¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 29 de mayo de 2012

Solemnidad de La Santísima Trinidad



Ciclo B
Dt. 4,32-34.39-40 / Sal 32 / Rm 8,14-17 / Mt 28,16-20

El Domingo después de Pentecostés, la Liturgia retorna al Tiempo Ordinario, y lo hace conmemorando la fiesta solemne de la Santísima Trinidad. Tiene mucho sentido teológico y pastoral, después de haber vivido la fiesta de Pentecostés. En Pentecostés, la iglesia primitiva (los Apóstoles y los demás discípulos) recibieron la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo de Dios, el Don mismo de Dios como una presencia viva y nueva que impulsará a los discípulos de Cristo a anunciar la Buena Nueva.
Con la manifestación de Pentecostés, Dios se nos ha querido dar a conocer, dándonos un conocimiento justo y pleno de Sí mismo, revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, a cuya eterna vida nosotros estamos llamados, por su gracia, a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz perpetua. Ya Dios no es el Dios que “habitando en una luz inaccesible” (1 Tim 6, 16), se hace infranqueable.
Dios, que para nosotros es incomprensible, ha querido revelarse a Sí mismo no sólo como único Creador y Padre omnipotente, sino también como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esta revelación, la verdad sobre Dios, que es amor, se desvela en su fuente esencial: Dios es amor en la vida interior misma de una única Divinidad. Este amor se revela como una inefable comunión de Personas.
Este misterio -el más profundo: el misterio de la vida íntima de Dios mismo- nos lo ha revelado Jesucristo: “El que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Según el Evangelio de San Mateo que hoy leemos, las últimas palabras, con las que Jesucristo concluye su misión terrena después de la resurrección, fueron dirigidas a los Apóstoles: «Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,18). Estas palabras inauguraban la misión de la Iglesia, indicándole su compromiso fundamental y constitutivo. La primera tarea de la Iglesia es enseñar y bautizar -y bautizar quiere decir “sumergir” (por eso, se bautiza con agua)- en la vida trinitaria de Dios.
Jesucristo encierra en estas últimas palabras todo lo que ya había enseñado sobre Dios: sobre el Padre, sobre el Hijo y sobre el Espíritu Santo. Efectivamente, Jesús había enseñado que el primer mandamiento es: “Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor” (Mc 12, 29); y al mismo tiempo Jesús se dirigía constantemente a Dios como a “su Padre”, hasta asegurar: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10,30). Del mismo modo había revelado al “Espíritu de verdad, que procede del Padre” y -aseguró- “yo os enviaré de parte del Padre” (Jn 15,26).
Las palabras sobre el bautismo “en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, que Jesús confió a los Apóstoles al concluir su misión terrena, consolidan la verdad sobre la Santísima Trinidad, poniéndola en la base de la vida sacramental de la Iglesia. La vida de fe de todos los cristianos comienza en el bautismo, con la inmersión en el misterio del Dios vivo.
De este modo, la fe en el Dios uno y trino entró desde el principio en la Tradición de la vida de la Iglesia y de los cristianos. Dios, al revelarse en Jesucristo, por una parte desvela quién es Dios para el hombre y, por otra, descubre quién es Dios en Sí mismo, es decir, en su vida íntima. Alegrémonos en la Inefable y Santísima Trinidad – Único Dios – por quien vivimos, nos movemos y existimos. Amén.

martes, 22 de mayo de 2012

Solemnidad de Pentecostés




Hch 2,1-11 / Sal 103 / 1- Cor 12, 3b-7.12-13 / Jn 20,19-23

«María en Pentecostés»

