«La nueva evangelización
concierne toda la vida de la Iglesia. Ella se refiere, en primer lugar, a la
pastoral ordinaria que debe estar más animada por el fuego del Espíritu, para
encender los corazones de los fieles que regularmente frecuentan la comunidad y
que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida
eterna. Deseo subrayar tres líneas pastorales que han surgido del Sínodo. La
primera corresponde a los sacramentos de la iniciación cristiana. Se ha
reafirmado la necesidad de acompañar con una catequesis adecuada la preparación
al bautismo, a la confirmación y a la Eucaristía. También se ha reiterado la
importancia de la penitencia, sacramento de la misericordia de Dios... En
segundo lugar, la nueva evangelización está esencialmente conectada con “la misión
ad gentes”. La Iglesia tiene la tarea de evangelizar, de anunciar el Mensaje de
salvación a los hombres que aún no conocen a Jesucristo... Todos los hombres
tienen el derecho de conocer a Jesucristo y su Evangelio; y a esto corresponde
el deber de los cristianos, de todos los cristianos – sacerdotes, religiosos y
laicos -, de anunciar la Buena Noticia… Y un tercer aspecto tiene que ver con
las personas bautizadas pero que no viven las exigencias del bautismo… »
(Homilía de clausura del Sínodo de Obispos, Domingo 28 de octubre de 2012)
«El saber de la ciencia, aunque sea importante para la vida de la humanidad, de por sí, no basta. No necesitamos solamente el pan material; necesitamos amor, significado, esperanza y un fundamento seguro (...) que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, también en los momentos de crisis y oscuridad y en los problemas diarios. La fe nos da precisamente esto: el abandonarse con confianza a un “Tu”, que es Dios, y que me da una certeza diversa, pero no menos sólida de la que proviene del cálculo exacto o de la ciencia. La fe no es un mero asenso intelectual del ser humano a verdades particulares sobre Dios; es un acto por el cual me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama (...) me da confianza y esperanza» (Audiencia 24-oct-2012).
«La fe es acoger este mensaje transformador en nuestra vida, es acoger la revelación de Dios, que nos hace conocer quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus proyectos para nosotros. Cierto: el misterio de Dios sigue siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros ritos y de nuestras oraciones. Con todo, con la revelación es Dios mismo quien se auto-comunica, se relata, se hace accesible. Y a nosotros se nos hace capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de entrar en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de escucharle y de acogerle». (Audiencia General, 17-X-12)
«La celebración del sacramento de la Reconciliación es por sí misma anuncio y por eso camino que hay que recorrer para la obra de la nueva evangelización. ¿En qué sentido la Confesión sacramental es “camino” para la nueva evangelización? Ante todo porque la nueva evangelización saca linfa vital de la santidad de los hijos de la Iglesia, del camino cotidiano de conversión personal y comunitaria para conformarse cada vez más profundamente a Cristo. Y existe un vínculo estrecho entre santidad y sacramento de la Reconciliación, testimoniado por todos los santos de la historia. La conversión real del corazón, que es abrirse a la acción transformadora y renovadora de Dios, es el “motor” de toda reforma y se traduce en una verdadera fuerza evangelizadora.» (Discurso a los participantes del curso sobre el fuero interno, 9-III-2012)
«Los santos son los verdaderos protagonistas de la evangelización en todas sus expresiones. Ellos son, también de forma particular, los pioneros y los que impulsan la nueva evangelización: con su intercesión y el ejemplo de sus vidas, abierta a la fantasía del Espíritu Santo, muestran la belleza del Evangelio y de la comunión con Cristo a las personas indiferentes o incluso hostiles, e invitan a los creyentes tibios, por decirlo así, a que con alegría vivan de fe, esperanza y caridad, a que descubran el «gusto» por la Palabra de Dios y los sacramentos, en particular por el pan de vida, la eucaristía.» (Homilía de apertura a la XIII Asamblea del Sínodo de Obispos, 7/X/12)
