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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 31 de julio de 2012

Homilía XVIII Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Ex 16, 2-4.12-15 / Sal 77 / Ef 4, 17.20-24 / Jn 6, 24-35

“Vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios”   Ef 4, 24

Estas palabras del apóstol san Pablo que leemos hoy en la segunda lectura me conmueven al pensar en el misterio eucarístico. Y es que al comulgar somos “revestidos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios”. Hemos “aprendido a Cristo”, comulgando con sus sentimientos, con sus afectos y con su querer. En cada Eucaristía celebrada y vivida vamos haciéndonos uno con Él, “abandonando nuestro anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por sus malos deseos y nos vamos renovando en la mente y en el espíritu”, según Cristo va tomando vida en nosotros. Es él quien nos invita a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes» (Jn 6,53).
Hoy continuamos meditando el capítulo 6 del Evangelio de San Juan. La multiplicación de los panes y de los peces dio ocasión a Jesucristo para exponer la admirable doctrina del Pan de Vida. Los versículos que hoy leemos nos presentan el acontecimiento eucarístico como un misterio de participación de la vida divina del Verbo Encarnado en plenitud de vida para nosotros. Cristo se presenta como el verdadero maná, «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed» (v.35). El Señor nos invita a trabajar por el alimento que perdura para la vida eterna, no a vivir preocupados por el pan material. Aquellos que se saciaron con el milagro de la multiplicación de los panes, le buscaban porque se habían saciado materialmente. Dios nos ofrece otro alimento. ¡Cuántos buscan a Jesús sólo para que les haga favores materiales! Apenas se busca a Jesús por Jesús. El pan que el Padre nos da es su propio Hijo; un pan bajado del cielo, pues es Dios como el Padre («Yo soy»); un pan que perdura y comunica vida eterna, es decir, vida divina; un pan que es la carne de Jesucristo.
La primera lectura del Libro del Éxodo, se entiende a la luz del Nuevo Testamento. La comunidad de israelitas protestó en el desierto contra Moisés y Aarón. Dios condesciende a la terquedad del hombre, satisfizo su avidez. Dios calmó su hambre material. El misterio de Cristo manifiesto ahora en la plenitud de los tiempos desvela lo que permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento. A partir de aquellas figuras (tipos) se revela la novedad de Cristo. Aquellos hechos, palabras y símbolos de la primera Alianza son revelados, explicados y manifiestos desde Cristo. De modo que el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía «el verdadero Pan del Cielo».
La Misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros. Nunca será suficiente la preparación remota y próxima que hagamos por recibirle lo mejor que podamos. Amén.

miércoles, 25 de julio de 2012

Homilía XVII Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
2 R 4, 42-44 / Sal 144 / Ef 4, 1-6 / Jn 6, 1-15