En el pasado mes de marzo, el santo Padre, Benedicto XVI, en una de sus audiencias generales de los miércoles, consideraba la presencia de Nuestra Señora en el Cenáculo de Jerusalén, con los Apóstoles y las santas mujeres, en espera de la venida del Paráclito. El Papa hacía notar que con María comienza la vida terrena de Jesús y con María inician también los primeros pasos de la Iglesia. No es un dato aislado, ni una simple anotación histórica de algo que sucedió en el pasado, lo que nos narra san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, que cuando los primeros discípulos se congregaron en el Cenáculo a la espera del Consolador prometido, la Virgen Santa se encontraba entre ellos, pidiendo «con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 59).
Es verdaderamente providencial que este año prácticamente acabamos el mes de Mayo, mes de María, precisamente con la Fiesta de Pentecostés. ¡Cuánta relación y vínculo guarda esta Fiesta con la Virgen María! Precisamente nos advierte el Papa en esa catequesis que aludíamos, que la presencia de la Madre de Dios con los Once, después de la Ascensión hasta Pentecostés, es un dato que asume un significado de gran valor, porque con ellos comparte lo más precioso que tiene: la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: conservar la memoria de Jesús y así conservar su presencia.
¿Qué cosas diría María a los Apóstoles y demás discípulos para mantener viva la memoria de Jesús entre ellos? No nos es difícil imaginar que, escucharían de su viva voz y con gran piedad tantos recuerdos como Ella conservaba en su corazón: desde el anuncio de la Encarnación al nacimiento en Belén; desde los meses que sufrieron la persecución de Herodes hasta los años de trabajo y la estancia en Nazaret; desde los tiempos felices de la predicación y milagros del Señor durante la vida pública, hasta las horas tristes de su pasión, muerte y sepultura; y luego la alegría de la resurrección, las apariciones en Judea y Galilea, las últimas instrucciones del Maestro. Al compás de las fuertes vivencias de María, el Espíritu Santo iba preparando a los Apóstoles y a los otros discípulos para la plenitud de Pentecostés.
La presencia de María en Pentecostés es fundamental para el nacimiento de la Iglesia. El cenáculo en donde estaban reunidos los Apóstoles y demás discípulos se convirtió en una “escuela de oración”, en la que Santa María resalta como maestra inigualable. San Josemaría Escrivá le gustaba llamar a María «Maestra de oración», y también «Maestra del sacrificio escondido y silencioso» (Camino; nn. 502 y 509).
Ella, sobre quien el Espíritu Santo descendió y el poder del Altísimo la cubrió con su sombra (cfr. Lc 1, 35), y permanece a la escucha de las inspiraciones del Paráclito, enseña a los primeros cristianos a oír a Dios en el recogimiento de la oración. Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia significa aprender de Ella a ser comunidad que ora: ésta es una de las notas esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana trazada en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 42).
María nos enseña la necesidad de la oración y su presencia en Pentecostés es un despertador para toda la Iglesia, de que ésta sólo se mantiene en el verdadero espíritu de Pentecostés si vive inflamada en el fuego de la oración. Amén.

martes, 15 de mayo de 2012

Solemnidad de la Ascensión del Señor



Ciclo B
Hch 1, 1-11 / Sal 46 / Ef 1, 17-23 / Mc 16, 15-20

«El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.» Mc 16, 19

Nos dice el Papa Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret (vol. II), que «Todo adiós deja tras de sí un dolor». El Papa plantea el dato curioso de que después de la partida de Jesús en cuerpo y alma a los cielos, dejando a los Apóstoles solos ante la humanidad entera, a la que tienen que convencer del testimonio de la resurrección, éstos no se quedaron tristes, ni apesadumbrados, ni acobardados ante la ingente misión que tenían en sus manos. Todo lo contrario; dice el texto de san Lucas que «volvieron a Jerusalén llenos de alegría y alababan a Dios» (Lc 24, 50-53), y el texto de san Marcos nos dice que «fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban» (v. 20).
Lo cual nos indica que los discípulos no se sienten para nada abandonados, no creen que Jesús se haya desvanecido. Evidentemente, están conscientes de una presencia nueva de Jesús. Están conscientes de que “El Resucitado” está presente entre ellos. Ahora de una manera nueva y poderosa porque “actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban”. Ellos saben que «la derecha de Dios», donde Él está ahora «enaltecido», implica un nuevo modo de su presencia, que ya no se puede perder; el modo en que únicamente Dios puede sernos cercano.
Nos dice el Papa Benedicto XVI que «La alegría de los discípulos después de la ascensión corrige nuestra imagen de este acontecimiento. La ascensión no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera.»
Ahora entendemos plenamente aquella palabras en la sobremesa de la última cena: «vuestra tristeza se convertirá en gozo… también vosotros ahora estáis tristes, pero os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo» (Jn 16, 20-22). La alegría cristiana no es producto de conjeturas sobre un futuro halagüeño o un presente de beneplácito. «El cristianismo es presencia: don y tarea; estar contentos por la cercanía interior de Dios y –fundándose en eso – contribuir activamente a dar testimonio a favor de Jesucristo».
Jesús no se ha marchado, sino que, en virtud del mismo poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros. «Me voy y vuelvo a vuestro lado» (Jn 14, 28). Esta frase expresa formidablemente lo que significa el “irse” de Jesús, que es al mismo tiempo su “venir” para quedarse con nosotros. Y si está con nosotros, es siempre Emmanuel, y causa de una alegría desbordante y permanente. La ascensión es la fiesta de la Presencia Permanente de Dios con nosotros. Alegrémonos y comuniquemos esta presencia viva de Jesús. Amén. 

