¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

lunes, 5 de noviembre de 2012

Homilía XXXII Domingo de Tiempo Ordinario




Ciclo B
1-Re 17,10-16 / Sal 145 / Hb 9,24-28 / Mc 12,38-44

«Ha echado todo lo que tenía para vivir» - Mc 12, 44

-Dos viudas pobres dan color a las lecturas de este domingo. La una se fía de la palabra de Elías (primera lectura) y le hace un panecillo con el puñado de harina y el poco de aceite que le quedaba y recibe una recompensa multiplicada. La otra (evangelio) echa "dos reales" y recibe el elogio del Señor: "ha echado más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado lo que tenía para vivir".
-Estas dos mujeres son modelo de creyentes. Son personas abiertas a Dios: confían en él. Poca cosa tienen, pero no se aferran celosamente a lo poco que tienen. No dan los restos, sino lo que necesitan para vivir. Dios no quiere que le demos lo que nos sobra (y aún, a menudo de forma exhibicionista, como si demostráramos nuestra generosidad y obtuviéramos mérito por ello). El "primer mandamiento" -que vale para todos- es "amarás al Señor, tu Dios, con todo su corazón..." (domingo pasado). De igual modo, el segundo es "amarás a tu prójimo como a ti mismo" (y no "dales algo de lo que te sobra").
-Estas mujeres son dos "pobres" en el sentido bíblico de los "anawim" (pobres de Yahvé), los que Jesús proclamaba dichosos. No tienen demasiado de que presumir y sentirse orgullosos y ponen en Dios su esperanza. Cualquiera lo reconoce enseguida: ésta es la religión verdadera, "pura e intachable a los ojos de Dios Padre" (St 1,27; d. 22). ¡Qué contraste con aquellos ricos que echan mucho dinero para el Templo y con los escribas que aparecen en el evangelio!
-Alguien, tal vez, diga que son dos mujeres "alienadas". Y que el Templo (Dios, la religión) y los profetas (claro...) devoran los bienes de los pobres, en lugar de ayudarlos a tomar conciencia de su situación injusta de dependencia y opresión, y a luchar por su liberación. ¡Cuidado! "El Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, libera a los cautivos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda" (salmo responsorial). Y Jesús, que alaba el gesto de aquella mujer, critica a los que "devoran los bienes de las viudas" y recuerda que Elías "fue enviado" a socorrer a aquella viuda cuando "hubo una gran hambre en todo el país" (Lc 4,25-26). No hay que confundir la "gimnasia" con la "magnesia". Naturalmente la generosidad de la viuda del evangelio no autoriza cualquier uso que hagan de sus "dos monedas" -y de tantos otros- los responsables del Templo, ni prácticas que hoy nos parecen fuera de lugar, como vestidos, coronas o construcciones suntuosas.

Meditación de JOSEP M. TOTOSAUS (Mercabá.org)

martes, 30 de octubre de 2012

Homilía XXXI Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Dt 6,2-6 / Sal 17 / Hb 7,23-28 / Mc 12,28-34
“Escucha, Israel: Amarás al Señor, con todo el corazón” (Dt 6,2-6)

«Shemá Israel» (“Escucha, Israel”), son las primeras palabras y el nombre de una de las principales plegarias de la religión judía en la que se manifiesta su credo en un solo Dios. En tiempos de Jesús el «Shemá» era recitado cada día obligatoriamente por los judíos observantes, se rezaba también diariamente dos veces en las sinagogas y en el templo. Por lo tanto, cuando Jesús responde al letrado que le preguntaba por el mandamiento primero y lo hace citando el principio de esta oración, le recuerda algo que todos conocían muy bien (evangelio de hoy).
Consistía originalmente en un único verso que aparece en el texto de la primera lectura de hoy, en el Libro del Deuteronomio (6,4): “Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno…” (Shemá Yisrael, Adonai Eloeinu, Adonai Ejad). Este “Adonai es nuestro Dios; Adonai es Uno”, es considerada la expresión fundamental de la creencia judía monoteísta.
Dichas en su contexto, estas palabras no son propiamente la promulgación de un mandamiento aislado, aunque éste sea, en efecto, el primero y fundamental, sino una exhortación y una advertencia a Israel para que cumpla todos los mandatos y preceptos. Por eso comienzan recordando el motivo y la razón última de la fidelidad que en ellas se exige: que Israel no tiene otro Señor que Dios y que Dios, no hay más que uno. En consecuencia, Israel debe amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, lo cual implica el cumplimiento de todos los mandamientos y preceptos.
La respuesta más perfecta a la Alianza con Dios no es el temor, sino el amor; un amor total y único como es el amor que un hijo debe a su único padre. No olvidemos que la respuesta religiosa del amor al único Dios presupone la experiencia de Israel de haber sido amado por Dios de una forma única y singular. Lo verdaderamente nuevo en este texto no es el mandamiento del amor a Dios, sino el modo como este mandamiento se propone: como deber fundamental y compendio de todos los deberes religiosos, como razón y motivo último de todos los mandatos y preceptos.
Los rabinos, en tiempos de Jesús, discutían cuál de los mandamientos promulgados por Moisés, y multiplicados por la tradición oral, era el principal. Jesús le responde al escriba repitiéndole la «Shemá», dándole así validez a aquel precepto. Pero lo original de Jesús es unir ambos mandatos (amar a Dios y al prójimo) en un solo y principal precepto moral. Y deja claro que este doble amor constituye la base del culto verdadero y perfecto.
De modo que el primer mandamiento es doble: el amor a Dios y el amor al prójimo por amor a Dios. Este amor se llama caridad. Así también llamamos a la virtud teologal que es un don que infunde el Espíritu Santo a quienes son hechos hijos adoptivos de Dios, por el Bautismo. La caridad ha de crecer a lo largo de la vida en esta tierra, por la acción del Espíritu Santo y con nuestra cooperación: crecer en santidad es crecer en caridad. La santidad no es otra cosa que la plenitud de la filiación divina y de la caridad. La caridad tiene un orden: Dios, los demás (por amor a Dios) y uno mismo (por amor a Dios). Amar a Dios comporta elegirle como fin último de todo lo que hacemos. Actuar en todo por amor a Él y para su gloria. No puede existir en un cristiano un fin superior a este. Ningún amor se puede poner por encima del amor a Dios. «No hay más amor que el Amor» (Camino, 417); de modo que no puede existir un verdadero amor que excluya o postergue el amor a Dios. Hoy, esta Palabra nos invita a corresponder al amor de Dios con amor, en una total entrega de cuerpo y alma, ya que Él nos amó primero. Amén.