«Mi pensamiento se dirige a todos los esposos cristianos: juntamente con ellos doy gracias al Señor por el don del sacramento del matrimonio, y los exhorto a mantenerse fieles a su vocación en todas las etapas de la vida, "en las alegrías y en las tristezas, en la salud y en la enfermedad", como prometieron en el rito sacramental. Ojalá que, conscientes de la gracia recibida, los esposos cristianos construyan una familia abierta a la vida y capaz de afrontar unida los numerosos y complejos desafíos de nuestro tiempo. Hoy su testimonio es especialmente necesario. Hacen falta familias que no se dejen arrastrar por modernas corrientes culturales inspiradas en el hedonismo y en el relativismo, y que más bien estén dispuestas a cumplir con generosa entrega su misión en la Iglesia y en la sociedad.» (Angelus 8-oct-2006)
«El fundamentalismo es siempre una falsificación de la religión. Va en contra de la esencia de la religión, que quiere reconciliar y crear la paz de Dios en el mundo. Por lo tanto, la tarea de la Iglesia y de las religiones es purificarse; una alta purificación de estas tentaciones por parte de la religión es siempre necesaria. Es tarea nuestra iluminar y purificar las conciencias y mostrar claramente que cada hombre es imagen de Dios; y debemos respetar en el otro, no solamente su alteridad, sino en la alteridad y en la real esencia común, el ser imagen de Dios, y tratar al otro como imagen de Dios. Por tanto, el mensaje esencial de la religión debe ser contra la violencia, que es una de sus falsificaciones, como lo es el fundamentalismo; el mensaje de la religión debe ser la educación, iluminación y purificación de las conciencias, para hacerlas capaces de diálogo, de reconciliación y de paz.» (Entrevista del Papa Benedicto XVI con los periodistas durante vuelo al Líbano, 14/IX/2012)
«En el episodio en el que Jesús reaccionó a la
discusión sobre quién era el más importante entre los discípulos poniendo en
medio a un niño, y abrazándolo dijo: “El que acoge a un niño como éste en mi
nombre, me acoge a mí”(Mc 9, 33). Jesús se identifica con el niño, Él mismo se
ha hecho pequeño. Como hijo, no hace nada por sí mismo, sino que actúa
totalmente a partir del Padre y de cara a Él. Si se tiene en cuenta eso, se
entiende también la perícopa siguiente, en la cual ya no se habla de niños, sino
de los “pequeños”; y la expresión “los pequeños” se convierte incluso en la
denominación de los creyentes, de la comunidad de los discípulos de Jesús. Han
encontrado este auténtico ser pequeño en la fe, que reconduce al hombre a su
verdad» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II, Cap. 1.1)
«Tras la gran época de la
predicación en Galilea, este es un momento decisivo: tanto el encaminarse hacia
la Cruz como la invitación a la decisión que ahora distingue netamente a los
discípulos de la gente que sólo escucha a Jesús pero no le sigue, hace
claramente de los discípulos el núcleo inicial de la nueva familia de Jesús: la
futura iglesia. Una característica de esta comunidad es estar “en camino” con
Jesús; de qué camino se trata quedará claro precisamente en este contexto. Otra
característica de esta comunidad es que su decisión de acompañar al Señor se
basa en un conocimiento, en un “conocer” a Jesús que al mismo tiempo les
obsequia con un nuevo conocimiento de Dios…» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, cap. 9.1)
«En nuestro
bautismo él realizó sobre nosotros ese gesto de tocar y se nos dijo:
"Effetá", "Ábrete", para hacernos capaces de escuchar a
Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a él. Pero este
acontecimiento, el sacramento del bautismo, no tiene nada de mágico. El
bautismo abre un camino. Nos introduce en la comunidad de los que son capaces
de escuchar y de hablar; nos introduce en la comunión con Jesús mismo, el único
que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido hablar de él (Jn 1,18): mediante
la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su escuchar al Padre
y hablar con él. El camino de los bautizados debe ser un proceso de desarrollo
progresivo, en el que crecemos en la vida de comunión con Dios, adquiriendo así
también una mirada diversa sobre el hombre y sobre la creación.» (Homilía
10-IX-2006, Munich, Alemania).