martes, 8 de mayo de 2012

Homilía VI Domingo de Pascua




Ciclo B
Hch 10, 25-26.34-35.44-48 / Sal 97 / 1 Jn 4, 7-10 / Jn 15, 9-17

«En el día de las madres»
En este sexto domingo de Pascua, las palabras de la primera epístola de Juan (4, 7-10) que leemos en la 2da lectura, expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana. Se trata de la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino.
Como nos recuerda el Papa Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus caritas est, «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n.1). Este acontecimiento es el amor de Dios manifestado en la entrega de su Hijo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna» (Jn 3, 16).
La fe cristiana, pone el amor en el centro. «En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por él la vida» (1 Jn 4, 9). Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (v. 10), ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.
La mejor prueba del amor de Dios la tenemos precisamente en la Pascua que estamos celebrando desde hace seis semanas: ha resucitado a Jesús y en él a todos nosotros, comunicándonos su vida. Si bien podemos resaltar de Dios su inmenso poder, su sabiduría, su santidad, hoy hemos escuchado una definición sorprendente: «Dios es amor». Y ahí está el punto de partida de todo y un segundo paso es constatar que Cristo Jesús es la personificación perfecta de ese amor. En Cristo vemos el amor de Dios en acción. Cristo nos muestra su amor: «Ya no os llamo siervos, os llamo amigos». Y lo puede decir con pleno derecho, porque es el que mejor ha hecho realidad esa palabra: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos».
El Cristo de la Pascua, el entregado a la muerte y resucitado a la vida, es el que puede hablar de amor. Porque vivió como quien sirve a los demás, se entregó hasta la muerte (la mayor prueba de amor) y no se buscó a sí mismo. Finalmente, ante esta revelación y propuesta del amor de Dios: ¿Cómo respondo? La respuesta de Jesús es clara: «Amaos unos a otros». Sólo el que ama a los demás «ha nacido de Dios», sólo el que ama «conoce a Dios».
Hoy, la sociedad civil recuerda a las madres, subrayando el aspecto sentimental como estrategia comercial de intereses capitalistas. ¿Qué le puedo regalar a mi madre para decirle que le amo? – piensan algunos -. Para nosotros, la Palabra de Dios celebrada en la fe eucarística, nos hace elevar nuestro pensamiento a esa mujer que por su vocación de ser portadora de vida, nos refiere a Dios, nos enseña a dar de lo propio para que otro viva, nos enseña a ser cooperadores con el plan divino de la creación, a amar a todos como reflejo de un Dios que ama con entrañas de madre y a abrirnos a su amor para alcanzar la vida. ¡Dios bendiga a nuestras madres! Amén. 

miércoles, 2 de mayo de 2012

Homilía V Domingo de Pascua




Ciclo B
Hch 9, 26-31 / Sal 21 / 1 Jn 3, 18-24 / Jn 15, 1-18

«Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada.» Jn 15, 5

Al igual que el pasado domingo, con en el evangelio del Buen Pastor, nos sorprendíamos con la afirmación de Jesús: «Yo soy el buen Pastor»; ahora nos interpela la afirmación absoluta de Jesús: «Yo soy la verdadera vid».
Tales afirmaciones debemos escucharlas desde la experiencia pascual y con la fe en la resurrección del Señor. Jesús vive y es para todos los creyentes el único autor de la vida y el principio de su organización. Jesús es la cepa, la raíz y el fundamento a partir del cual se extiende la verdadera "viña del Señor". Entre los sarmientos y la vid hay una comunión de vida con tal de que aquéllos permanezcan unidos a la vid. Si es así, también los sarmientos se alimentan y crecen con la misma savia. Jesús ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, y lo estará si le somos fieles. El no abandona a los que no le abandonan.
El es quien hace posible que la Iglesia pueda seguir dando fruto como la primera comunidad cristiana, de la que seguimos escuchando y aprendiendo en la 1ra lectura durante este tiempo pascual, tomada del libro que narra aquellos primeros pasos de la Iglesia, los Hechos de los Apóstoles. Hoy se nos dice que «la Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría y se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo». ¡Qué hermosa manera de decirnos que en ella se dan los “frutos” de los que habla Jesús en el Evangelio de hoy.
Permanecer en Cristo, dar frutos en Cristo, es permanecer unidos a la Iglesia de Cristo. San Pablo no fue "apóstol" en sentido estricto, ya que no fue uno de los Doce, y por eso se ciñó en su predicación al testimonio de los apóstoles o Tradición Apostólica. De ahí la importancia de este primer contacto con Pedro en Jerusalén que escuchamos hoy.
Para san Pablo, haber pasado de “fariseo convencido y perseguidor de la Iglesia” a ser fiel creyente supuso un cambio, que le invirtió todos sus valores y sus criterios. Llegó el día en el que Jesús se le puso delante, y tuvo la evidencia de que precisamente aquel camino que él perseguía era el camino que le podía dar la vida, el camino que Dios había prometido a su pueblo desde siempre.
La experiencia profunda de la unión con Jesús, de pertenecerle, de participar de su vida, es lo que hizo posible, no sólo la conversión de san Pablo sino también el nacimiento de la primera comunidad de creyentes, capaces transformar toda su existencia en un permanecer unidos a Jesús y en Jesús. Amén.