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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 29 de febrero de 2012

Homilía II Domingo de Cuaresma



Ciclo B
Gn 22,1-2. 9-13.15-18./ Sal 115 / 1-Jn 4,7-10./ Mc 9,1-9

«Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle» Mc 9, 7

En este segundo domingo de Cuaresma, leemos cada año la narración de la Transfiguración. Por lo que se nos está indicando que este evangelio ocupa un lugar importante en el camino  cuaresmal. Lo hemos de entender como una etapa en el camino hacia nuestra Pascua.
A su vez, en  los tres evangelios sinópticos, la Transfiguración está situada en un momento preciso del camino de Jesús y de los apóstoles hacia Jerusalén. Las autoridades judías ya están en contra de Jesús, y el Señor les ha indicado a sus discípulos que va a Jerusalén para ser rechazado, muerto y después de tres días resucitará. Pedro intentará disuadirlo porque aún no entiende al Mesías.
Pero hoy la liturgia va un paso más profundo en la revelación de Jesús-Mesías. Se revela un anticipo de la gloria de Jesús antes de padecer en Jerusalén. Para verlo mejor, nos puede ayudar, la comparación entre el sacrificio de Abrahán y el de Jesús. El paralelismo entre lo sucedido en el monte Moria y lo que sucedería más tarde en el monte Calvario no se funda solamente en los detalles exteriores (Isaac llevando sobre sus hombros la leña y Jesús llevando sobre los suyos la cruz), sino en la obediencia de Abrahán y en la confianza de Isaac que encontrarían en Jesús la más perfecta realización.
La primera epístola de san Juan nos hace comparar ambas entregas, la de Isaac y la de Jesús, como revelación del amor del Padre eterno: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él.» Pero sabemos que ese amor se manifestó precisamente en que «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?» (Rom 8, 31-32).
Al igual que los apóstoles al final del suceso de Tabor, tampoco nosotros llegamos a entender del todo el sentido del misterio pascual. Creemos que ya conocemos a Jesús, pero en el fondo nos contentamos con una imagen parcial y desfigurada de Él. La transfiguración significó para los apóstoles un momento decisivo de su fe en Jesucristo. El camino de Jesús hacia la plenitud de vida, pasa por la lucha, por el  sufrimiento, por la persecución y por el aparente fracaso.
En este tiempo de Cuaresma, caminemos hacia la  Pascua, con una fe adulta, que nos lleve a la plena identificación con Cristo en la Cruz.

martes, 21 de febrero de 2012

Homilía I Domingo de Cuaresma



Ciclo B
Gn 9, 8-15 / Sal 24 / 1-Ped 3, 18-22 / Mc 1, 12-15

«En aquel tiempo el Espíritu empujó a Jesús al desierto…cuarenta días..» Mc 1, 12

Comenzamos hoy el primer domingo de Cuaresma y con él, este magnífico tiempo de verdadera penitencia. El Santo Padre, Benedicto XVI, como todos los años, nos ha escrito una hermosa Carta para que nos sirva de guía espiritual en este tiempo. Nos dice que este tiempo siempre es propicio para reflexionar sobre lo que él llama “el corazón de la vida cristiana: la caridad”.
Al adentrarnos en estos cuarenta días, como hizo Jesús en el desierto, queremos renovar nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. “Se trata – dice el Papa – de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual”.
Se ha detenido el santo Padre en un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24), y con él nos invita a reflexionar en tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal. Toda la carta es una llamada a vivir la caridad con el hermano, velando y cuidando de él por buscar su salvación eterna, para eso hemos de tomarnos en serio nuestra propia búsqueda de la santidad personal.
Pero entrar en la Cuaresma es entrar en la realidad de la vida presente que se debate entre tentaciones. Una de las más presentes es la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. La santa cuaresma es una invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II). Sólo así nos prepararemos hacia la Pascua.
Hoy la liturgia de la Palabra nos hacía memoria de nuestro Bautismo bajo la imagen del diluvio universal en tiempos de Noé. Dice san Pedro que aquél «fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Cristo Jesús Señor nuestro, que está a la derecha de Dios» (1-Ped 3, 21-22). El mismo Espíritu que descendió sobre Jesús en el bautismo, es el que lo conduce ahora al desierto para que sea tentado. La lucha decisiva de Jesús contra los poderes del mal es el signo de que Él ha venido a restablecer el orden en la creación. Con Cristo comienza una nueva creación y se pone en marcha el nuevo pueblo de Dios. Amén.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Homilía VII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Is 43, 18-19.21-22.24-25 / Sal 40 / 2-Cor 1, 18-22 / Mc 2, 1-12

