¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 27 de marzo de 2012

Homilía Domingo de Ramos



Con el Domingo de Ramos entramos en la Semana Santa, denominada antiguamente «semana mayor» o «semana grande». Es la semana que conmemora la Pasión de Cristo. Se compone de dos partes: el final de la Cuaresma (desde el Domingo de Ramos hasta el Miércoles Santo) y el Triduo Pascual (Jueves, Viernes y Sábado-Domingo).
La celebración del Domingo de Ramos tiene dos caras del misterio pascual: por un lado, la procesión de ramos en honor de Cristo Rey, nos muestra el aspecto triunfal y victorioso de Cristo que llega como el esposo a entregarse a su amada iglesia, y por otro lado, con la lectura de la Pasión correspondiente a los evangelios sinópticos (la de san Juan se lee el viernes), muestra el aspecto doloroso, por el cual también le llamamos «Domingo de Pasión».
Por esta razón, este domingo comprende dos celebraciones: la procesión de ramos y la eucaristía. Lo que importa en la primera parte no es el ramo bendito, sino la celebración del triunfo de Jesús. La procesión con los ramos de palmas la haremos desde afuera del templo para dar lugar al simbolismo de la entrada en Jerusalén, representada por el templo parroquial.
Después de la aspersión de los ramos se proclama el evangelio, es decir, se lee lo que a continuación se va a realizar. Al celebrar litúrgicamente su entrada en Jerusalén, nos asociamos a su seguimiento. La Semana Santa empieza y acaba con la entrada triunfal de los redimidos en la Jerusalén celestial, recinto iluminado por la antorcha del Cordero. A la procesión sigue inmediatamente la eucaristía. Del aspecto glorioso de los ramos pasamos al doloroso de la pasión. Esta transición no se deduce sólo del modo histórico en que transcurrieron los hechos, sino porque el triunfo de Jesús en el Domingo de Ramos es signo de su triunfo definitivo. Los ramos nos muestran que Jesús va a sufrir, pero como vencedor; va a morir, para resucitar. En resumen, el domingo de Ramos es inauguración de la Pascua, o paso de las tinieblas a la luz, de la humillación a la gloria, del pecado a la gracia y de la muerte a la vida.
La segunda parte de la Semana Santa está constituida por el Triduo Pascual, que conmemora los últimos acontecimientos de la vida de Jesús. Según los tres sinópticos, Jesús sube a Jerusalén una sola vez, y entra en ella triunfalmente (Domingo de Ramos), despliega su última actividad durante cinco días y, finalmente, es arrestado (Jueves Santo) y crucificado (Viernes Santo).
Los cuatro relatos de la Pasión siguen una sucesión parecida de acontecimientos, con cinco secuencias: arresto, proceso judío, proceso romano, ejecución y sepultura. Para entender la muerte de Jesús no basta relacionarla con el sanedrín judío o el gobernador romano; sino con su Dios y Padre, cuya cercanía y presencia proclamó. La interpretación última -o, si se quiere, primera- de la muerte de Jesús es teológica. La muerte de Jesús es consecuencia de su obrar. Pero, una vez aceptado que la cruz es consecuencia del proceder de Jesús, la resurrección debe entenderse como toma de posición de Dios en favor de Jesús y, por tanto, como iluminación de la cruz.
Acompañar a Cristo en su Semana Santa supone los dos aspectos: la muerte y la resurrección, el dolor y la alegría, la entrega y el premio. Somos invitados, desde hoy, no sólo a meditar y orar este misterio de la Pascua, sino a vivirla en nuestra existencia, aceptando con fidelidad lo que pueda comportarnos de esfuerzo el ser cristianos y alimentando una confianza absoluta en Dios, que es Padre lleno de amor, y cuya última palabra no es la muerte, sino la vida, como en Jesús. Si le acompañamos a la cruz, también seremos partícipes de su nueva vida de Resucitado. Amén.