martes, 23 de octubre de 2012

Homilía XXX Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Jr 31,7-9 / Sal 125 / Hb 5,1-6 / Mc 10,46-52

«Tu fe te ha salvado»

Hace apenas unas semanas que hemos comenzado el «Año de la Fe». El santo Padre, Benedicto XVI, ha comenzado un nuevo ciclo de catequesis todos los miércoles para todo este año sobre el tema de la fe. Dice el Papa que este año hemos de retomar “la alegría de la fe”, comprendiendo que ésta no es algo ajeno, separado de la vida concreta, sino que es su alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y donándose Él mismo en la cruz para salvarnos y volver a abrirnos las puertas del Cielo, indica de manera luminosa que sólo en el amor consiste la plenitud del hombre (17-X-12).
Hoy se nos quiere hacer creer que “tener fe” es algo alienante, irrelevante o incluso una forma de barbarie contra la razón y el progreso. Sin embargo, basta tener un poco de buena voluntad para ver y darse cuenta no existe verdadera humanidad más que en los lugares, gestos, tiempos y formas donde el hombre está animado por el amor que viene de Dios. Y en cambio, donde sólo existe el dominio, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde existe la arrogancia del yo cerrado en sí mismo, el hombre resulta empobrecido, degradado, desfigurado. La experiencia nos dice que la fe cristiana, operosa en la caridad y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida; más aún, la hace plenamente humana.
El Evangelio de este domingo nos coloca ante el relato, según san Marcos, de la curación del ciego, Bartimeo. En la manera de escribir, el evangelista está sugiriendo con fuerza que la falta de fe se identifica con la ceguera, lo mismo que la fe se identifica con recobrar la vista. El que cree en Cristo es el que ve las cosas como son en realidad, aunque sea ciego de nacimiento –o aunque sea inculto o torpe, humanamente hablando–; en cambio, el que no cree está rematadamente ciego, aunque tenga la pretensión de ver, e incluso presuma de ello.
A Bartimeo se le devuelve la vista para seguir a Cristo, no para continuar sentado, al margen, viendo pasar la vida, reclamando atenciones. Si de verdad se le han abierto los ojos, no puede por menos de quedar deslumbrado por Cristo, sólo puede tener ojos para Él y para seguirle por el camino, con la mirada del corazón fija en Él. Dice un Padre de la Iglesia, del siglo II, San Teófilo de Antioquía, que son nuestros pecados los que no nos dejan ver a Dios: “Ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones”.
A Bartimeo no le curaron sus gritos, sino la fe en Jesús; comienza gritando el nombre de Jesús y termina siguiéndole. Para san Marcos este seguimiento es más importante que la curación en sí misma. La fe pide una conversión de la existencia que da vida a un nuevo modo de creer en Dios.
Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma en profundidad a nosotros mismos, revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, orientándolas, de día en día, a mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor. Tener fe en el Señor no es un hecho que interesa sólo a nuestra inteligencia, el área del saber intelectual, sino que es un cambio que involucra la vida, la totalidad de nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe cambia verdaderamente todo en nosotros y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, el gusto de ser peregrinos hacia la Patria celestial. Amén. 

martes, 16 de octubre de 2012

Homilía XXIX Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Is 53,10-11 / Sal 32 / Hb 4,14-16 / Mc 10,35-45

DOMUND
«Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos» (Isaías 53,11)