“Repartió a los que estaban sentados todo lo que quisieron”  Jn 6,1-15

En los próximos domingos (del 17º a 21º) se interrumpe la lectura continua del evangelio de san Marcos, para leer el capítulo 6 del de san Juan. El texto de san Juan narra el mismo hecho que venía inmediatamente a continuación en san Marcos –la multiplicación de los panes–, aunque desarrollándolo en una amplia catequesis eucarística, que se conoce como “el discurso del Pan de Vida”.
Jesús se manifiesta en el evangelio de hoy alimentando a la multitud. Detrás de este gesto, hay algo más que un mero alimentar a las multitudes. ¿De qué vale dar de comer un alimento perecedero para luego volver a tener hambre? Aquel que se revela como profeta de Dios, que ha enviado a sus discípulos a predicar la conversión de los pecados, que se revela como buen pastor que da la vida por sus ovejas, hoy se preocupa de algo más que la salud del cuerpo. Jesús da el «alimento que permanece para la vida eterna».
En el relato de Juan, se apuntan unos detalles que nos ponen en referencia directa con la cena Pascual. Dice Juan que «estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos». No es una frase aislada o banal. También usa el término «dijo la acción de gracias» en lugar de «alabó o bendijo» que emplean los otros evangelistas en la narración de la primera multiplicación de los panes. Todo señala a la Eucaristía.
Con todo, el signo de la multiplicación de los panes, no le distrae de su verdadera misión en la tierra, por eso se marcha al monte a solas, después de «la señal milagrosa». El Señor no ha venido a recoger aplausos populistas, ni a organizar ninguna revolución subversiva, sino a hacer la voluntad del Padre; a dar vida, entregándola.
Viendo Jesús las intenciones de los judíos, queriéndole señalar como «el profeta que había de venir», «el enviado de Dios para librarnos del yugo extranjero»; huyó de toda connotación política. Ese fue el llamado “error judaico”, esperar un “mesianismo terreno”, desde entonces hasta hoy.
Ante la Palabra de este domingo, repitamos el salmo responsorial de la liturgia de hoy (Salmo 144) – «Abres tú la mano, Señor, y nos sacias»–. Sólo Dios es capaz de saciar las necesidades de todas sus criaturas. El milagro de la multiplicación de los panes, prefigura la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz. Por las palabras de Cristo y la invocación del Espíritu Santo, en la celebración de la Eucaristía el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, capaz de saciar y colmar todas nuestras necesidades materiales y espirituales. Recibámosle con fe.

miércoles, 18 de julio de 2012

Homilía XVI Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Jer 23, 1-6 / Sal 22 / Ef 2, 13-18 / Mc 6, 30-34

«Jesús vio una gran multitud, y se llenó de compasión» - Jn 6, 34

Estas palabras del Evangelio según san Marcos, las leemos dentro de la tradición profética del Antiguo Testamento y no podemos menos que ver en ellas el cumplimiento de lo que Dios prometió por medio del profeta Jeremías: «Yo pondré frente a mis ovejas pastores que las apacienten, y nunca más estarán medrosas ni asustadas» (1ra lectura). En otras palabras, la más entrañable semblanza del Mesías Salvador, fue delineada desde siglos atrás, a través de los profetas, bajo la imagen del Buen Pastor de toda la humanidad y como Maestro de pastores elegidos por Él para continuar la obra bajo sus cuidados especiales.
Aquella profecía hace referencia al cuidado y atención del Mesías con todos los hombres y cada uno de ellos. Es como nos dice el Salmo responsorial de hoy: «Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas» (Sal 23).
En efecto, ovejas sin pastor fue el panorama que vio Jesús en Palestina y peor aún en el mundo entero. Y ante ello, Cristo se compadece. Él es el verdadero Pastor que Dios había prometido a su pueblo. En el corazón de Jesucristo se nos revela Jesús como Buen Pastor que realiza la Paz y la Unidad de los hombres por su propio sacrificio. Esto es lo que afirma san Pablo hoy en su Carta a los Efesios (2da lectura). «Él es nuestra Paz; el que hizo de los dos pueblos uno solo y derribó el muro de la separación, la enemistad… creó en sí mismo de los dos un hombre nuevo, estableciendo la Paz, y reconciliando a ambos con Dios en un solo cuerpo, por medio de la Cruz, dando muerte en sí mismo a la enemistad» (Ef 2, 14.16).
Andaban como ovejas sin pastor y Jesús se compadeció. Esa compasión pastoral es la expresión más profunda en la Biblia de la caridad salvadora de Cristo ante las necesidades del género humano. Esto no fue un gesto aislado en Cristo, sino la razón de toda su vida. Fácilmente se percibe en este texto del Evangelio de hoy la intensidad del ministerio público de Jesús. Era tal su dedicación que, por segunda vez (3, 20), el evangelio hace notar que no tenía tiempo ni de comer. Los Apóstoles, por otro lado, participan también de esta entrega a los demás: tras las agotadoras jornadas de la misión apostólica, Jesús quiere llevarles a descansar, pero las muchedumbres no se lo permiten. La compasión por la necesidad de las almas, le lleva a olvidarse de su personal descanso. «Se puso a enseñarles muchas cosas» (v. 34), tal parece que es precisamente allí, en darse y entregarse a sí mismo en donde encuentra su verdadero descanso. Hoy descubrimos en los rasgos de Jesucristo, al Buen Pastor, y pedimos que nunca falten a su Iglesia los ministros que os lleven al descanso verdadero que es la Palabra de Dios bien expuesta y predicada. Amén.