Hay unas palabras del libro del Apocalipsis, que muy bien podrían expresar toda la verdad que el Evangelio de hoy nos revela: «Jesucristo es el Amén de Dios» (Ap 3,14). En efecto, cuando san Pablo le decía a los cristianos de Corinto que en Jesucristo “todo se ha convertido en un «sí»; que en Él las promesas de Dios se han cumplido en un «sí» y que por él podemos responder: «Amén» a Dios, para gloria suya» (segunda lectura); lo que quería decir es que nadie que haya encontrado a Jesucristo, nadie que escuche su palabra o le haya conocido, queda sin respuesta definitiva.
El Corazón de Jesucristo es el «sí» y el «amén» de la salvación para los hombres. Dios ha cumplido en Él sus promesas. Jesucristo es la única medicina de nuestros males. Escribe San Agustín: «Para eso, el Hijo de Dios asumió al hombre y en él padeció los achaques humanos.» Esta medicina de los hombres es tan alta, que no podemos ni imaginarla. Porque ¿qué orgullo podrá curarse, si con la humildad del Hijo de Dios no se cura? ¿Qué avaricia podrá curarse, si con la pobreza del Hijo de Dios no se cura? ¿Qué iracundia podrá sanarse, si con la paciencia del Hijo de Dios no se cura? ¿Qué impiedad podrá curarse si con la caridad del Hijo de Dios no se cura? En fin, ¿qué debilidad podrá curarse, si con la resurrección del cuerpo del Hijo de Dios no se cura? Levante su esperanza el género humano, y reconozca su naturaleza. Vea qué alto lugar ocupa entre las obras de Dios" (El combate cristiano 11).
En Jesucristo se cumple cabalmente aquella promesa del profeta Isaías que hoy nos propone la liturgia. «Yo, yo era quien por mi cuenta borraba tus crímenes y no me acordaba de tus pecados» (Is 43, 25). Aquella profecía fue pronunciada en el contexto de la promesa de liberación de la esclavitud y exilio babilónico, para que Israel levantara su esperanza en el Dios que siempre es “Amén”, y perdona los pecados porque es fiel a su promesa, que supera siempre las expectativas del hombre. El salvará a Israel de una manera más profunda que lo que hasta ahora había visto. El perdón divino tendrá siempre la última palabra.
En el evangelio de hoy, vemos que la actuación de Jesús nos está revelando el aspecto totalizante de su misión. Jesús actúa como si estuviera en lugar de Dios. No sólo habla con una autoridad nueva, sino que cura enfermos, expulsa demonios y además, perdona pecados. Jesús está evangelizando, es decir, está preocupado por sanar efectivamente al hombre, llegando hasta lo más profundo de su mal.
Jesús viene a salvar a todo el hombre -cuerpo y espíritu, realidad interior y circunstancias exteriores- y aprovecha la ocasión que le brindan aquellos hombres audaces y confiados que esperan de Él la salud física de su amigo, para mostrar ante la multitud la totalidad de su misión. En un mundo como el nuestro, secularizado y permisivo, que intenta romper la barrera entre el bien y el mal, no podemos dejar de anunciar esa parte importante del mensaje de Jesús que es el perdón de los pecados.
El anuncio del "Evangelio del reino de Dios" empieza por comunicar al hombre la buena noticia de la reconciliación con Dios. El perdón de los pecados no es un hecho constatable por la experiencia objetiva, y así es más fácil decir "tus pecados te son perdonados", pues eso no se puede comprobar, que decir "levántate y anda". Pero ambas palabras son igualmente difíciles de pronunciar con verdad y autoridad. Los escribas debían haber admitido que el que es capaz de decir a un paralítico que se levante y conseguirlo efectivamente, es capaz también de perdonar los pecados, aunque este hecho no pudieran comprobarlo en sí mismo. Con todo y eso, Jesús no se contenta con perdonar los pecados, sino que, para que veamos que el perdón es real, cura también las enfermedades del cuerpo. Jesús muestra así que ha venido a salvar integralmente al hombre, en alma y cuerpo.