«Ahora quiero pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la
Eucaristía. También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha
malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana
respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los
años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido,
que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos,
sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no
se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su
cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado.» (Benedicto
XVI, Homilía del Corpus Christi, 7-VI-12)
«Una interpretación unilateral del Concilio
Vaticano II penalizó una dimensión del valor del culto eucarístico, la adoración
del Santísimo Sacramento, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento
celebrativo. Por subrayar un aspecto se acabó por sacrificar otro. En este sentido,
la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en
detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús,
realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido
repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto,
concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la
santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y
del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia
constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta,
cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país,
del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la
caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.» (Benedicto XVI, Homilía del Corpus Christi, 7-VI-12)
«María,
presente en el Calvario ante la Cruz, está también con la Iglesia y como Madre
de la Iglesia, en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas (Cf. encíclica
«Ecclesia de Eucharistia», 57). Por este motivo, nadie mejor que ella nos puede
enseñar a comprender y a vivir con fe y amor la santa Misa, uniéndonos al
sacrificio redentor de Cristo. Cuando recibimos la santa comunión, como María y
unidos a ella, nos abrazamos al madero que Jesús con su amor ha transformado en
instrumento de salvación y pronunciamos nuestro «amén», nuestro «sí» al Amor
crucificado y resucitado.» (Benedicto XVI, Angelus 11-11-2005)
«Podemos
imaginar con cuánta fe y amor la Virgen habrá recibido y adorado en su corazón
la santa Eucaristía! Cada vez era para ella como revivir todo el misterio de su
Hijo Jesús: desde la concepción hasta la resurrección. “Mujer eucarística” la
ha llamado mi venerado y amado predecesor, Juan Pablo II. Aprendamos de ella a
renovar continuamente nuestra comunión con el Cuerpo de Cristo para amarnos los
unos a los otros como Él nos ha amado.» (Fiesta del Corpus Christi,
14-Jun-2009).
«La
Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración no simplemente como una
especie de mandato casi mágico, sino como parte de la oración hecha junto con
Jesús; como parte central de la alabanza impregnada de gratitud, mediante la
cual el don terrenal se nos da nuevamente por Dios como cuerpo y sangre de
Jesús, como autodonación de Dios en el amor acogedor del Hijo.» (Jesús de Nazaret, vol. II, cap. 5).
«Si
la Palabra convoca a la comunidad, la Eucaristía la transforma en un cuerpo:
“Porque aun siendo muchos —escribe san Pablo—, somos un solo pan y un solo
cuerpo, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10, 17). Por tanto, la
Iglesia no es el resultado de una suma de individuos, sino una unidad entre
quienes se alimentan de la única Palabra de Dios y del único Pan de vida. La
comunión y la unidad de la Iglesia, que nacen de la Eucaristía, son una
realidad de la que debemos tener cada vez mayor conciencia, también cuando
recibimos la sagrada Comunión; debemos ser cada vez más conscientes de que
entramos en unidad con Cristo, y así llegamos a ser uno entre nosotros. Debemos
aprender siempre de nuevo a conservar esta unidad y defenderla de rivalidades,
controversias y celos, que pueden nacer dentro de las comunidades eclesiales y
entre ellas.» (Benedicto XVI, Inauguración de la Asamblea Eclesial de la
Diócesis de Roma 26 de mayo de 2009).
«El
hombre vive de la verdad y de ser amado, de ser amado por la Verdad. Necesita a
Dios, al Dios que se le acerca y que le muestra el sentido de su vida,
indicándole así el camino de la vida. Ciertamente, el hombre necesita pan,
necesita el alimento del cuerpo, pero en lo más profundo necesita sobretodo la
Palabra, el Amor, a Dios mismo. Quien le da todo esto, le da “vida en abundancia”.»
(Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, tomo I, n.8, El Pastor).