miércoles, 11 de julio de 2012

Homilía XV Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Am 7, 12-15 / Sal 84 / Ef 1, 3-14 / Mc 6, 7-13

«Ellos salieron a predicar la conversión» - Mc 6, 12

Luego de haber meditado el domingo pasado sobre la reacción de rechazo de aquellos compueblanos de Jesús, en la sinagoga de Nazaret, quienes se escandalizaban de la autoridad, los signos y la sabiduría de Cristo porque el conocimiento “natural” o histórico que sobre él tenían les impedía acceder a la plenitud de su persona divina; hoy, Jesús continúa su camino y su misión. «Un profeta sólo es rechazado en su tierra» había dicho, y por eso no se detiene.
Contemplamos hoy a Jesús itinerante, en misión. Y si bien, escogió a “Los doce” para que "estuvieran con él” (Mc 3, 14-15), también los escogió “para enviarlos a predicar”. Esta es la otra dimensión del discípulo, la misionera. El Evangelio nos presenta la misión de los Doce.
Es interesante notar que san Marcos emplea para los apóstoles las mismas palabras que utiliza a través de todo el evangelio para describir la misión de Jesús: predicaban la conversión, curaban a los enfermos, echaban a los demonios (versículos 12-13). Como si fuera una misma misión, dependiente totalmente de la de Cristo, su modelo.
La misión de los discípulos supone en ellos una triple conciencia: conciencia del origen divino de su misión ("los envió"), esto es, de una actividad querida por otro y no decidida por nosotros mismos; de un proyecto en que estamos metidos pero sin ser nosotros los directores de escena; la conciencia de salir de sí mismo y de ir a otro sitio, a lugares nuevo; y la conciencia finalmente de poseer un mensaje nuevo y alegre que comunicar a los demás.
Por otra parte, nos llama la atención, la insistencia en la pobreza como condición indispensable para la misión: ni pan, ni alforja, ni dinero, sino sólo calzado corriente, un bastón y un solo manto (v. 8-9). Se trata de una pobreza que es fe, libertad y ligereza. Un discípulo cargado de equipaje se hace sedentario, conservador, incapaz de captar la novedad de Dios. Tendría demasiadas maletas que hacer y demasiadas seguridades a las que renunciar. La pobreza es señal de fe; de que uno no confía en sí mismo, de que no quiere estar asegurado a todo riesgo.
Y otro aspecto que no es posible olvidar sería que el discípulo en misión no está ajeno a sufrir el rechazo y la contradicción. El discípulo tiene que proclamar el mensaje y jugárselo todo en él. Tiene que dejar en manos de Dios el resultado. Al discípulo se le ha confiado una tarea, pero no se le ha garantizado el resultado.
El anuncio del discípulo no es una instrucción teórica, sino una palabra que actúa, en la que se hace presente el poder de Dios, una palabra que compromete y frente a la cual es preciso tomar una postura. Por tanto, es una palabra que sacude, que suscita contradicciones, que parece llevar la división en donde había paz, el desorden en donde había tranquilidad. La misión es, como dice Marcos, una lucha contra el maligno; donde llega la palabra del discípulo, Satanás no tiene más remedio que manifestarse, tienen que salir a la luz el pecado, la injusticia, la ambición; hay que contar con la oposición y con la resistencia. Por eso el discípulo no es únicamente un maestro que enseña, sino un testigo que se compromete en la lucha contra Satanás de parte de la verdad, de la libertad y del amor.
El ejemplo de Amós, el profeta, en la primera lectura es iluminador. Amos no era profeta ni hijo de profetas, sino un pastor y cultivador de higos, pero Dios le llamó a denunciar el pecado de los reyes y sacerdotes de Israel. Amasías, representante de la religión institucionalizada, pretende neutralizar la palabra de Dios como si ésta pudiera depender del permiso y de la tolerancia del rey y del sacerdote. Pero Amós no predica por ganarse el sustento cuotidiano, sino en la libertad del que cumple la voluntad de Dios.
Finalmente, el texto de la carta a los Efesios nos sitúa en la razón de ser de nuestra vida en este mundo. Hemos sido creados para ser santos. Esa es la única tarea necesaria y urgente. Para eso hemos nacido. Sólo si somos santos nuestra vida valdrá la pena. Y sólo si somos santos echaremos los demonios y el mal de nosotros mismos y del mundo. Amén.