Todos hemos vivido recientemente una relevante modificación en la Liturgia al reemplazarse la expresión “por todos” en el momento de la narración de la consagración durante la Misa, por las palabras “pro multis” (por muchos). Es posible que a alguno le haya causado perplejidad, asombro o duda dicho cambio. ¿Por qué “por muchos”? ¿Acaso Cristo no murió “por todos”? ¿Es que la Iglesia ha cambiado su enseñanza con respecto a la salvación? ¿Va este cambio contra la herencia del Concilio Vaticano II?
Estas interrogantes llevan a la siguiente pregunta: si Jesús murió por todos, ¿Por qué las palabras de la Última Cena dicen “por muchos”? Por otra parte, Jesús, de acuerdo con Mateo y Marcos, dijo “por muchos”, pero de acuerdo con Lucas y San Pablo, dijo “por vosotros”. Este hecho estrecha todavía más la cuestión. Pero, a partir de aquí, también podemos llegar a una solución. Los discípulos saben que la misión de Jesús los trasciende a ellos y a su círculo íntimo; saben que él ha venido para reunir a todos los hijos de Dios dispersos (Jn 11,52). Por tanto, este “por vosotros” (o “por ustedes”) en todo caso lo que hace es revelar que esta misión de Jesús es bien concreta para los presentes: ellos no son un elemento anónimo de una amplia totalidad, sino que todos saben que el Señor murió muy particularmente “por mí”, “por nosotros”. El “por ustedes” alcanza al pasado y al futuro; yo fui nombrado muy personalmente; nosotros, que estamos aquí, somos conocidos personalmente por Jesús. En este sentido, el “por ustedes” no es una reducción sino una especificación que es válida para cada comunidad que celebra la Eucaristía, que se une a sí misma al amor de Cristo. Por eso, en las palabras de la consagración, el Canon Romano unió las dos lecturas bíblicas y se lee: “por ustedes y por muchos”. Luego en la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, esta fórmula fue llevada a todas las plegarias eucarísticas.
Pero, nuevamente: ¿Por qué “por muchos”? – Nuestra fe nos enseña que Jesucristo, en cuanto Hijo de Dios encarnado, es el Hombre para todos los hombres, el nuevo Adán. San Pablo nos enseña en su Carta a los Romanos (8,32) que «Dios entregó a su Hijo “por todos nosotros”; y en su segunda Carta a los Corintios (5,14) dice que “si uno murió por todos…”, refiriéndose a la muerte de Jesús; así también en su primera Carta a Timoteo (1Tm 2,6) dice que Jesús: «se entregó a sí mismo para rescatar a todos»; entonces, si todo está claro, ¿Por qué la plegaria eucarística debe decir “por muchos”?
La Iglesia tomó esta formulación de la narrativa de la institución de la Eucaristía del Nuevo Testamento. Ella lo hace por respeto a la Palabra de Jesús, para permanecer fiel a Él también en la Palabra. El respeto por la Palabra de Jesús es la razón para la formulación de la oración. Pero, ¿Por qué el propio Jesús dijo así? – El verdadero motivo para esto es que Jesús, de esta forma, se reveló como el Siervo de Dios de Isaías 53, se identificó según la forma que la palabra del profeta esperaba. De modo que, la base sólida para la fórmula de “por muchos” se encuentra en esta doble fidelidad: el respeto de la Iglesia por la Palabra de Jesús y la fidelidad de Jesús a la Palabra de Las Escrituras. En esa cadena de fidelidad reverente se encuentra la traducción literal de la Palabra de las Escrituras.
De todas maneras, la dialéctica de “muchos-todos” tiene mucho que ver entre sí, porque si bien la acción de Jesús incluye a toda la humanidad, pasada, presente y futura; de hecho, en la comunidad concreta de aquellos que celebran la Eucaristía, se trata solamente de “muchos”. O sea, que “los muchos” somos en realidad “nosotros”, los que podemos sentarnos a Su mesa, que hemos sido llamados por Él y podemos conocerle. Y en segundo lugar, es también una responsabilidad, ya que el haber sido llamado a participar de Su mesa, oír su Palabra y saber cómo me ha amado, me compromete a anunciarlo a “todos los demás”. Los muchos tienen una responsabilidad por todos. Los muchos, que somos nosotros, debemos conscientemente practicar su misión en responsabilidad por la totalidad.
Hoy, Domingo Mundial de las Misiones, pensamos en esos “todos” por los que Cristo murió y derramó su sangre en rescate. Hoy la Eucaristía es el «trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente». No temamos acercarnos con confianza a Él. Amén. 

martes, 9 de octubre de 2012

Homilía XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Sab 7,7-11 / Sal 89 / Hb 4,12-13 / Mc 10,17-30

«¡Señor, enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato!» (Salmo 89)