«Mi
venerado predecesor, el Papa Pablo VI, afirmaba en la Exhortación apostólica
Evangelii nuntiandi que «evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una
manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu
Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Hijo» (n. 26). Por tanto, no
consiste solamente en transmitir o enseñar una doctrina, sino en anunciar a
Cristo, el misterio de su Persona y su amor, porque estamos verdaderamente
convencidos de que «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados,
sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y
comunicar a los otros la amistad con Él» (Homilía en la Santa Misa de inicio de
Pontificado, 24 abril 2005).» (Benedicto XVI, 2-IV-2009).
«Como
una palanca mueve mucho más que su propio peso, así la fe, inclusive una pizca
de fe, es capaz de realizar cosas impensables, extraordinarias, como sacar de
raíz un árbol grande y trasplantarlo en el mar (Ibid.). La fe – fiarse de
Cristo, acogerlo, dejar que nos transforme, seguirlo sin reservas – hace
posibles las cosas humanamente imposibles, en cualquier realidad.» (Homilía, 3
de octubre de 2012, Sicilia).
«La
“fe que actúa por el amor” (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de
pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col
3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).» Benedicto XVI, Motu proprio Porta fidei,
n.6.
«El
santo deseo de que el reino de Dios se instaure en el corazón de todo hombre,
se identifica con la oración misma, como nos enseña san Agustín: «Ipsum
desiderium tuum, oratio tua est; et si continuum desiderium, continua oratio»:
«Tu deseo es tu oración; y si es deseo permanente, continuo, también es oración
continua» (Ep. 130, 18-20); por esto, como fuego que arde y nunca se apaga, el
corazón se mantiene despierto, no deja nunca de desear y eleva continuamente
himnos de alabanza a Dios.» (Benedicto XVI, 24-junio-2010).
«Las
parábolas evangélicas son breves narraciones que Jesús utiliza para anunciar
los misterio del Reino de los Cielos. Al utilizar imágenes y situaciones de la
vida cotidiana, el Señor "quiere indicarnos el auténtico fundamento de
todo. Nos muestra... al Dios que actúa, que entra en nuestras vidas y nos
quiere tomar de la mano"… Reino de los cielos significa, precisamente,
señorío de Dios, y esto quiere decir que su voluntad debe ser asumida como el
criterio-guía de nuestra existencia… Jesús compara el Reino de los cielos con
un campo de trigo para darnos a entender que dentro de nosotros se ha sembrado
algo pequeño y escondido, que sin embargo tiene una fuerza vital que no puede
suprimirse. A pesar de los obstáculos, la semilla se desarrollará y el fruto
madurará. Este fruto será bueno sólo si se cultiva el terreno de la vida según
la voluntad divina.» (Benedicto XVI, 17 de julio de 2011).
«En
la procesión del Jueves Santo, la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los
Olivos: la Iglesia orante siente el vivo deseo de velar con Jesús, de no
dejarle solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de
la indiferencia de muchos. En la fiesta del Corpus Christi, reanudamos esta
procesión, pero con la alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado y nos
precede… Jesús nos precede ante el Padre, sube a la altura de Dios y nos invita
a seguirle… La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios, Dios
mismo es la casa de las muchas moradas (Juan 14, 2ss).» (Fiesta del Corpus
Christi, 26-mayo-2005).
«Hoy
contemplamos la Santísima Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos
reveló que Dios es amor "no en la unidad de una sola persona, sino en la
trinidad de una sola sustancia" (Prefacio): es Creador y Padre
misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y
resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo,
el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres Personas que
son un solo Dios, porque el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es
amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo, infinito y eterno. No vive
en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que
se entrega y comunica incesantemente.» (Angelus, 7-Jun-2009).
«La
presencia de María con los apóstoles, en la espera de Pentecostés, adquiere un
gran significado, ya que comparte con ellos lo más precioso: la memoria viva de
Jesús en la oración. Ella se encuentra en oración con y en la Iglesia. Venerar
a la Madre de Jesús en la Iglesia significa aprender de ella a ser comunidad
que reza. Ella nos enseña la necesidad de la oración y de que mantengamos con
su Hijo una relación constante, íntima y llena de amor, para poder anunciar con
valentía a todos los hombres que él es el salvador del mundo.» (Audiencia
general del 14-III-2012).
