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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 26 de junio de 2012

Homilía XIII Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Sab 1, 13-25 / Sal 29,/ II - Cor 8, 7-9.13-15. / Mc 5, 21-43.

«No temas; basta que tengas fe»   Mc 5, 36

En este domingo duodécimo del Tiempo Ordinario la Liturgia nos propone dos milagros de Jesús. Ambos milagros van a requerir una disposición previa por parte del que los pide: la fe. Hoy meditamos en dos ejemplos de fe, en la figura de “la hemorroísa” y de “Jairo”.
¿Quién era Jairo? Era el jefe de la sinagoga de aquella localidad, por tanto, el responsable local de la religión judía. Nos dice el relato de san Marcos que es Jairo el que sale al encuentro de Jesús. Nos asombra la actitud de aquel escriba, sale al encuentro del Señor y se postra suplicante ante Él por su hija, que agonizaba. La fe de aquel hombre, su sencillez desde la categoría de su cargo y su humildad, conmueven al Señor.
Cuenta, el relato que camino a la casa de Jairo, Jesús es seguido por una gran muchedumbre, y una mujer que padecía un flujo de sangre (hemorroisa) desde hacía 12 años, trata de acercarse a Jesús. A diferencia de Jairo, la mujer no se atrevió a pedirle públicamente que le hiciera un milagro.
¿Por qué aquella mujer no pidió un milagro a Jesús cuando es patente que tenía mucha fe? – Hay que entender las circunstancias del momento. Su enfermedad era considerada una “impureza legal”. Estaba prohibido tocar o acercarse a una mujer en esas circunstancias. Era una enfermedad que ni se podía mencionar. No podía clamar como la cananea que su hijo estaba muriendo, si hablaba la rechazarían.
En el milagro de la hemorroísa aflora la personalidad de una mujer en la que se juntan la timidez y la audacia. Por una parte es tímida o temerosa, pues no se atreve a pedir el milagro a Jesús directamente. Por otra, su fe le lleva a creer que con sólo tocar la orla del vestido de Jesús bastará para curarse. Muchos pensarían que su actuar era excesivo, que quizá era una fanática, o que estaba loca. Pero lo cierto es que a los ojos de Dios su modo de actuar fue grato y quedó curada. Dios busca la fe y eso es lo que movía a aquella buena y atribulada mujer.
La fe es la condición de todo milagro, pero en éste hay un matiz nuevo: tocar el vestido de Jesucristo. El trato con Dios es espiritual, pero como también somos cuerpo, Dios ha querido instituir unos signos sensibles de su gracia, que son los sacramentos, señales sensibles que causan la gracia, y al mismo tiempo la declaran, como poniéndola delante de los ojos.
Dios se nos da a través de algo sensible como el agua en el bautismo, el aceite en la unción de los enfermos, y, sobre todo, en el pan eucarístico, en el que más que tocarle podemos comerle. ¡Que grandeza de Dios que se nos hace tan próximo! Verdaderamente es “Dios con nosotros”. Nuestra actitud ante los sacramentos debería ser lo más cercana posible a la de la hemorroísa pues como dice San Ambrosio tocó delicadamente el ruedo del manto, se acercó con fe, creyó y supo que había sido sanada… así nosotros, si queremos ser salvados, toquemos con fe el manto de Cristo: El manto de Cristo son los sacramentos.
Comenta San Agustín: ”Ella toca, la muchedumbre oprime. ¿Qué significa ‘tocó’ sino ‘creyó‘? (Tratado sobre el evangelio de san Juan. 26,3). Necesitamos tocar al Señor con la fe de aquella mujer en todos los sacramentos.
Por otro lado, le dicen a Jairo, -“¿Por qué molestar al maestro?”, si ya tu hija ha muerto. Solo quedaba orar, pensarían. Pero el Señor apuntala la fe de Jairo, como apuntala la nuestra a través de los sacramentos. Nos dice: “No temas, tan sólo ten fe” (Mc. 5, 36). No le pide otra cosa. Esa fe que tuvo al acudir al Señor para salvar a su hija. Ante el dolor humano, solo la fe es capaz de aliviar.
“No temas, tan sólo ten fe”. Con estas palabras el Señor desea liberarnos de nuestros miedos, de nuestros temores, de nuestras dudas. Tan sólo la confianza en El, nos dará seguridad de saber que Él tiene el control de todo. Amén.

