con su muerte hizo que fuera vencida la muerte y es fuente de salvación eterna para nosotros.

Llegar a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús, es llegar a identificarnos con su voluntad obediente al la voluntad del Padre. Amén.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Homilía XXV Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

Is. 55, 6-9 / Sal 144 / Flp 1, 20-24.27 / Mt 20, 1-16

«Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo.»
(Flp 1, 27)

No me sorprendería que alguno que otro, al escuchar esta parábola de Jesucristo,
que hoy nos propone la Liturgia de la Iglesia, le cueste comprenderla. En esta parábola, hay algo que nos sorprende; es más, que nos escandaliza. Quizás ésta era la intención de Jesús al pronunciarla. Pero Jesús, no pretende hablar de relaciones económicas o laborales. No nos hallamos ante una norma social, sino ante una parábola. Son cosas distintas.

Nos cuesta entender que los caminos del Señor son distintos a los nuestros (como dice la primera lectura). Dios se presenta como un amo generoso que no funciona por rentabilidad, sino por amor gratuito e inmerecido. Cuántas veces hemos rezado en la liturgia de la Misa esa oración que termina implorando a Dios que nos conceda algo «no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad». Esta es la buena noticia del evangelio: Dios no es como nosotros. Pero nosotros, insistimos en atribuirle “el metro” siempre injusto de nuestra humana justicia. En vez de parecernos a Él, intentamos que Él se parezca a nosotros con salarios, tarifas, comisiones y porcentajes.

Algunos pretenden servir a Dios con mentalidad utilitarista y se preguntan: ¿Para qué sirve ir a misa, si Dios nos va a querer igual? Así evidencian que no han tenido la experiencia del amor de Dios y no reaccionan en consecuencia amándole también más por encima de leyes y medidas.

Lo que se nos está revelando en esta parábola es la gratuidad con la que Dios nos quiere a todos por igual. Bien mirado, los obreros de la primera hora no se quejan de haber padecido una injusticia (ajustaron un denario y lo recibieron), sino más bien de la ventaja concedida a los otros. No pretenden recibir más, sino que se muestran envidiosos de que los otros hayan sido tratados como ellos. Quieren defender una diferencia. Eso es lo que les irrita: la falta de distinción.

La injusticia de que creen ser víctima no consiste en recibir una paga insuficiente, sino en ver que el amo es bueno con los otros. Es la envidia del justo frente a un Dios que perdona a los pecadores. Así leída, la parábola no quiere enseñarnos en primer lugar cómo se conduce Dios, sino más bien cómo han de conducirse los justos ante la misericordia de Dios; concretamente ante la manera de obrar de Jesús y ante un Reino que se abre a los paganos. Los justos no deben sentir envidia, sino alegrarse ante un Padre que perdona a los hermanos pecadores.

Existen cristianos que creen que la religión consiste en lo que ellos dan a Dios. Y no es así, la religión consiste en lo que Dios hace por nosotros. Parecemos mercenarios, al pretender que Dios me de algo porque yo me lo merezca. El verdadero obrero, según el corazón del Señor, es el que se desinteresa del salario. El que encuentra la propia alegría en poder trabajar por el Reino.

¿Soy capaz de aceptar la bondad del Señor, de no refunfuñar cuando perdona, cuando se compadece, cuando olvida las ofensas, cuando es paciente, generoso hacia el que se ha equivocado? ¿Soy capaz de perdonar a Dios su «injusticia»? ¿Me resisto a la tentación de pretender enseñar a Dios el “oficio de Dios”?

Llevar “una vida digna del Evangelio”, como dice hoy san Pablo, es tener esa capacidad de admirarnos ante la liberalidad y gratuidad del amor de Dios, que nos ha llamado a trabajar en su viña, y al igual que san Pablo le decía a los Filipenses: «Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir», no estimar mayor ganancia o paga que el sabernos unidos a Cristo. Amén.

martes, 6 de septiembre de 2011

Homilía XXIV Domingo del Tiempo Ordinario


Perdonar como Dios me perdona

Hoy la liturgia nos lleva a considerar la necesidad del perdón como expresión cumbre de la oración cristiana. La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos. No somos capaces de orar, al menos cristianamente, sino hasta que nuestro corazón no se haga acorde con la compasión divina. El don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con las entrañas de misericordia divinas. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí –Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2844.

Hoy la Palabra de Dios nos viene a examinar hasta qué punto damos testimonio cristiano de que “si vivimos es para el Señor y no para nosotros mismos” – Rom 14,7-9. Escuchar las tres lecturas de hoy, sin duda, nos servirá para iluminar nuestra situación personal. Cuando san Pablo escribía estas palabras en su carta a los Romanos, lo hacía porque se estaban dando divisiones en las asambleas litúrgicas y les enseña que el criterio que debe presidir en las mismas es el amor y respeto mutuo: hay que ponerse en las circunstancias del prójimo, evitar siempre el escándalo y seguir en todo el ejemplo de Cristo, acogiéndonos con comprensión los unos a otros. Los santos, los hijos de Dios, sólo quieren asemejarse a su Padre Dios que les ha perdonado tanto, por eso están dispuestos a perdonar.

Comenta San Juan Crisóstomo sobre el evangelio de hoy: «Aunque no les causes ningún mal [a los enemigos], si les miras con poca benevolencia, conservando viva la herida dentro del alma, entonces tu no observas el mandamiento ordenado por Cristo. ¿Cómo es posible pedir a Dios que te sea propicio cuando no te has mostrado misericordioso, también tú, con quien te ha faltado?» (De compunctione 1,5).

Con estas ideas en mente, entendemos el mensaje que el Espíritu Santo dejó en el libro del Eclesiástico –que hoy leemos en la primera lectura. Tres ideas sacamos de esta lectura: hay que perdonar para poder ser perdonado; hay que recordar quiénes somos y qué ha hecho Dios con nosotros; hay que estar prevenidos contra las disputas. Puesto que, las peleas no se quedan ahí, sino que engendran mayores problemas.

Ahora entenderemos mejor el Evangelio de hoy. Nos enseña el Evangelio que no hay medida para el perdón. La razón última del perdón es que todos somos deudores de Dios. Por eso, la imagen de los “diez mil talentos”. Un denario equivalía al jornal de un trabajador, un talento valía unos seis mil denarios (seis mil días de trabajo). De modo que, lo que el Rey perdona al siervo es una cantidad exorbitante (6,000 × 10,000 = 60,000,000) sesenta millones de talentos, o sea, de días de trabajo.

Con toda probabilidad, en esa exageración reside la verdad profunda de la Parábola, su revelación acerca de la infinita misericordia de Dios con los pecadores. Por otro lado, en la dureza del corazón del siervo también está la verdad de la ingratitud del hombre con respecto a Dios misericordioso y la dureza nuestra respecto a nuestros semejantes, a los que nos cuesta perdonar aún los defectos pequeños.

Para perdonar, hay que amar. El amor es diligente en la entrega; de igual manera, hemos de ser prontos al perdón, generosos en perdonar, porque Dios me ha perdonado más. Al no perdonar, al retrasar el perdón a alguien, estoy manifestando que me creo superior a él. El perdón será la manifestación más elocuente de que hemos conocido a Dios y nos hemos identificado plenamente con él. Dios quiere ayudarnos a salir de nuestra vida de pecado. Quiere darnos a gustar de su propia vida divina, asemejándonos en lo que es más propio de Dios, su capacidad de perdonar libérrima y generosa. Amén.