Hoy, el salmo 89, que rezamos como respuesta a la primera lectura, parece darnos el tono y la atmósfera de toda la liturgia de este Domingo. ¿No es acaso lo que pedimos precisamente en “la oración colecta” al comenzar la liturgia? “Te pedimos, Señor, que tu gracia nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien".
¿Qué es lo bueno? ¿Qué es lo que te agrada, Señor? «La Palabra de Dios juzga los deseos e intenciones del corazón» (Hb 4,13). Esa afirmación del autor de la carta a los Hebreos, que leemos en la segunda lectura, es una buena síntesis del papel de la Palabra en la vida del cristiano y, por tanto, en la vida de la comunidad que celebra la liturgia (en la Iglesia). Al llegar hoy a la casa de Dios, a celebrar la fe en comunidad, venimos buscando una sabiduría que no es de este mundo, queremos adquirir un corazón sensato que nos ayude a calcular nuestros años, queremos saber lo que es bueno, buscamos alcanzar la vida eterna, la salvación.
En definitiva, venimos corriendo, como aquel personaje del Evangelio de hoy, cuya identidad personal desconocemos, y cuya pregunta revela que era una persona con inquietudes religiosas: “¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?”, le dice a Jesús. El gesto de arrodillarse y la interpelación (“Maestro bueno”) revelan veneración y reconocimiento hacia Jesús. Por la conclusión del relato, sabemos además que era una persona cumplidora del decálogo y muy rica.
Sin embargo, aquel cumplimiento y obediencia de la ley, se ve que no colmaba sus ansias de vida eterna. “¿Qué más hace falta para salvarse?” – le dice-. Jesús deshace aquel legalismo, que era un nuevo pretexto para no creer, y le formula un mandamiento preciso: "Sígueme".
Esto es lo que le faltaba. Creer que Jesús mismo es la Sabiduría que buscaba. Jesús le invita a superar la discusión ética y el legalismo religioso para encontrarse con la persona misma de Jesús y seguirle. Creer y salvarse es, a fin de cuentas, unirse a la persona de Jesús.
Desde un principio de la conversación, Jesús le apuntó en la dirección a Dios. Al igual que la Sabiduría que pidió Salomón en el Antiguo Testamento, y que nos refiere la primera lectura de hoy, para pedir la sabiduría es menester apreciarla por encima de todas las cosas y desearla ardientemente. Hay que preferirla al poder, a las riquezas, a la salud, a la belleza y al bienestar.
Sólo Jesucristo es capaz de pedirle al hombre un seguimiento radical porque él es la Sabiduría de Dios (1 Cor 1, 24) en carne viva. No seguir a Jesucristo es optar por la infelicidad, como le pasó al joven del evangelio, quien “frunció el ceño y se marchó pesaroso”. La Nueva Evangelización es un llamado a salir de la tibieza y mostrar el entusiasmo de la fe viva que sigue a Jesucristo, como persona y objeto de nuestro amor. Seguimiento que es una confesión de fe que “se expresa en la voluntad del testigo hasta el sacrificio de la vida, asegurando de este modo su credibilidad” (Benedicto XVI). Amén. 

martes, 2 de octubre de 2012

Homilía XXVII Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Gn 2,18-24 / Sal 127 / Hb 2,9-11 / Mc 10,2-16

«De modo que ya no son dos, sino una sola carne.
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»  Mc 10, 9 

Es interesante constatar que la sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra con la visión de las "bodas del Cordero" (Ap 19,9; Ap 19, 7). De modo que de un extremo a otro, la Escritura habla del matrimonio y de su "misterio", de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación “en el Señor” (1 Co 7,39) todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (Ef 5,31-32). – CCE n. 1602 –
La liturgia de la Palabra este domingo nos propone la oportunidad de hablar sobre el tema de la relación de pareja y del valor y el sentido del matrimonio para los cristianos, un tema que no sale muy a menudo en nuestras predicaciones y que, por tanto, hoy será un buen día para hablar y reflexionar sobre él, dada su importancia.
El texto de san Marcos que hoy meditamos, plantea la cuestión por parte de los fariseos sobre la licitud o no del divorcio. San Marcos escribe para los romanos, a quienes no les interesaba tanto la legislación mosaica sobre el libelo del repudio cuanto el problema más radical de la licitud del divorcio. Jesús fija con claridad el estado de la cuestión, pasando a interpretar la ley de Moisés como una concesión necesaria por causa de la dureza de corazón de los judíos, incapaces de guardar un orden moral más elevado. En otras palabras, el problema no está en la legislación, sino en la conducta humana. La misma concesión que hizo Moisés implica una tolerancia y en cierto sentido una acusación. Las legislaciones podrán cambiar, pero la dureza de corazón que busca justificar sus acciones detrás de leyes acomodaticias, egoístas, inmorales, no podrán acallar la verdad de lo que Dios quiso desde un principio en el proyecto matrimonial.
Jesús proclama lo que fue en un principio y lo que debe ser el fin del matrimonio. Cristo, con su autoridad, dignifica la institución matrimonial: restableciendo la pureza de la “unidad” primitiva frente a la poligamia y la “indisolubilidad” del vínculo matrimonial frente al divorcio y elevando la institución del matrimonio a sacramento de la nueva Ley. A Jesús le interesa el mandamiento de Dios, no “la dispensa del hombre”; el sentido del matrimonio en el plan de Dios, no sus desviaciones por la obstinación del hombre.
Como siempre, Cristo va a la raíz de la cuestión. Jesús invocará el Génesis para sancionar definitivamente la indisolubilidad del matrimonio. Al rechazar el divorcio, lo que hace Jesús es remitir al proyecto originario de Dios. Él viene a hacer posible la vivencia del matrimonio tal como el Creador lo había querido «al principio». La propia voluntad divina será la mejor garantía de la unión entre el hombre y la mujer: «Lo que Dios ha unido».
Cristo viene a hacerlo todo nuevo. El es el santificador que ha santificado la unión conyugal, haciendo de ella una imagen de su amor y entrega por la iglesia. Cristo manifiesta que los matrimonios pueden vivir el plan de Dios porque Él viene a sanar al ser humano en su totalidad, viene a dar un corazón nuevo, un nuevo modo de amar. Al renovar el corazón del hombre, renueva también el matrimonio y la familia, lo mismo que la sociedad, el trabajo, la amistad… todo. Hoy se debate la institución matrimonial por una cultura que pretende redefinir y vaciar de contenido la esencia del matrimonio y la familia. Hoy, más que nunca, la Nueva Evangelización requiere de todos los cristianos, claridad de ideas y voluntad firme para custodiar lo que Dios nos ha entregado. Amén.