«El
Señor está «en el monte del Padre». Por eso nos ve. Por eso puede subir en
cualquier momento a la barca de nuestra vida. Y por eso podemos invocarlo
siempre, estando seguros de que Él siempre nos ve y siempre nos oye. También
hoy la barca de la Iglesia, con el viento contrario de la historia, navega por
el océano agitado del tiempo. Se tiene con frecuencia la impresión de que está
para hundirse. Pero el Señor está presente y viene en el momento oportuno. «Voy
y vuelvo a vuestro lado»: ésta es la confianza de los cristianos, la razón de
nuestro júbilo.» (Jesús de Nazaret, vol. II).
«Queridos
amigos, en el tiempo pascual la Iglesia suele administrar la primera Comunión a
los niños. Por lo tanto, exhorto a los párrocos, a los padres y a los catequistas
a preparar bien esta fiesta de la fe, con gran fervor, pero también con
sobriedad. «Este día queda grabado en la memoria, con razón, como el primer
momento en que... se percibe la importancia del encuentro personal con Jesús»
(Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 19). Que la Madre de
Dios nos ayude a escuchar con atención la Palabra del Señor y a participar
dignamente en la mesa del sacrificio eucarístico, para convertirnos en testigos
de la nueva humanidad.» (Rezo del Regina coeli del Domingo 22 de abril de
2012).
«Que
todos los jóvenes estén atentos a la voz de Dios que habla interiormente a sus corazones
y los llama a separarse de todo a fin de servirle… El Señor llama siempre, pero
muchas veces no escuchamos. En efecto, nos distraen muchas cosas, muchas otras
voces más superficiales; y además tenemos miedo de escuchar la voz del Señor,
porque pensamos que puede quitarnos nuestra libertad. En realidad, cada uno de
nosotros es fruto del amor: ciertamente, del amor de los padres, pero, más
profundamente, del amor de Dios (…) En el momento en que me doy cuenta de esto,
mi vida cambia: se convierte en una respuesta a este amor, mayor que cualquier
otro, y así se realiza plenamente mi libertad. [Los jóvenes nuevos sacerdotes]
no son diferentes de los demás jóvenes, sino que han sido tocados profundamente
por la belleza del amor de Dios, y no han podido hacer menos que responder con
toda su vida. Han encontrado el amor de Dios en Jesucristo, en su Evangelio, en
la Eucaristía y en la comunidad de la Iglesia: “En la Iglesia se descubre que
la vida de cada hombre es una historia de amor”.» (Benedicto XVI, Angelus,
Domingo 29 de abril de 2012).
«Deseo
que las Iglesias locales, en todos sus estamentos, sean un “lugar” de
discernimiento atento y de profunda verificación vocacional, ofreciendo a los
jóvenes un sabio y vigoroso acompañamiento espiritual. De esta manera, la
comunidad cristiana se convierte ella misma en manifestación de la caridad de
Dios que custodia en sí toda llamada. Esa dinámica, que responde a las
instancias del mandamiento nuevo de Jesús, se puede llevar a cabo de manera
elocuente y singular en las familias cristianas, cuyo amor es expresión del
amor de Cristo que se entregó a sí mismo por su Iglesia (cf. Ef 5,32). En las
familias, «comunidad de vida y de amor» (Gaudium et spes, 48), las nuevas
generaciones pueden tener una admirable experiencia de este amor oblativo.» Benedicto
XVI, Mensaje de la XLIX Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, año
2012.
«[Jesús
Resucitado] es plenamente corpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes
de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo. En esta sorprendente
dialéctica entre identidad y alteridad, entre verdadera corporeidad y libertad
de las ataduras del cuerpo, se manifiesta la esencia peculiar, misteriosa, de
la nueva existencia del Resucitado. En efecto, ambas cosas son verdad: Él es el
mismo –un hombre de carne y hueso- y es también el Nuevo, el que ha entrado en
un género de existencia distinto.» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, tomo
II.cap. 9).
