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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 25 de septiembre de 2012

Homilía XXVI Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Nm 11, 25-29 / Sal 18 / St 5,1-6 / Mc 9,38-43.45.47-48
«El que no está contra nosotros está a favor nuestro»

El episodio que nos relata el Evangelio de san Marcos en este domingo nos retrae al suceso narrado en el Antiguo Testamento y que precisamente leemos en la primera lectura. El libro de los Números nos narra que Moisés comunicó el Espíritu de Dios a setenta ancianos que habían salido del campamento y se  habían reunido junto al tabernáculo; pero un joven vio con sorpresa que el Espíritu de Dios  se había posado también sobre Eldad y Medad, dos ancianos que no se habían unido al  grupo y que no habían salido del campamento, pero que se pusieron también a profetizar. Josué, entonces reclama a Moisés: «Señor mío, ¡prohíbeselo!» Pero Moisés le respondió: «¿Estás celoso  por mí? ¡Ojalá profetizase todo el pueblo de Dios y hubiera puesto el Señor su Espíritu  sobre cada uno de ellos!».
Por otra parte, el Evangelio de san Marcos nos cuenta que después que Jesús había enviado a sus discípulos a predicar por tierras  de Galilea (6, 7-13), una vez regresaron, cuentan a su Maestro lo que les ha  sucedido. Juan comenta una anécdota en donde le habían prohibido a uno arrojar demonios en nombre de Jesús porque no era del grupo. Aunque Jesús sabe que no había mala voluntad en su discípulo al prohibírselo, aprovecha la ocasión para enseñar el comportamiento adecuado del discípulo al ejercer la autoridad.
Si bien ya les había enseñado que en el reino de Dios, “el que quiera ser el primero que se haga el último y el servidor de todos”, hoy les enseña que «El que no está contra nosotros está a favor nuestro». Una frase que se complementa con otra contenida en el evangelio de San Mateo: «el que no está conmigo, está contra mí» (Mt 12,30).
La autoridad pastoral en la iglesia que Jesús viene a fundar no es control, ni monopolio exclusivo y excluyente. La  autoridad debe caracterizarse por una amplitud de espíritu, por un saber estar por encima de las ideologías de grupo; debe estar abierta a todos los hombres que defienden una  causa justa, aunque no sean cristianos; excluye la cerrazón ortodoxa, el sectarismo, la visión de gueto.
Moisés, el "amigo de Dios", lo tenía claro: “¿Quién soy yo para controlar y manipular el Espíritu? ¡Ojalá todo el pueblo recibiera el Espíritu del Señor y profetizara!”. Jesús no excluye a nadie, Jesús incluye a justos y pecadores, de todos pide amor, de todos reclama amor. Es servidor de todos quien mantiene una actitud de humildad y respeto. El servidor se sabe instrumento y no dueño. Hasta un vaso de agua dado a una persona porque es seguidora del Mesías, garantiza el favor de Dios. “Quien escandaliza a uno de “los pequeños” que creen en El, "más le valdría ser arrojado al mar con una piedra de molino al cuello". Estar a favor de Jesús es aprender a vivir reconociendo la bondad de Dios en los demás. En todos hay una semilla de Dios, algo bueno, nos toca a nosotros aprender a vivir como sembradores de paz y alegría a nuestro alrededor, en la comunión de la Iglesia. Amén.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Homilía XXV Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Sb 2, 12-20 / Sal 53 / Sant 3,16-4,3 / Mc 9,30-37

«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.» (Mc 9,35)