martes, 25 de septiembre de 2012

Homilía XXVI Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Nm 11, 25-29 / Sal 18 / St 5,1-6 / Mc 9,38-43.45.47-48
«El que no está contra nosotros está a favor nuestro»

El episodio que nos relata el Evangelio de san Marcos en este domingo nos retrae al suceso narrado en el Antiguo Testamento y que precisamente leemos en la primera lectura. El libro de los Números nos narra que Moisés comunicó el Espíritu de Dios a setenta ancianos que habían salido del campamento y se  habían reunido junto al tabernáculo; pero un joven vio con sorpresa que el Espíritu de Dios  se había posado también sobre Eldad y Medad, dos ancianos que no se habían unido al  grupo y que no habían salido del campamento, pero que se pusieron también a profetizar. Josué, entonces reclama a Moisés: «Señor mío, ¡prohíbeselo!» Pero Moisés le respondió: «¿Estás celoso  por mí? ¡Ojalá profetizase todo el pueblo de Dios y hubiera puesto el Señor su Espíritu  sobre cada uno de ellos!».
Por otra parte, el Evangelio de san Marcos nos cuenta que después que Jesús había enviado a sus discípulos a predicar por tierras  de Galilea (6, 7-13), una vez regresaron, cuentan a su Maestro lo que les ha  sucedido. Juan comenta una anécdota en donde le habían prohibido a uno arrojar demonios en nombre de Jesús porque no era del grupo. Aunque Jesús sabe que no había mala voluntad en su discípulo al prohibírselo, aprovecha la ocasión para enseñar el comportamiento adecuado del discípulo al ejercer la autoridad.
Si bien ya les había enseñado que en el reino de Dios, “el que quiera ser el primero que se haga el último y el servidor de todos”, hoy les enseña que «El que no está contra nosotros está a favor nuestro». Una frase que se complementa con otra contenida en el evangelio de San Mateo: «el que no está conmigo, está contra mí» (Mt 12,30).
La autoridad pastoral en la iglesia que Jesús viene a fundar no es control, ni monopolio exclusivo y excluyente. La  autoridad debe caracterizarse por una amplitud de espíritu, por un saber estar por encima de las ideologías de grupo; debe estar abierta a todos los hombres que defienden una  causa justa, aunque no sean cristianos; excluye la cerrazón ortodoxa, el sectarismo, la visión de gueto.
Moisés, el "amigo de Dios", lo tenía claro: “¿Quién soy yo para controlar y manipular el Espíritu? ¡Ojalá todo el pueblo recibiera el Espíritu del Señor y profetizara!”. Jesús no excluye a nadie, Jesús incluye a justos y pecadores, de todos pide amor, de todos reclama amor. Es servidor de todos quien mantiene una actitud de humildad y respeto. El servidor se sabe instrumento y no dueño. Hasta un vaso de agua dado a una persona porque es seguidora del Mesías, garantiza el favor de Dios. “Quien escandaliza a uno de “los pequeños” que creen en El, "más le valdría ser arrojado al mar con una piedra de molino al cuello". Estar a favor de Jesús es aprender a vivir reconociendo la bondad de Dios en los demás. En todos hay una semilla de Dios, algo bueno, nos toca a nosotros aprender a vivir como sembradores de paz y alegría a nuestro alrededor, en la comunión de la Iglesia. Amén.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Homilía XXV Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Sb 2, 12-20 / Sal 53 / Sant 3,16-4,3 / Mc 9,30-37

«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.» (Mc 9,35)