«La
amistad de Jesucristo es amistad de Aquél que hace de nosotros personas que perdonan,
de Aquél que nos perdona también a nosotros», que «infunde en nosotros la
conciencia del deber interior del amor, del deber de corresponder a su
confianza con nuestra fidelidad». El Señor se ha llevado consigo sus heridas a
la eternidad. Él es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a nosotros».
Estas heridas del Señor «¡qué certeza de su misericordia y qué consuelo
significan para nosotros!» (Benedicto XVI, 15-IV-07).
«[En
el testimonio de la resurrección del Nuevo Testamento] Jesús no ha vuelto a una
vida humana normal de este mundo como Lázaro y los otros muertos que Jesús
resucitó. Él ha entrado en una vida distinta, nueva; en la inmensidad de Dios
y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos. Esto era algo totalmente
inesperado también para los discípulos, ante lo cual necesitaron un cierto
tiempo para orientarse.» Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Tomo II, pág.
285.
«En
efecto, Dios nos ha creado como fruto de su amor infinito, por eso vivir
conforme a su voluntad es el camino para encontrar nuestra genuina identidad,
la verdad de nuestro ser, mientras que apartarse de Dios nos aleja de nosotros
mismos y nos precipita en el vacío. La obediencia en la fe es la verdadera
libertad, la auténtica redención, que nos permite unirnos al amor de Jesús en
su esfuerzo por conformarse a la voluntad del Padre. La redención es siempre
este proceso de llevar la voluntad humana a la plena comunión con la voluntad
divina.» (cf. Lectio divina
con el clero de Roma, 18 febrero 2010). – Benedicto XVI en Cuba,
lunes 26 marzo 2012.
«[Cristo]
se compara a sí mismo con un "grano de trigo deshecho, para dar a todos
mucho fruto", como dice de forma eficaz san Atanasio. Y sólo mediante la
muerte, mediante la cruz, Cristo da mucho fruto para todos los siglos. De
hecho, no bastaba que el Hijo de Dios se hubiera encarnado. Para llevar a cabo
el plan divino de la salvación universal era necesario que muriera y fuera
sepultado: sólo así toda la realidad humana sería aceptada y, mediante su
muerte y resurrección, se haría manifiesto el triunfo de la Vida, el triunfo
del Amor; así se demostraría que el amor es más fuerte que la muerte.» (Benedicto
XVI, 29-III-2009).
«Este
IV domingo de Cuaresma, tradicionalmente designado como "domingo
Laetare", está impregnado de una alegría que, en cierta medida, atenúa el
clima penitencial de este tiempo santo. De esta invitación se hace eco el
estribillo del salmo responsorial: "El recuerdo de ti, Señor, es nuestra
alegría". Pensar en Dios da alegría. Surge espontáneamente la pregunta:
Pero ¿cuál es el motivo por el que debemos alegrarnos? Desde luego, un motivo
es la cercanía de la Pascua, cuya previsión nos hace gustar anticipadamente la
alegría del encuentro con Cristo resucitado. Pero la razón más profunda está en
el mensaje de las lecturas bíblicas que la liturgia nos propone hoy y que
acabamos de escuchar. Nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos
los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo
que podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable
ternura.» (Benedicto XVI, 26-III-2006).
«En
la lepra se puede vislumbrar un símbolo del pecado, que es la verdadera
impureza del corazón, capaz de alejarnos de Dios… Por eso el salmista exclama:
"Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su
pecado…Propuse: "Confesaré al Señor mi culpa", y tú perdonaste mi
culpa y mi pecado" (Sal 32, 1.5). Los pecados que cometemos nos alejan de
Dios y, si no se confiesan humildemente, confiando en la misericordia divina,
llegan incluso a producir la muerte del alma. Así pues, este milagro reviste un
fuerte valor simbólico. Como había profetizado Isaías, Jesús es el Siervo del
Señor que "cargó con nuestros sufrimientos y soportó nuestros
dolores" (Is 53, 4). En su pasión llegó a ser como un leproso, hecho
impuro por nuestros pecados, separado de Dios: todo esto lo hizo por amor, para
obtenernos la reconciliación, el perdón y la salvación. En el sacramento de la
Penitencia Cristo crucificado y resucitado, mediante sus ministros, nos
purifica con su misericordia infinita, nos restituye la comunión con el Padre
celestial y con los hermanos, y nos da su amor, su alegría y su paz.» (Angelus,
15-feb-2009).