miércoles, 20 de junio de 2012

Homilía XII Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Solemnidad de San Juan Bautista
Is 49,1-6 / Sal 138 / Hch 13,22-26 / Lc 1, 57-66

«Desde el vientre me formó siervo suyo; para que le trajese a Jacob, 
para que le reuniese a Israel»  Is 49, 3

Estas palabras del Profeta Isaías no podrían ser mejor aplicadas sino al Precursor del Señor, san Juan Bautista. En efecto, hoy la Iglesia hace un alto más dentro del ciclo de domingos del tiempo ordinario para conmemorar la figura del “Mayor entre los nacidos de mujer” (Lc 7, 28) – como dijo Jesús -.
Siempre me ha llamado la atención una escena del Evangelio que narra un evento de la vida del Bautista cuando estaba preso por Herodes Antipas, ya que Juan le había reprochado que viviera con la mujer de su hermano Filipo. Juan veía venir el fin de su vida y queriendo encaminar hacia Jesús a sus discípulos, envió a dos de ellos a preguntarle: “¿Eres tú el [Mesías] que ha de venir, o debemos esperar otro?” (Lc. 7, 19).
San Lucas narra la escena y dice: “Llegados a Él, le dijeron: Juan Bautista nos envió a ti, para preguntarte: ¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro? En aquella misma hora, [Jesús] curó a muchos de enfermedades, y de llagas, y de espíritus malignos, y dio la vista a muchos ciegos. Y respondiendo, les dijo: ‘Id a referir a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia el Evangelio; y bienaventurado aquel que no se escandaliza de mi” (Lc. 7, 20-23).
San Lucas continúa diciendo: “Habiendo partido los mensajeros de Juan, comenzó Él a decir acerca de Juan a la muchedumbre: ¿Qué habéis salido a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? [...] Pero, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, yo os digo, y más que profeta. Éste es aquel de quien está escrito: He aquí que yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino delante de ti. Yo os digo: entre los nacidos de mujer, no hay mayor profeta que Juan Bautista; pero, el que es menor en el Reino de Dios es mayor que él” (Lc. 7, 24-28).
Este elogio de Jesús a San Juan Bautista revela la grandeza del discípulo. San Juan Bautista era más que un profeta, pues era el Precursor del Mesías, y su misión consistía en predicar al pueblo la oración y la penitencia en vista del Reino de Dios que se aproximaba, y, al llegar el Mesías, señalarlo al pueblo. San Juan Bautista cumplió eximiamente su misión.
Juan fue quien dio testimonio de lo que vio, y cumplió lo que se le mandó. «Vi al Espíritu bajar del cielo en forma de paloma, y reposar sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me mandó a bautizar en agua me dijo: ‘Aquel sobre quien vieras bajar y reposar el Espíritu, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo. Yo lo vi; y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios» (Jn. 1, 29-34).
Sin embargo, después de Jesús decir que “entre los nacidos de mujer” nadie es mayor que Juan Bautista, paradójicamente añade: “el que es menor en el Reino de Dios es mayor que él”. Detrás de estas palabras hay una gran riqueza doctrinaria: al comparar la misión de profetizar de San Juan Bautista con el pertenecer al Reino de Dios nos está diciendo que pertenecer al Reino es más grande que llegara ser profeta. En otras palabras, por mayor que fuese la dignidad del profeta Precursor del Mesías, esa dignidad era menor que el ingreso, por el Sacramento del Bautismo, en el Reino de Dios que Jesucristo vino a instituir con la Santa Iglesia Católica, y para lo cual contribuyó mucho la prédica de San Juan Bautista.
La dignidad de pertenecer a la Iglesia Católica es mayor que la dignidad de los que vivían en el Antiguo Testamento. San Juan Bautista no tenía la menor duda a este respecto, tanto así que decía: “Es necesario que Él crezca y yo disminuya”.
Aprendamos las lecciones de humildad y fidelidad a la gracia que nos ha dado “el servidor bueno y fiel” que fue san Juan Bautista. Amén.