martes, 7 de febrero de 2012

Homilía VI Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Lv 13, 1-2.44-46 / Sal 31 / 1-Cor 10, 31-11,1 / Mc 1, 40-45

«Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: 
-Quiero: queda limpio.»

El milagro de la curación del leproso que hoy meditamos en el Evangelio no podemos dejar de verlo en el contexto de lo prescrito por la Ley de Moisés, y que hoy se nos narra el Libro del Levítico. En efecto, los leprosos tenían que vivir fuera de los pueblos y ciudades, y si se acercaban a un lugar habitado o se cruzaban con alguien en el camino, estaban obligados a gritar manifestando su condición de “impuros” para evitar que alguien se les acercase: "El que haya sido declarado enfermo de lepra, andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: "¡Impuro, impuro!" Mientras le dure la lepra, seguirá impuro: vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento" (Lv 13, 45-46).
En el fondo, aquellas personas eran declarados “muertos” en vida. Según la mentalidad de la época, cualquier sufrimiento, cualquier enfermedad que pudiera padecer una persona, se consideraba un castigo de Dios por el pecado. Ya no era cuestión de una precaución higiénica o médica, se había pasado a la marginación social justificada además con argumentos religiosos. O sea, los que estaban sanos no sólo se podían desentender tranquilamente de los enfermos, sino que también podían presumir de estar haciendo lo correcto, de ser buenos.
Dicho esto, podemos entender cuán conmovedor es que san Marcos diga de Jesús: «Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: -Quiero: queda limpio.» Si bien, resalta ante nuestros ojos la fe del leproso, que se dice a sí mismo: “él puede todo lo que quiere”, por eso - “Si quieres, puedes curarme”-. Pero por otra parte, el “querer” de Jesús da al traste con los paradigmas legales y morales de la época.
El pecado, el mal que hay en el hombre, también lo juzgamos contagioso. Pero no es posible separar al pecador, porque todos somos pecadores. «El que dice que no tiene pecado -dice san Juan- es un mentiroso». La primera enseñanza que hallamos en el evangelio de hoy, por tanto, es que no se trata de condenar, de separar, sino de curar, de liberar al pecador. Y para ello, hay que extender la mano y tocar la vida del que es considerado pecador.
Al tocar al leproso, Jesús se convertía en “impuro”, según la ley. «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» dice san Pablo en 2-Cor 5, 21. Su solidaridad con el pecador, le llevó a hacerse “uno con ellos”. Jesucristo no excluye a nadie, pero tampoco deja a nadie igual que lo encontró. Jesucristo ama a cada hombre -a cada pecador, a cada leproso- y por ello no se desentiende de su mal, de su lepra: la cura. Es decir, lucha contra el mal, porque ama al hombre, a cada hombre, a cada pecador. Dicho de otro modo, ama a cada hombre y por ello quiere salvarle, liberarle, curarle.
Por eso, aquel argumento de algunos que se escudan en el Evangelio de hoy para decir, que Jesús no margina a los “leprosos” de su época, pero la Iglesia hoy margina a los homosexuales, a los curas que se casan, a las abortistas, etc. Es un argumento falaz y ridículo, ya que Jesús no dejó al leproso con su lepra, sino que le devolvió la vida, lo sacó de su marginación, de su mal, de su enfermedad. Lo reinsertó a la vida de los bienaventurados. De modo que el Reino de amor y bondad que Jesús hace presente nos invita a luchar contra todo mal, ayudar a superarlo, ser intransigentes contra cualquier pacto, cualquier "pasotismo" que no distingue entre bien y mal, entre verdad y mentira, entre justicia y opresión. Amén.