«Hoy
el Evangelio (Mc 1, 29-39) nos presenta a Jesús que, después de haber predicado
el sábado en la sinagoga de Cafarnaúm, curó a muchos enfermos, comenzando por
la suegra de Simón. La experiencia de la curación de los enfermos ocupó gran
parte de la misión pública de Cristo, y nos invita una vez más a reflexionar
sobre el sentido y el valor de la enfermedad en todas las situaciones en las
que el ser humano pueda encontrarse. También la Jornada mundial del enfermo,
que celebraremos el próximo, 11 de febrero, memoria litúrgica de Nuestra Señora
de Lourdes, nos ofrece esta oportunidad. Jesús no deja lugar a dudas: Dios
–cuyo rostro él mismo nos ha revelado– es el Dios de la vida, que nos libra de todo
mal. Los signos de este poder suyo de amor son las curaciones que realiza: así
demuestra que el reino de Dios está cerca, devolviendo a hombres y mujeres la
plena integridad de espíritu y cuerpo.» (Angelus, 8 feb 2009).
«Jesús
no quiere que por el momento se sepa, fuera del grupo restringido de sus
discípulos, que él es el Cristo, el Hijo de Dios. Por eso, en varias ocasiones,
tanto a los Apóstoles como a los enfermos que cura, les advierte de que no
revelen a nadie su identidad. Por ejemplo, el pasaje evangélico habla de un
hombre poseído por el demonio [...] Jesús no sólo expulsa los demonios de las
personas, liberándolas de la peor esclavitud, sino que también impide a los
demonios mismos que revelen su identidad. E insiste en este "secreto",
porque está en juego el éxito de su misma misión, de la que depende nuestra
salvación. Jesús sabe que para liberar a la humanidad del dominio del pecado
deberá ser sacrificado en la cruz como verdadero Cordero pascual. El diablo,
por su parte, trata de distraerlo para desviarlo, en cambio, hacia la lógica
humana de un Mesías poderoso y lleno de éxito. La cruz de Cristo será la ruina
del demonio; y por eso Jesús no deja de enseñar a sus discípulos que, para
entrar en su gloria, debe padecer mucho, ser rechazado, condenado y
crucificado, pues el sufrimiento forma parte integrante de su misión.» (Benedicto XVI, 1 de febrero de 2009).
«Es
mi propósito asumir como una prioridad de mi pontificado, la recuperación de la
unidad de los cristianos. La hermandad entre los cristianos no es
simplemente un vago sentimiento y tampoco nace de una forma de indiferencia
respecto a la verdad. Se basa en la realidad sobrenatural de un único
Bautismo, que nos inserta en el único Cuerpo de Cristo. Juntos confesamos a
Jesucristo como Dios y Señor; juntos lo reconocemos como único mediador entre
Dios y los hombres, subrayando nuestra común pertenencia a Él. Sobre este
fundamento, el diálogo ha dado sus frutos.» (Benedicto XVI, Colonia, 19-VIII-2005).
«El
mundo, con todos sus recursos, no es capaz de proporcionar a la humanidad la
luz que necesita para orientar su camino. Lo comprobamos también en nuestros
días: la civilización occidental parece haber perdido la orientación, navega a
ojo. Pero la Iglesia, gracias a la Palabra de Dios, ve a través de esta niebla.
No posee soluciones técnicas, pero mantiene la mirada dirigida hacia la meta, y
ofrece la luz del Evangelio a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier
nación y cultura.» Benedicto XVI,
6/1/12.