martes, 12 de junio de 2012

Homilía XI Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Ez 17, 22-24 / Sal 91 / 2 Co 5, 6-10 / Mc 4, 26-34

«El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra»

Después de todas las fiestas litúrgicas de los pasados domingos: Pentecostés, La Trinidad, el Corpus Christi, volvemos a la, no menos importante, normalidad de la solemnidad dominical del tiempo ordinario. El año litúrgico es un camino apasionante por el que celebramos el misterio de Cristo en su Palabra que va iluminando de sentido el hoy de nuestra historia.
Hoy nos propone la liturgia un pasaje del Profeta Ezequiel. A veces es imprescindible conocer la historia de Israel para captar plenamente el sentido de un pasaje. Es el caso de hoy. Sabemos por la historia que hacia el año 597 a.C., el rey de Babilonia, Nabucodonosor, se llevó al rey Joaquín (junto a los notables) cautivo a Babilonia, poniendo como rey vasallo suyo en Judá a Sedecías. Éste, que era hermano de Joaquín juró fidelidad al rey de Babilonia, pero en el año 588 rompió su juramento de fidelidad y pidió auxilio al faraón Ofra. Nabucodonosor reacciona rápidamente y somete por la fuerza a Judá conquistando Jerusalén el año 586. Fue esa la caída del reino del Sur, que llevará al exilio babilónico al resto de Israel.
Dicho esto, podemos comprender el sentido de la primera lectura de hoy. Hoy leemos sólo una parte de la profecía, toda ella es en un lenguaje figurado, se utiliza la imagen de árboles sembrados para afirmarnos la promesa de restauración final por parte de Dios mismo. Sedecías (e Israel) no aceptaron la orientación de la historia que les daba Dios. Confiaron más en los poderes humanos que en la voluntad divina. Los profetas, en nombre de Yahvé, detestan siempre la mala fe, la falta de honradez, de sinceridad.
El último versículo nos invita a trascender del orden puramente temporal, un día el retoño mesiánico plantado por Dios Padre dará verdadero fruto para todo el mundo en la alta montaña del Calvario. Ya san Pablo, nos enseña en la lectura de la epístola de los Corintios que el hombre tiene su verdadera patria en el Señor y ahora en este mundo está desterrado, lo verdaderamente importante es en este mundo es vivir para agradar al Señor, ante quien todos compareceremos para ser juzgados.
Finalmente, el Evangelio de hoy, tomado de san Marcos, nos sitúa frente a la enseñanza de Jesús al comenzar su ministerio público. “Se ha cumplido el plazo: el Reino de Dios ha llegado”; y ampliando el contenido de esa frase por medio de parábolas, nos explica cómo se va cuajando ese Reino de los cielos aquí en la tierra. La primera parábola habla de las etapas de crecimiento de la semilla. La segunda habla de la semilla de mostaza desde su pequeñez hasta llegar a su magnitud como hortaliza, capaz de dar cobijo a los pájaros. Ambas parábolas presentan ciclos completos, totalidades. El Reino de Dios es comparado con una totalidad, simplemente constatada en la primera parábola; exuberante y rica en la segunda.
Las parábolas de hoy señalan el comienzo de un Reino de Dios universal, abierto a todos. El Papa Benedicto XVI, nos enseña en su libro Jesús de Nazaret (vol. I, p. 63-64) que Jesús es el Reino de Dios en persona; que donde El está, está el «Reino de Dios». De modo que cuando pedimos “Venga tu Reino” lo que pedimos es la comunión con Jesucristo, llegar a ser cada vez más «uno» con Él. Dice el Papa: «La vida en este reino es la continuación de la vida de Cristo en los suyos; en el corazón que ya no es alimentado por la fuerza vital de Cristo se acaba el reino»… Rezar por el Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios y Tú puedas entregar el universo al Padre, para que «Dios sea todo para todos» (2 Co 15, 28). Amén.

miércoles, 6 de junio de 2012

Homilía X Domingo del Tiempo Ordinario



SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
Ciclo B
Ex 24,3-8 /Sal115 / Heb 9,11-15 / Mc 14,12-16.22-26

«Oh Dios, que en este Sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu Pasión, concédenos venerar de tal modo los  sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros los frutos de tu redención».