En el evangelio de este domingo, Jesús anuncia por segunda vez a los discípulos su pasión, muerte y resurrección. El evangelista san Marcos no disimula el fuerte contraste que existe entre la mentalidad de Jesús y la capacidad de entender de los doce Apóstoles, quienes no sólo no comprenden las palabras del Maestro, sino que rechazan claramente la idea de que vaya al encuentro de la muerte. ¿Por qué aceptar un Mesías abocado al sufrimiento?
¿No podían los apóstoles haber superado ese escándalo acudiendo a la misma Escritura? ¿Es que acaso la Escritura misma no sugería que el Mesías debía padecer? Como el mismo Jesús les va a revelar a los discípulos de Emaús, en la mañana de la resurrección: «¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?» (Lucas 24,26). De hecho, el Antiguo Testamento está impregnado de referencias en las que podemos descubrir el anuncio de la pasión de Cristo. Hoy leemos precisamente un texto del libro de la Sabiduría. «Acechemos al justo… quien declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo del Señor; lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente… y se gloría de tener por padre a Dios. lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él.» (Sab 2, 12-20).
Si el domingo pasado el tema del Mesías que iba a padecer suscitó la reacción contraria de Pedro, hoy, la reacción es mucho más lamentable ya que se ve que los discípulos ni siquiera han  escuchado, sus preocupaciones se dirigen hacia el éxito personal, exactamente lo contrario de lo que Jesús intentaba explicarles. Y Jesús, pues, debe volver a explicar y a insistir en el estilo que él propone: se trata de querer vivir toda la vida como servicio; y se trata de saberlo reconocer a él no en los grandes y prestigiosos, sino en los humildes y débiles.
Los apóstoles discutían entre sí sobre quién de ellos se debería considerar «el más importante». Jesús les explica con paciencia su lógica, la lógica del amor que se hace servicio hasta la entrega de sí: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».
Esta es la lógica del cristianismo, que responde a la verdad del hombre creado a imagen de Dios, pero, al mismo tiempo, contrasta con el egoísmo, consecuencia del pecado original. Lo recuerda, en la liturgia de hoy, también la carta de Santiago: «Donde existen envidias y espíritu de contienda, hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía». Y el Apóstol concluye: «Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3, 16-18).
No cabe duda de que seguir a Cristo es difícil, pero —como él dice— sólo quien pierde la vida por causa suya y del Evangelio, la salvará (cf. Mc 8, 35), dando pleno sentido a su existencia. No existe otro camino para ser discípulos suyos; no hay otro camino para testimoniar su amor y tender a la perfección evangélica. Amén.

martes, 11 de septiembre de 2012

Homilía XXIV Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo B
Is 50, 5-9 / Sal 114 / Stgo 2, 14-18 / Mc 8, 27-35

«El Señor Dios me ha abierto el oído» (Is 50, 5)

Aún recordamos el milagro del “sordomudo” que nos narraba el evangelio de san Marcos, el domingo pasado (Mc 7, 32ss). Hoy, el texto del Antiguo Testamento, tomado del tercer cántico del Siervo (Isaías 50,5-9), me retrotrae al personaje del “sordomudo”, por aquello de que «El Señor Dios me ha abierto el oído» (v. 5) y “El Señor Dios, me ha dado una lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora” (v.4). ¿No somos acaso tu y yo, aquel “sordomudo”, sobre quien Jesús pronunció el “Effetá” para abrir nuestros oídos a la Palabra –la fe entra por el oído- y nuestros labios para proclamar esa fe?
Pero hoy la secuencia litúrgica nos narra otro episodio de la vida de Jesús. San Marcos, continúa su evangelio narrando el milagro de la multiplicación de los panes, la confrontación de los fariseos con Jesús, el milagro de la curación de un ciego, y siguiendo el camino por las aldeas de Cesarea de Filipo, aparte con sus discípulos, les pregunta: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (Mc 8,27ss). Este momento de la vida de los apóstoles, va a servir para revelarnos quién es en su verdad plena y profunda este Jesús que realiza signos y milagros. A Jesús, no le bastará la respuesta de lo que habían oído decir de Él, sino que quiere que sus discípulos, los que han aceptado comprometerse personalmente con Él, tomen una posición personal. Por eso, les insiste: “¿Quién dicen ustedes que soy yo?” (v.29). Pedro contesta en nombre de los demás: “Tu eres el Cristo”, es decir, el Mesías. Esta respuesta de Pedro, que no provenía “ni de la carne ni de la sangre”, encierra en sí como en germen la futura confesión de fe de la Iglesia.
Con todo, Pedro no había entendido aún el contenido profundo de la misión mesiánica de Jesús. Por eso, ante el anuncio de la pasión se escandaliza y protesta, provocando la dura reacción de Jesús (v.32-33). Pedro quiere un Mesías “hombre divino”, que realice las expectativas de la gente imponiendo a todos su poder. También nosotros deseamos que el Señor imponga su poder y transforme inmediatamente el mundo. Que no haya más dolor, que no haya más injusticias, que se acabe el mal, ¿Por qué el sufrimiento de los inocentes?
Pero Jesús se presenta como el “Dios humano”, el siervo de Dios, que transforma las expectativas de la muchedumbre siguiendo el camino de la humildad y el sufrimiento. Es así que entendemos por qué la liturgia nos propone el relato del Siervo doliente del profeta Isaías, para enfocarnos a entender el Evangelio, indicando que el sufrimiento de Cristo estaba proféticamente previsto.
También hoy debemos tomar una postura ante Jesucristo. O acogemos a Jesucristo en la verdad de su misión y renunciamos a nuestras expectativas demasiado humanas; o le doy más relevancia a mis expectativas humanas del Dios que me conviene, rechazando al verdadero Jesús.
Jesús nos enseña hoy a ser verdaderos discípulos, nos dice: “No me señales tú el camino; yo tomo mi camino –el de la Cruz- y tú debes ponerte detrás de mí”. Esta es la ley del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo. Aunque le cuesta, Pedro va a acoger la invitación y prosigue su camino tras las huellas del Maestro. Hagamos tu y yo lo mismo. Amén.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Homilía XXIII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo B
Is 35, 4-7 / Sal 145 / Sant 2, 1-5 / Mc 7, 31-37

«Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.» Mc, 7, 37

Seguimos adelante con el “Evangelio de Jesucristo” según san Marcos en el ciclo litúrgico B. Después de la catequesis eucarística que por cinco domingos tuvimos y que concluyó con la crisis galilea explicada por el Evangelio de san Juan (“Dura es esta enseñanza, ¿Quién puede escucharla?”), y del desafío de Jesús al corazón del hombre, cuando el domingo pasado nos decía que es del corazón de donde brotan nuestras impurezas (Mc 7, 21); hoy le seguimos a tierra de paganos (Tiro y Sidón), se aleja de las multitudes, realiza un milagro.
Como de costumbre, la primera lectura, tomada del profeta Isaías, nos ilustra el sentido pleno del signo realizado por Jesús. El profeta Isaías consuela a su pueblo, en horas difíciles, y le asegura -con un lenguaje al que estamos más acostumbrados en las semanas del Adviento- que Dios va a infundir fuerza a los cobardes, la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el habla a los mudos y aguas abundantes al desierto. Los signos que realiza Jesús revelan que han llegado los tiempos mesiánicos. Por eso el asombro de la gente: «en el colmo del asombro decían: -Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
De hecho, cuando los discípulos de Juan el Bautista le preguntan a Jesús: "¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?” Jesús les respondió: «Id a contarle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,4-5). Jesús cumple así la gran profecía de Isaías, El es el gran liberador.
Deberíamos cantar con el alma orante del Salmo 145, ¡Alaba alma mía al Señor, no olvides sus beneficios, Él libera tu alma!”. En el milagro de la curación del sordomudo, Cristo se revela como el sacramento del encuentro con Dios. Y los Sacramentos se revelan, a su vez como actos de salvación personal de Cristo. No existe otro acontecimiento salvífico, otro nombre en el que podamos encontrar nuestra salvación, ni otro sacramento que Cristo.
La Iglesia, en su misión evangelizadora, hasta que Él vuelva, no puede olvidar que “Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino, que prometió a los que le aman” (Santiago 2, 5). Por lo tanto, ella como Sacramento visible de la unión de Dios con los hombres, no estima a los hombres por lo que aparentan o lo que tienen, sino por lo que son delante de Dios. Al ser bautizados, también hemos escuchado el “Effetá”, que nos ha abierto nuestros oídos y nuestros labios para “escuchar su palabra y proclamar la fe". Un cristiano tiene que saber escuchar y saber hablar a su tiempo.
Al contemplar el milagro del sordomudo, nos damos cuenta de que “no oír y no ver” son signos del estado del hombre sin Dios. La curación del oído y la voz son signos de salvación. Pero la salvación otorgada por Dios supone una ruptura respecto al mundo, por eso Cristo "aparta" al mudo de la multitud, que es incapaz de ver y de oír. Cristo le lleva fuera de la multitud (v.33), como para subrayar que el mutismo es característica de la multitud y que es necesario apartarse de su manera de juzgar las cosas para abrirse a la fe.
El mutismo en la Sagrada Escritura está ligado a la falta de fe. En periodos de castigo divino, los profetas permanecían mudos; no se proclamaba la Palabra de Dios porque el pueblo se tapaba los oídos para no oírla. A la falta de fe de Zacarías, éste permaneció mudo hasta que nació el precursor. Por eso, la curación del mudo hoy, es un signo evidente de lo que es la fe: una virtud infusa que no depende de las cualidades humanas y que requiere ser proclamada. Pero si los profetas hablan, y hablan abundantemente, es señal de que han llegado los tiempos mesiánicos y de que Dios está presente y la fe ampliamente extendida.
Este evangelio quiere darnos, pues, a entender que debemos tomar conciencia de que la fe es un bien mesiánico. El evangelista subraya repetidas veces que la multitud tiene oídos y no oye, y tiene ojos y no ve (Mc 4, 10-12). El signo de que han llegado los tiempos de la gracia y de la fe es que se le ha otorgado al hombre la capacidad para oír la palabra, corresponder a Dios y hablar de El a los demás. El cristiano que vive estos últimos tiempos debe poder escuchar esa Palabra y proclamarla: para hacerlo necesita los oídos y los labios de la fe.