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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios



Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
En la Octava de la Natividad del Señor

«¡Salve, Madre Santa! Virgen, Madre del Rey, 
que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos».

Así saluda la Iglesia a Nuestra Señora en la entrada solemne de esta fiesta y pedimos a Dios, Nuestro Señor, “que nos conceda experimentar la intercesión de Aquella de quien hemos recibido a su Hijo Jesucristo, el autor de la vida” –oración colecta.
El hecho mariano está en la entraña misma de la fe cristiana. Es un hecho vinculado irrenunciablemente a la realidad y a la misión personal del Verbo encarnado. Por ello, al coronar la octava de Navidad, la liturgia romana nos presenta hoy el misterio del Emmanuel en su marco más exacto: el regazo maternal de María. La que hizo real la presencia del Hijo de Dios encarnado, Príncipe de la Paz, ha de ser reconocida por todos como la Santa Madre, Reina de la Paz.
De hecho, hoy comenzamos el año nuevo 2012, y la Iglesia siempre comienza el año civil proclamando La Jornada de Oración por la Paz. Este año, el lema del mensaje del Papa Benedicto XVI lo plantea desde una perspectiva educativa: «Educar a los jóvenes en la justicia y la paz». El Santo Padre está convencido de que los jóvenes, con su entusiasmo y su impulso hacia los ideales, pueden ofrecer al mundo una nueva esperanza. Todos somos responsables y debemos sentirnos comprometidos a saber escuchar y valorar a nuestros jóvenes si queremos construir un futuro de justicia y de paz. Hemos de transmitir a los jóvenes el aprecio por el valor positivo de la vida, suscitando en ellos el deseo de gastarla al servicio del bien. La Iglesia mira a los jóvenes con esperanza, confía en ellos y los anima a buscar la verdad, a defender el bien común, a tener una perspectiva abierta sobre el mundo y ojos capaces de ver «cosas nuevas».
Las lecturas de este domingo nos ponen en perspectiva de esa Paz que el mundo necesita. La primera lectura (Nm 6, 22-27) nos dice que el nombre de Dios será invocado sobre los israelitas y Él los bendecirá. La bendición solemne del sacerdote al Pueblo de Israel era un signo de la presencia amorosa de Dios entre los suyos. En la nueva Alianza, esta presencia se nos ha hecho real y personal en Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María. El concepto bíblico de la bendición implica una acción de Dios, que lleva al hombre a la plenitud y a la felicidad. El Señor, bendiciendo al hombre, le concede las condiciones del éxito en vida y en su trabajo. Israel era un pueblo bendito. La Iglesia es también un pueblo bendito. El cristiano, perteneciendo a ese pueblo, debe aparecer como un hombre bendito, un hombre que se ha realizado y que es libre. La Iglesia se lo recueda cuando al fin de la celebración eucarística el sacerdote le da la bendición, tantas veces menospreciada y recibida rutinariamente.
Hoy pedimos la bendición de Dios con el Salmo 66: «El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros…» No podemos olvidar que la mayor bendición que hemos recibido de Dios es que «envió a su Hijo, nacido de una mujer». Por cuanto, el Hijo de Dios se ha hecho hombre por María, todos podemos reconocernos hijos de Dios en el ámbito amoroso de la Maternidad divina de María. San Pablo nos recuerda la filiación mariana de Jesús, y nos invita a vivirla también nosotros en el servicio de Dios, en la acogida de esa Palabra divina y en la fidelidad a la misma (Ga 4, 4-7).
El Evangelio nos dice que los primeros testigos del dato de la Navidad, los pastores, encontraron a María, a José y al Niño. Luego, que a los ocho días, impusieron al niño por nombre Jesús. Desde el primer momento de la encarnación, encontramos realmente a Jesús, nuestra Paz y reconciliación, en María, con María y por la Virgen María.
La entrada de Dios en nuestra historia es como un encuentro entre la miseria de los hombres y la misericordia gloriosa de Dios. Y la Virgen María es un símbolo de la Iglesia. Como ella, la Virgen toma la preciosa sangre sacrificial de Cristo y se la ofrece a Dios sin descanso, todos los días y a todas las horas; se la ofrece por la pibre, por la extraviada y pecadora humanidad, que siempre está en guerra en algún lugar y para quien pide la Paz.
La Iglesia quiere la paz entre los hombres y por eso acude con su plegaria a la Madre del Príncipe de la Paz, para que la otorgue ampliamente a la humanidad. Amén.