            Con esta hermosa oración comienza la liturgia de esta fiesta, y ella nos introduce en el deseo de venerar el misterio de la fe, manifestado y oculto en la realidad del Sacramento de la Eucaristía. Cada comunión eucarística debería causar en nosotros los frutos y efectos de la redención que Cristo ofreció en el Sacrificio de la Cruz. La Eucaristía es, en efecto, el sacramento del memorial de su Pasión, Muerte y Resurrección.
         Por el acontecimiento eucarístico, puede gozar la Iglesia entera de una continua presencia viviente de Cristo en medio de su pueblo. Se actualiza sacramentalmente el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor y así podemos participar personalmente de la misma vida divina del Corazón del Hijo de Dios, hecho hombre para hacernos a los hombres hijos de Dios.
         Hoy la Iglesia abre sus templos para manifestar su fe ardiente y su alegría fervorosa por la Presencia Real de Cristo en la Sagrada  Eucaristía. “Sacramento-Presencia”, porque en él se encuentra Cristo presente, quien es fuente de todas las gracias. “Sacramento-Sacrificio”, porque en él se actualiza el sacrificio de Cristo en la Cruz, es memorial de su pasión, muerte y resurrección. “Sacramento-Comunión”, porque es la unión íntima con Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre y, por ende, de su vida divina.
En la Eucaristía se actualiza, ante todo, el sacrificio de Cristo. Jesús está realmente presente bajo las especies del pan y del vino, como él mismo nos asegura: «Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre» (Mt 26, 26. 28). Pero el Cristo presente en la Eucaristía es el Cristo ya glorificado, que en el Viernes santo se ofreció a sí mismo en la cruz. Es lo que subrayan las palabras que pronunció sobre el cáliz del vino: "Esta es mi sangre de la Alianza, derramada por muchos" (Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20).
Al analizar estas palabras, a la luz de la tradición bíblica, descubrimos dos referencias significativas: la primera es la expresión "sangre derramada", que, en Génesis 9, 6 es sinónimo de muerte violenta. Y la segunda consiste en la precisión "por muchos", que alude a los destinatarios de esa sangre derramada. Esta alusión nos remite a un texto fundamental de la Escritura, el cuarto canto de Isaías: con su sacrificio, "entregándose a la muerte", el Siervo del Señor "llevó el pecado de muchos" (Is 53, 12; Hb 9, 28; 1 P 2, 24).
Esa misma dimensión sacrificial y redentora de la Eucaristía se halla expresada en las palabras de Jesús sobre el pan en la última Cena, tal como las refiere la tradición de san Lucas y san Pablo: «Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros» (Lc 22, 19; 1 Co 11, 24). Aludiendo también al texto de Isaías: «Se entregó a la muerte (...), llevó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores» (Is 53, 12). En ella se cumple la alianza celebrada en el Sinaí cuando Moisés derramó la mitad de la sangre de las víctimas sacrificiales sobre el altar, símbolo de Dios, y la otra mitad sobre la asamblea de los hijos de Israel (Ex 24, 5-8).
Finalmente, afirmamos con la iglesia nuestra fe en la Eucaristía: "El sacrificio eucarístico es la fuente y la cima de todo el culto de la Iglesia y de toda la vida cristiana. En este sacrificio de acción de gracias, de propiciación, de impetración y de alabanza los fieles participan con mayor plenitud cuando no sólo ofrecen al Padre con todo su corazón, en unión con el sacerdote, la sagrada víctima y, en ella, se ofrecen a sí mismos, sino que también reciben la misma víctima en el sacramento" (Sagrada Congregación de Ritos, Eucharisticum Mysterium, 3). Amén.