lunes, 2 de julio de 2012

Homilía XIV Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Ez 2, 2-5 / Sal 122 / 2 Cor 12, 7-10 / Mc 6, 1-6

« Y se extrañó de su falta de fe».

El Evangelio de este domingo nos plantea nuestra fe en Jesucristo. Aceptar el Misterio de Dios en Cristo Jesús también en nuestros días es obra de la fe. Sigue habiendo muchos hombres inteligentes que dudan de que, en un hombre como el Jesús histórico, pueda albergarse el misterio de un Dios, y que Jesús sea el Verbo encarnado al que hay que adorar y no solo admirar y venerar. No nos extraña que el Papa Benedicto XVI haya querido marcar su pontificado escribiendo una obra teológica, fruto de su experiencia personal de fe, dedicada al misterio de la persona de Jesucristo; y que además quiera dedicar un año completo al tema de la fe.
San Marcos nos narra en su Evangelio que un día Jesús regresó a su pueblo de Nazaret. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga. Sus paisanos, que deberían haber creído los primeros, sufrieron escándalo ante Jesús. No pudieron compaginar aquella sabiduría y poder de Dios, que se manifestaba en Jesús, con la sencillez, la rudeza y la incultura de un trabajador de pueblo. La multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el artesano, el hijo de María, el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?"
Se convirtió Jesús para ellos en motivo de tropiezo. Por eso dijo: "Un profeta sólo es despreciado en su pueblo, en su familia y en su casa". Y no pudo hacer allí ningún milagro, y se asombraba de su falta de fe. «No pudo hacer allí ningún milagro» porque un milagro carece de sentido cuando el hombre se cierra a Dios que se le acerca en la acción prodigiosa.
El Salmo 122 que rezamos hoy, viene a ser la súplica confiada de los pobres de Yahvé que experimentan el desprecio a su alrededor. En el contexto de la liturgia de hoy, el salmo se pone en labios de Cristo, que ante el desprecio de su propio pueblo, ante el rechazo de una gente rebelde y obstinada, se dirige a su Padre abandonándose a Él y dejando en sus manos todos sus cuidados. Jesús con su humildad nos enseñó lo que San Pablo afirma hoy: que "la fuerza se realizara por medio de la debilidad".
Para entender el misterio de Jesús y creer en Él, no podemos acudir a los criterios de los hombres; es necesario aceptar la Palabra de Dios sin condiciones. Aún los mismos discípulos de Jesús tuvieron sus dificultades para creer: “De Nazaret ¿puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46). Simón Pedro, que, iluminado por el Padre, hizo su hermosa confesión: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16), luego se resistió a admitir un Mesías que hubiera de morir crucificado. No aceptaba que, del fracaso y la ruina ante sus enemigos, hubiera de salir la salvación. No lo entendía. Hubo de transcurrir tiempo. Sólo con la muerte y la resurrección de Jesucristo, empezó Pedro a ver claro. Fue entonces cuando aceptó la realidad: "Jesús es Señor".
Renovemos hoy nuestra fe en Jesucristo. Cuando no hay fe las cosas de Dios resultan extrañas, incomprensibles. Es solo por fe como podemos acceder desde la carne de Jesús al misterio de la redención. Es solo por la fe como podemos penetrar lo impenetrable que resulta el misterio de Dios entre nosotros, habitando en medio nuestro en la cotidianidad haciendo que la vida no caiga en la rutina sino que cada jornada sea una novedad de encuentro de amor con El.