Padre Pedro

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Homilía IV Domingo de Adviento



Ciclo B
2-Sam 7, 1-5.8-12.14.16 / Sal 88 / Rom 16, 25-27 / Lc 1, 26-38

«Ve y dile a mi siervo David: «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?» 2-Sam 7,4-5

Hoy la liturgia nos hace detenernos ante el hecho de la preocupación legítima que sentía el Rey David por hacer construir un lugar sagrado, un templo, una casa para el Señor. El templo era para los pueblos paganos (egipcios, asirios y babilónicos), el centro de su vida y de su religiosidad porque allí guardaban a sus dioses. En Israel, en cambio, la función del templo iba a ser completamente diferente. Se fundamenta en que el Dios verdadero no puede contenerse en un templo, ni necesita un edificio en el que permanecer. El es un Dios personal, ligado a su pueblo, y, si acepta los lugares de culto antiguos – el tabernáculo del desierto (la tienda del encuentro) y más tarde el templo de Jerusalén – es sólo como signos de su presencia en medio del pueblo, no como habitación imprescindible.
Es así como entendemos la profecía de Natán, en la primera lectura, que señala que más que el templo, el signo de la presencia y protección divina es la dinastía davídica, constituida desde un principio por querer exclusivo de Dios. «Te pondré en paz con todos tus enemigos, y, además, el Señor te comunica que te dará una dinastía». De ahí el juego de palabras entre «la casa de Dios» (templo) y «la casa de David» (dinastía). Lo que en definitiva Dios le dice a David es: «No serás tú quien me edifique una casa sino que el Señor te anuncia que Él será quien te edifique una dinastía» (2-Sam 7, 11). El centro del oráculo de Natán es por tanto consolidar la descendencia monárquica de David.
¿Cómo es que específicamente ha sido Dios quien se construye para sí una «Casa donde habitar»? No podemos pensar en esa respuesta sin pensar en la Virgen María. ¿No es acaso este el «Misterio escondido en secreto durante siglos y que ahora es manifestado por las Escrituras Sagradas para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe» –como dice San Pablo a los Romanos, en la segunda lectura de hoy.
Dios se ha preparado una casa para sí, donde habitar, en el seno casto de la Virgen de Nazareth. Es lo que contemplamos hoy en la lectura del Evangelio. María, es la virgen (doncella) profetizada en Isaías (7, 14) como un signo de lo que va a manifestarse. «He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel»; la mujer que concibe y da a luz está unida al destino del hijo –un príncipe destinado a establecer un reino ideal, el reino mesiánico-. En efecto, el signo no es sólo el niño, sino también la concepción extraordinaria, acontecimiento que subraya el papel central de la madre: que concibe sin intervención de varón, y que el Niño, verdadero hombre por ser hijo de María, es al mismo tiempo Hijo de Dios en el sentido más fuerte de esta expresión.
Al leer la historia de la salvación, vemos cómo la Escritura va iluminando poco a poco con más claridad cómo Dios se fue preparando su casa en la figura de la mujer, la que será la Madre del Redentor. Se va delineando la figura de María desde los comienzos de la historia de la salvación: desde el Protoevangelio (Gn 3, 15), las profecías del Emmanuel (Isaías 7, 14) y la de Isaías 9, 5, nos van revelando que esta mujer es también signo de lo que va a manifestarse. Miqueas habla de un cierto tiempo de abandono de Dios «hasta el tiempo en que de a luz la que ha de dar a luz…» (Mi 5, 1-2). Todas esas profecías van delineando y preparando “la plenitud de los tiempos”, cuando envió Dios a su hijo, “nacido de una mujer” (Gal 4, 4).
Pero, ¿quién es esta doncella de Nazareth? Para los hombres, no es sino «una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David»; en cambio, para Dios, es la «llena de gracia», la criatura más excelsa y singular que hasta ahora ha venido al mundo; y sin embargo, ella se tiene a sí misma como «la esclava del Señor».
Hoy contemplamos el signo de aquel embarazo, ya próximo a darnos al tan esperado por los siglos. La salvación está a punto de brotar, brota de la tierra, la justicia y la paz desde el cielo. En este embarazo, todos nacemos a una nueva vida. Contemplemos y meditemos estos días uniendo nuestro corazón al de María.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Homilía III Domingo de Adviento



Ciclo B
Is 61, 1-2.10-11 / Sal Lc 1 / 1-Tes 5, 16-24 / Jn 1, 6-8.19-28

«Estad siempre alegres… esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros»   -   1-Tes 5, 16s.