En el evangelio de este domingo, Jesús anuncia por segunda vez a los discípulos su pasión, muerte y resurrección. El evangelista san Marcos no disimula el fuerte contraste que existe entre la mentalidad de Jesús y la capacidad de entender de los doce Apóstoles, quienes no sólo no comprenden las palabras del Maestro, sino que rechazan claramente la idea de que vaya al encuentro de la muerte. ¿Por qué aceptar un Mesías abocado al sufrimiento?
¿No podían los apóstoles haber superado ese escándalo acudiendo a la misma Escritura? ¿Es que acaso la Escritura misma no sugería que el Mesías debía padecer? Como el mismo Jesús les va a revelar a los discípulos de Emaús, en la mañana de la resurrección: «¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?» (Lucas 24,26). De hecho, el Antiguo Testamento está impregnado de referencias en las que podemos descubrir el anuncio de la pasión de Cristo. Hoy leemos precisamente un texto del libro de la Sabiduría. «Acechemos al justo… quien declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo del Señor; lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente… y se gloría de tener por padre a Dios. lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él.» (Sab 2, 12-20).
Si el domingo pasado el tema del Mesías que iba a padecer suscitó la reacción contraria de Pedro, hoy, la reacción es mucho más lamentable ya que se ve que los discípulos ni siquiera han  escuchado, sus preocupaciones se dirigen hacia el éxito personal, exactamente lo contrario de lo que Jesús intentaba explicarles. Y Jesús, pues, debe volver a explicar y a insistir en el estilo que él propone: se trata de querer vivir toda la vida como servicio; y se trata de saberlo reconocer a él no en los grandes y prestigiosos, sino en los humildes y débiles.
Los apóstoles discutían entre sí sobre quién de ellos se debería considerar «el más importante». Jesús les explica con paciencia su lógica, la lógica del amor que se hace servicio hasta la entrega de sí: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».
Esta es la lógica del cristianismo, que responde a la verdad del hombre creado a imagen de Dios, pero, al mismo tiempo, contrasta con el egoísmo, consecuencia del pecado original. Lo recuerda, en la liturgia de hoy, también la carta de Santiago: «Donde existen envidias y espíritu de contienda, hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía». Y el Apóstol concluye: «Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3, 16-18).
No cabe duda de que seguir a Cristo es difícil, pero —como él dice— sólo quien pierde la vida por causa suya y del Evangelio, la salvará (cf. Mc 8, 35), dando pleno sentido a su existencia. No existe otro camino para ser discípulos suyos; no hay otro camino para testimoniar su amor y tender a la perfección evangélica. Amén.

martes, 11 de septiembre de 2012

Homilía XXIV Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Is 50, 5-9 / Sal 114 / Stgo 2, 14-18 / Mc 8, 27-35

«El Señor Dios me ha abierto el oído» (Is 50, 5)

Aún recordamos el milagro del “sordomudo” que nos narraba el evangelio de san Marcos, el domingo pasado (Mc 7, 32ss). Hoy, el texto del Antiguo Testamento, tomado del tercer cántico del Siervo (Isaías 50,5-9), me retrotrae al personaje del “sordomudo”, por aquello de que «El Señor Dios me ha abierto el oído» (v. 5) y “El Señor Dios, me ha dado una lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora” (v.4). ¿No somos acaso tu y yo, aquel “sordomudo”, sobre quien Jesús pronunció el “Effetá” para abrir nuestros oídos a la Palabra –la fe entra por el oído- y nuestros labios para proclamar esa fe?
Pero hoy la secuencia litúrgica nos narra otro episodio de la vida de Jesús. San Marcos, continúa su evangelio narrando el milagro de la multiplicación de los panes, la confrontación de los fariseos con Jesús, el milagro de la curación de un ciego, y siguiendo el camino por las aldeas de Cesarea de Filipo, aparte con sus discípulos, les pregunta: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (Mc 8,27ss). Este momento de la vida de los apóstoles, va a servir para revelarnos quién es en su verdad plena y profunda este Jesús que realiza signos y milagros. A Jesús, no le bastará la respuesta de lo que habían oído decir de Él, sino que quiere que sus discípulos, los que han aceptado comprometerse personalmente con Él, tomen una posición personal. Por eso, les insiste: “¿Quién dicen ustedes que soy yo?” (v.29). Pedro contesta en nombre de los demás: “Tu eres el Cristo”, es decir, el Mesías. Esta respuesta de Pedro, que no provenía “ni de la carne ni de la sangre”, encierra en sí como en germen la futura confesión de fe de la Iglesia.
Con todo, Pedro no había entendido aún el contenido profundo de la misión mesiánica de Jesús. Por eso, ante el anuncio de la pasión se escandaliza y protesta, provocando la dura reacción de Jesús (v.32-33). Pedro quiere un Mesías “hombre divino”, que realice las expectativas de la gente imponiendo a todos su poder. También nosotros deseamos que el Señor imponga su poder y transforme inmediatamente el mundo. Que no haya más dolor, que no haya más injusticias, que se acabe el mal, ¿Por qué el sufrimiento de los inocentes?
Pero Jesús se presenta como el “Dios humano”, el siervo de Dios, que transforma las expectativas de la muchedumbre siguiendo el camino de la humildad y el sufrimiento. Es así que entendemos por qué la liturgia nos propone el relato del Siervo doliente del profeta Isaías, para enfocarnos a entender el Evangelio, indicando que el sufrimiento de Cristo estaba proféticamente previsto.
También hoy debemos tomar una postura ante Jesucristo. O acogemos a Jesucristo en la verdad de su misión y renunciamos a nuestras expectativas demasiado humanas; o le doy más relevancia a mis expectativas humanas del Dios que me conviene, rechazando al verdadero Jesús.
Jesús nos enseña hoy a ser verdaderos discípulos, nos dice: “No me señales tú el camino; yo tomo mi camino –el de la Cruz- y tú debes ponerte detrás de mí”. Esta es la ley del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo. Aunque le cuesta, Pedro va a acoger la invitación y prosigue su camino tras las huellas del Maestro. Hagamos tu y yo lo mismo. Amén.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Homilía XXIII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Is 35, 4-7 / Sal 145 / Sant 2, 1-5 / Mc 7, 31-37

«Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.» Mc, 7, 37

Seguimos adelante con el “Evangelio de Jesucristo” según san Marcos en el ciclo litúrgico B. Después de la catequesis eucarística que por cinco domingos tuvimos y que concluyó con la crisis galilea explicada por el Evangelio de san Juan (“Dura es esta enseñanza, ¿Quién puede escucharla?”), y del desafío de Jesús al corazón del hombre, cuando el domingo pasado nos decía que es del corazón de donde brotan nuestras impurezas (Mc 7, 21); hoy le seguimos a tierra de paganos (Tiro y Sidón), se aleja de las multitudes, realiza un milagro.
Como de costumbre, la primera lectura, tomada del profeta Isaías, nos ilustra el sentido pleno del signo realizado por Jesús. El profeta Isaías consuela a su pueblo, en horas difíciles, y le asegura -con un lenguaje al que estamos más acostumbrados en las semanas del Adviento- que Dios va a infundir fuerza a los cobardes, la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el habla a los mudos y aguas abundantes al desierto. Los signos que realiza Jesús revelan que han llegado los tiempos mesiánicos. Por eso el asombro de la gente: «en el colmo del asombro decían: -Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
De hecho, cuando los discípulos de Juan el Bautista le preguntan a Jesús: "¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?” Jesús les respondió: «Id a contarle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,4-5). Jesús cumple así la gran profecía de Isaías, El es el gran liberador.
Deberíamos cantar con el alma orante del Salmo 145, ¡Alaba alma mía al Señor, no olvides sus beneficios, Él libera tu alma!”. En el milagro de la curación del sordomudo, Cristo se revela como el sacramento del encuentro con Dios. Y los Sacramentos se revelan, a su vez como actos de salvación personal de Cristo. No existe otro acontecimiento salvífico, otro nombre en el que podamos encontrar nuestra salvación, ni otro sacramento que Cristo.
La Iglesia, en su misión evangelizadora, hasta que Él vuelva, no puede olvidar que “Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino, que prometió a los que le aman” (Santiago 2, 5). Por lo tanto, ella como Sacramento visible de la unión de Dios con los hombres, no estima a los hombres por lo que aparentan o lo que tienen, sino por lo que son delante de Dios. Al ser bautizados, también hemos escuchado el “Effetá”, que nos ha abierto nuestros oídos y nuestros labios para “escuchar su palabra y proclamar la fe". Un cristiano tiene que saber escuchar y saber hablar a su tiempo.
Al contemplar el milagro del sordomudo, nos damos cuenta de que “no oír y no ver” son signos del estado del hombre sin Dios. La curación del oído y la voz son signos de salvación. Pero la salvación otorgada por Dios supone una ruptura respecto al mundo, por eso Cristo "aparta" al mudo de la multitud, que es incapaz de ver y de oír. Cristo le lleva fuera de la multitud (v.33), como para subrayar que el mutismo es característica de la multitud y que es necesario apartarse de su manera de juzgar las cosas para abrirse a la fe.
El mutismo en la Sagrada Escritura está ligado a la falta de fe. En periodos de castigo divino, los profetas permanecían mudos; no se proclamaba la Palabra de Dios porque el pueblo se tapaba los oídos para no oírla. A la falta de fe de Zacarías, éste permaneció mudo hasta que nació el precursor. Por eso, la curación del mudo hoy, es un signo evidente de lo que es la fe: una virtud infusa que no depende de las cualidades humanas y que requiere ser proclamada. Pero si los profetas hablan, y hablan abundantemente, es señal de que han llegado los tiempos mesiánicos y de que Dios está presente y la fe ampliamente extendida.
Este evangelio quiere darnos, pues, a entender que debemos tomar conciencia de que la fe es un bien mesiánico. El evangelista subraya repetidas veces que la multitud tiene oídos y no oye, y tiene ojos y no ve (Mc 4, 10-12). El signo de que han llegado los tiempos de la gracia y de la fe es que se le ha otorgado al hombre la capacidad para oír la palabra, corresponder a Dios y hablar de El a los demás. El cristiano que vive estos últimos tiempos debe poder escuchar esa Palabra y proclamarla: para hacerlo necesita los oídos y los labios de la fe.