martes, 20 de marzo de 2012

Homilía V Domingo de Cuaresma



Ciclo B

Jer 31,31-34 / Sal 50 / Heb 5, 7-9 / Jn 12, 20-33

«Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Jn 12, 32

Al pedir hoy en el Salmo responsorial: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme», de alguna manera nos identificamos con aquella nueva Alianza que profetizó Jeremías, en la primera lectura, después de haber sufrido por la ruina de su pueblo, Israel, con el destierro a Babilonia, cuando ahora de parte de Dios, anuncia, por primera vez en todo el Antiguo Testamento, una Nueva Alianza. La primera Alianza: "Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo", no queda abrogada a pesar de la dureza del corazón de su pueblo; pero esta nueva Alianza será más perfecta, más interior. No quedará grabada, como la de Moisés, en unas tablas de piedra, sino que "Meteré mi ley en su pecho –dice el Señor–, la escribiré en sus corazones… todos me conocerán, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados".
Lo que el profeta Jeremías intuyó desde la penumbra del Antiguo Testamento, nosotros lo vemos ya cumplido plenamente en Cristo Jesús. La Nueva Alianza la selló El con su Sangre en la Cruz. Las lecturas de hoy nos dicen lo que le costó. «Aprendió sufriendo a obedecer», dice el autor de la carta a los Hebreos. Sería una falsa imagen de Jesús, imaginarlo como un superhombre, impasible, estoico, por encima de todo sentimiento de dolor o de miedo, de duda o de crisis. Esta segunda lectura de hoy nos hace descubrir la intimidad del corazón de Cristo en su pasión, al darnos detalles que no constan en el evangelio: «Cristo, ante la muerte, pidió ser librado de ella con lágrimas y gritos».
Esa es la más honda consecuencia de su Encarnación. Tenemos un mediador, un Pontífice, que no es extraño a nuestra historia, que sabe comprender nuestros peores momentos y nuestras experiencias de dolor, de duda y de fatiga. Lo ha experimentado en su propia carne. Y así es como ha realizado entre Dios y la Humanidad la definitiva Alianza. Obedeciendo hasta la cruz, "se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna".
Pero su muerte no tiene la última palabra. "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto". Cristo nos ha mostrado el camino de la vida eterna. «El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor. El que se ama a sí mismo, se pierde». Celebrar la Pascua supone renunciar a lo viejo y abrazar con decisión lo nuevo. La novedad de vida que Cristo nos quiere comunicar. Esto supone lucha. Esto comporta muchas veces dolor, sacrificio, conversión de caminos que no son pascuales, que no son conformes a la Alianza con Dios. Nuestra Eucaristía hace que participemos de toda la fuerza salvadora de la nueva alianza en su sangre.

martes, 13 de marzo de 2012

Homilía IV Domingo de Cuaresma



Ciclo B
2-Cro 36,14-16.19-23 / Sal 136 / Ef 2,4-21 / Jn 3, 14-21

«Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en Él.» Jn 3, 14-15

Hemos llegado al cuarto Domingo de Cuaresma, llamado también Domingo "Laetare", debido a la antífona gregoriana del Introito de la Misa, tomada del libro del Profeta Isaías (Is. 61,10): «Regocíjate, Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis...». Como vemos, la liturgia de este Domingo se ve marcada por la alegría; ya que, se acerca el tiempo de vivir nuevamente los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, durante la Semana Santa.
Cabría preguntarnos: ¿Por qué alegrarnos si contemplaremos la dolorosa consecuencia de nuestros pecados descargada en la pasión de Nuestro Señor Jesucristo? Sin duda, la conversión a la que la cuaresma nos invita es una llamada a asomarnos al abismo infernal de nuestro pecado, pero también, al abismo divino del amor misericordioso de Cristo y del Padre.
Es Cristo crucificado la respuesta a nuestro pecado, es decir, sólo mirándole a Él no desesperaré ante la gravedad de mis pecados. Él es el signo que el Padre levanta en medio del desierto de este mundo, para que todo el que le mire, con fe, con el corazón contrito y humillado, no perezca sino que alcance vida eterna. En Él se nos descubre el infinito amor de Dios, ese amor inmenso, asombroso, desconcertante.
«La serpiente en el desierto» no podía curar ni dar vida, cuando los israelitas pecadores la miraban creían en Aquel que había ordenado a Moisés que la hiciera, y Él los curaba. Lo mismo que los israelitas al mirar la serpiente de bronce quedaban curados de las consecuencias de su pecado (Núm 21,4-9), así también nosotros hemos de mirar a Cristo levantado en la cruz. Estas últimas semanas de cuaresma son ante todo para mirar abundantemente al crucificado con actitud de fe contemplativa: «Mirarán al que traspasaron». Sólo salva la cruz de Cristo (Gál 6,14) y sólo contemplándola con fe podremos descubrir y experimentar la misericordia de Dios, que con su perdón nos limpia de nuestros pecados.
La contemplación de la cruz tiene que llevar a contemplar el amor que está escondido tras ella, e infunde la seguridad de sabernos amados: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito…». Gracias a este amor de Dios a los hombres, más fuerte que el pecado y que la muerte, el mundo tiene remedio, todo hombre puede tener esperanza, en cualquier situación en la que se encuentre, por lejos que se crea de Dios.
Este amor gratuito e inmerecido es el que hace exultar a san Pablo (Ef 2, 4-10). Estando muertos por los pecados, Dios nos ha hecho vivir, nos ha salvado por pura gracia, sacándonos literalmente de la muerte. Este es el amor que se vuelca sobre nosotros en esta Cuaresma. Esta es la gracia nueva que se nos regala y por la cual hoy exultamos de alegría.
A la luz de tanto amor y tanta misericordia entendemos mejor la gravedad enorme de nuestros pecados, que nos han llevado a la muerte; y que al pueblo de Israel le llevó al destierro. Nosotros también “hemos multiplicado las infidelidades, hemos imitado las costumbres abominables de los gentiles (no creyentes), hemos manchado la casa del Señor, nos hemos burlado de los mensajeros de Dios, hemos despreciado sus palabras…”
Ahora bien, el que Dios sea rico en misericordia no significa que nuestros pecados no tengan importancia. Significa que su amor es tan potente que es capaz de rehacer lo destruido, de crear de nuevo lo que estaba muerto. Cuando el hombre se acerca a la Verdad de Dios por el camino de Cristo, además de encontrarse con «El Verdadero», se encuentra a sí mismo de verdad. Amén.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Homilía III Domingo de Cuaresma