San Pablo parece darnos hoy el tono humano que caracteriza el estilo de vida de un cristiano en medio del siglo presente: la alegría, la oración y la acción de gracias. Ante un Dios “fiel que cumple sus promesas”, aguardar su “parusía”, debe ser motivo de esa alegría, acciones de gracias y vida de oración. Hoy celebramos «el Domingo Gaudete» dentro del Adviento, precisamente por el tono de júbilo y alegría presente en las lecturas. La alegría es fundamental en el cristianismo, que por esencia es Evangelium –Buena Nueva– y no nos parece razonable recibir una buena noticia con aires de tristezas.
La alegría es uno de los principales temas en las sagradas Escrituras. El mensaje de la Biblia es profundamente optimista: Dios quiere  la felicidad de los hombres; que vivan plenamente y participen de su ser.
Los maestros espirituales de todos los tiempos han enseñado que lo que da más paz, tranquilidad y alegría es la perfecta conformidad con la voluntad de Dios: «Quiere siempre y en todo lo que Dios quiera y como Dios lo quiera».
Sin duda, el hombre moderno busca también la alegría humana, pero pocos la encuentran, o queda reservada a unos pocos e incluso, generalmente, son alegrías dudosas o pasajeras. Hay quienes buscan la alegría en la evasión, el sueño y el placer, y aceptan una vida cotidiana sin relieve y sin sentido.
El mundo no es absurdo, ya que Dios lo  ama, y el principio vital de su éxito se nos ha dado una vez por todas en Jesucristo. Es que el mundo no se ha enterado. Precisamente dice hoy el Evangelio que surgió un hombre enviado por Dios, llamado Juan (el Bautista), que venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe, y decía: “En medio de vosotros, hay uno que no conocéis”. Ese que el mundo no conoce, es la fuente de la alegría verdadera, de la paz duradera y la esperanza cierta.
De igual manera nos recuerda hoy la voz profética del tercer libro del profeta Isaías (caps. 56-66), escrito probablemente en el periodo posterior al exilio babilónico (siglos VI-V a.C.), el tono de esperanza y alegría con el que se anuncia la inminente manifestación de Dios; “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala… Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos, ante todos los pueblos”.
El mensaje cristiano está lleno de esperanza y alegría para el hombre de todos los tiempos. El entusiasmo cristiano se alimenta de la esperanza en una vida mejor. En la vida eterna. Jesús es el único que nos promete vida eterna. Dice San Pablo a los filipenses: «Manteneos alegres como cristianos que sois». «Que la esperanza os tenga alegres». La esperanza hace llevadera la cruz, y soportable el dolor. La esperanza es esencial para la vida del ser humano. El hombre sin esperanza muere.
Decía el doctor Víctor Frankl, al narrar sus experiencias con los prisioneros de los campos de concentración nazis: «Sólo se mantenían vivos los que tenían esperanza. Aquellos a quienes se les apagaba la llama de la esperanza, tenían sus días contados». La esperanza de la vida eterna es la más brillante y cierta de las esperanzas. Debemos vivir y comunicar esta esperanza.
Los cristianos debemos ser portadores de esperanza. Dice el Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes: «El cristiano tiene que dar al mundo razones para vivir y para esperar».
Vivir la esperanza cristiana llena la vida de ilusión y optimismo en un mundo donde reina el pesimismo, la tristeza, la amargura, el vacío interior y el hastío. Un mundo harto de materialismo y de sexo. Un mundo miope y arrugado.
La verdadera alegría no llega hasta que no la trae Cristo. Nuestra alegría no será auténtica hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia. Por el contrario, toda pérdida externa debería hacernos avanzar un paso hacia esa intimidad y hacernos más maduros para nuestra felicidad auténtica.
Celebrar el Adviento significa, despertar a la vida la presencia de Dios oculta en nosotros. Juan el Bautista y María nos enseñan a hacerlo. Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo invisible. Amén.