martes, 28 de agosto de 2012

Homilía XXII Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B

«Llevad la Palabra a la práctica y no os limitéis a escucharla» Stgo. 1, 22

Hoy, el salmo responsorial (Salmo 14) parece darnos la clave para sentarnos a la mesa del Señor. El alma orante se pregunta: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo? - El que procede honradamente y practica la justicia…”. Recordemos que la tienda simboliza “los cielos”, morada de Dios, y es el lugar de su  presencia real. Fue en el monte Moriah en donde Dios le pidió a Abraham el sacrificio de Isaac, y según la tradición bíblica fue allí en donde se  habría edificado el templo de Jerusalén. De modo que el peregrino que iba a la Casa del Señor, a su morada, al templo se preocupaba de estar dignamente preparado. Sabía que la entrada a la morada del Señor requería unas determinadas condiciones.
El salmista se detiene en las disposiciones morales. ¿Cuáles son las verdaderas disposiciones del alma que se acerca a rendir culto a Dios? Si fuéramos a hacer una verdadera reforma litúrgica para agradar a Dios, no basta con cambiar unos cantos por otros, con hacer los textos más accesibles, los  gestos más significativos, trasformar al pueblo de espectador en actor. Sin duda, todo eso es  importante, pero no basta. Una liturgia es auténtica cuando expresa todo su objetivo de unión de Dios con los hombres y entre los miembros de la comunidad entre sí.
Nos decía el Papa Benedicto XVI en la fiesta del Corpus Christi del pasado mes de junio que: «La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre».
De hecho, la epístola de Santiago nos recuerda hoy que La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo”. Lo cual nos hace pensar que una liturgia que no exprese las verdaderas relaciones entre los miembros de una comunidad carecería de sentido. “La Palabra hay que llevarla a la práctica”, no podemos limitarnos a escucharla, porque nos engañaríamos a nosotros mismos.
Este proceder no se improvisa en la iglesia. La preparación del alma que viene a dar culto a Dios a la iglesia viene de la calle. En la iglesia se manifiestan las relaciones «justas» que hemos establecido con el prójimo en medio del mundo. Es así como la asamblea litúrgica se revela como una verdadera comunidad, y no como un «público» o como  una «clientela». Entonces Dios nos acoge como huéspedes, como comensales  suyos.
Este es el reproche que escuchamos hoy en los labios de Jesús: «El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». La liturgia de la iglesia se desarrolla de modo perfecto sólo cuando los protagonistas son capaces de celebrar una liturgia justa en la vida. Es decir, cuando en la calle, en la fábrica, en casa, en el lugar donde vivimos, ofrecemos nuestra vida entera como un culto digno, razonable y santo para Dios. “Los fieles, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y ejercen su “sacerdocio” en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante” (Lumen Pentium n.10). Hermanos, ¡honremos a Dios con nuestra vida! Amén. 

martes, 21 de agosto de 2012

Homilía XXI Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Jos 24,1-2.15-18 / Sal 33 / Ef 5,21-32 / Jn 6,61-70

«Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos»

Hoy concluimos este ciclo de catequesis eucarísticas que durante cinco domingos han alimentado nuestra fe, al meditar el capítulo seis del evangelio de san Juan. La escena que hoy contemplamos nos estremece. Digo esto porque el primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, al igual que el anuncio de su pasión los escandalizó. Escuchamos hoy cómo algunos de los discípulos de Jesús dieron marcha atrás. «Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?» - dijeron - (Jn 6, 60). La Eucaristía y la cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división. Pero el Señor no se retracta de su verdad: «¿También ustedes quieren marcharse?» (Jn 6, 67). Hoy, esa palabra resuena en nuestro corazón. No como un reproche, sino como una invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6, 68), por lo que, acoger la fe en el don de su Eucaristía es acogerlo a Él mismo.
Nuestra fe católica nos enseña que Cristo Jesús murió, resucitó, y está sentado a la derecha de Dios Padre e intercede por nosotros. Pero a su vez, está presente de múltiples maneras en su Iglesia: en su Palabra, en la oración de su Iglesia, «allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre», en los pobres, los enfermos, los presos, en los sacramentos de los que Él es autor, en el sacrificio de la Misa y en la persona del ministro. Pero, sobre todo, está presente bajo las especies eucarísticas.
El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos. En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero. Esta presencia se denomina “real“, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen “reales”, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente.
El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación“.
La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo.
Hoy, las palabras de Josué dirigidas a las tribus de Israel al entrar a la tierra prometida de Canaán: «Escoged a quién servir», nos sirven de reflexión como discípulos de Jesús. También nosotros reconocemos en el don de la  Eucaristía la forma y expresión de nuestro seguimiento a Cristo, «Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 30). Es decir, Cristo nos ha amado tanto que nos ha amado como a su propia carne, dándonos alimento y calor en la Eucaristía. Amén.