Ciclo B
Ex 20,1-7 / Sal 18 / 1 Cor 1,22-25 / Jn 2,13-25


«Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos» - 1 Co 1,22

Esta frase del apóstol san Pablo, que leemos hoy en la segunda lectura, nos sirve de base para entrar en esta como “segunda etapa de la Cuaresma”, que comenzamos hoy. Le llamo así porque a partir de este tercer domingo del ciclo B, la liturgia estará marcada por tres evangelios de san Juan que nos presentarán diferentes aspectos del camino “muerte-resurrección” que celebraremos en la Pascua.

La frase de san Pablo responde al choque que la predicación del Evangelio supondrá para la razón humana. En efecto, la salvación de Dios no llegará bajo los signos espectaculares del poder ni de la razón, como pensaban los judíos y los griegos, sino bajo los signos del “escándalo de la Cruz”. La sabiduría de Dios revelada en la predicación del Evangelio supondrá la antítesis de las expectativas del hombre.

Con todo, hay que afirmar, que Dios ha sido todo un pedagogo en la manera de preparar al hombre al conocimiento de su Sabiduría divina, le ha preparado a la salvación. Otra cosa es que el hombre en su necedad desvirtuara su enseñanza.

Veamos el sentido de la etapa de la historia de la salvación que constituye la formación de Israel como pueblo peculiar, bajo la guía de Moisés. Si con Abraham, Dios se reveló bajo el ángulo de la promesa gratuita, y luego en la etapa de Noé, la alianza entre Dios y los hombres, se presentó bajo el aspecto cósmico, ahora, bajo la guía de Moisés, se manifiesta en forma de Ley minuciosa y determinada. El Decálogo es la esencia de la alianza, la gran ley comunitaria de amor a Dios y al prójimo.

El judaísmo exagerará el aspecto jurídico externo y todo lo reducirá al mero cumplimiento, a la acumulación de obras. Olvidaron que la alianza, en su realidad profunda, es don y respuesta de amor. Por eso los profetas, profundizando en esa relación amorosa, nos lo presentarán con imágenes más sugestivas: la del amor entre esposo-esposa, o la del padre-hijo. La alianza no es algo estático; es un don que exige un esfuerzo diario. Por eso se renueva frecuentemente en un marco cultual. La comunidad, libremente –ya la alianza es un don de Dios que libera– se compromete a cumplirla.

Es en este sentido que Cristo se siente urgido a hacer reaccionar al Israel de su tiempo. Al expulsar a los vendedores del templo, Jesús está diciendo: «El celo de tu casa me devora, porque el culto que me tributa este pueblo ha perdido su valor». Los judíos exigirán a Jesús un "signo", una prueba divina que lo acredite. El templo tenía el sentido de significar la presencia de Dios en medio del pueblo; ahora esta presencia de Dios se manifiesta de un modo mucho más pleno en Jesús. La muerte de Jesús no va a significar la destrucción de la presencia de Dios entre los hombres, sino la supresión de cualquier otro templo que no sea el cuerpo glorioso del Resucitado, santuario en el que habita la plenitud del Espíritu Santo. La Pascua será nuestro paso al acceso de este Dios que nos invita a entrar en comunión con Él, por Él y con Jesucristo. Amén.