«El
bautismo de Jesús, del que hoy hacemos memoria, se sitúa en esta lógica de la
humildad y de la solidaridad: es el gesto de Aquel que quiere hacerse en todo
uno de nosotros y se pone realmente en fila con los pecadores; Él, que está sin
pecado, se deja tratar como pecador, para llevar sobre sus hombros el peso de
la culpa de toda la humanidad, también de nuestra culpa. Es el “siervo de Dios”
del que nos ha hablado el profeta Isaías (cf. 42,1)… El gesto de Jesús anticipa
la Cruz, la aceptación de la muerte por los pecados del hombre. Este acto de
abajamiento, con el que Jesús quiere ajustarse totalmente al designio de amor
del Padre y conformarse a nosotros, manifiesta la plena sintonía de voluntad
que hay entre las personas de la Santísima Trinidad.» (Homilía del 9 enero
2011).
«Deseo
decir con fuerza a todos, y particularmente a los jóvenes: «No son las
ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios
viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de
lo que es realmente bueno y auténtico [...], mirar a Dios, que es la medida de
lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos
sino el amor?»… Queridos jóvenes, vosotros sois un don precioso para la
sociedad. No os dejéis vencer por el desánimo ante las dificultades y no os
entreguéis a las falsas soluciones, que con frecuencia se presentan como el
camino más fácil para superar los problemas… Sed conscientes de que vosotros
sois un ejemplo y estímulo para los adultos, y lo seréis cuanto más os
esforcéis por superar las injusticias y la corrupción, cuanto más deseéis un
futuro mejor y os comprometáis en construirlo… La Iglesia confía en vosotros,
os sigue, os anima y desea ofreceros lo que tiene de más valor: la posibilidad
de levantar los ojos hacia Dios, de encontrar a Jesucristo, Aquel que es la
justicia y la paz.» (Benedicto XVI, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 2012).
“Nuestra
‘estatura’ moral y espiritual se puede medir de lo que esperamos. La espera, el
esperar es una dimensión que cruza toda nuestra existencia personal, familiar y
social. La espera, en efecto, está presente en mil situaciones, desde las
pequeñas y banales hasta las más importantes: la espera de un hijo por parte de
los esposos; para un joven, la espera del éxito de una entrevista de trabajo;
en las relaciones afectivas, la espera de encuentro con la persona amada. Se
podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras que en su
corazón está viva la esperanza. Y es precisamente por las expectativas que se
conoce al hombre. Así fue para María: en su corazón la espera del Salvador era
tan grande, que su fe y esperanza eran ardientes, que Él pudo encontrar en ella
una digna madre. Aprendamos de Ella, la Mujer del Adviento a vivir los gestos
cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda,
que solo la venida de Dios puede colmar.» (Benedicto XVI, 29-Nov-2010).
«El
Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Cada año, esta actitud
fundamental del espíritu se renueva en el corazón de los cristianos que,
mientras se preparan para celebrar la gran fiesta del nacimiento de Cristo
Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al final de los tiempos.
En efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento
del rostro de Dios, el rostro que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su
encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y
resurrección. Por tanto, el Adviento es tiempo favorable para redescubrir una
esperanza no vaga e ilusoria, sino cierta y fiable, por estar «anclada» en
Cristo, Dios hecho hombre, roca de nuestra salvación.» (Benedicto XVI, 1 de
diciembre de 2007).
«El
único verdadero Dios, "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" no es
un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra
historia, sino que es el Dios-que-viene. Es un Padre que nunca deja de pensar
en nosotros y, respetando totalmente nuestra libertad, desea encontrarse con
nosotros y visitarnos; quiere venir, vivir en medio de nosotros, permanecer en
nosotros. Viene porque desea liberarnos del mal y de la muerte, de todo lo que
impide nuestra verdadera felicidad, Dios viene a salvarnos.» (I Dom. Adviento,
2006).
«¿Cuál
es ese núcleo de la vivencia del Adviento? - Podemos tomar como punto de partida
la palabra «Adviento»; este término no significa «espera», como podría
suponerse, sino que es la traducción de la palabra griega parusía, que
significa «presencia», o mejor dicho, «llegada», es decir, presencia comenzada.
En la antigüedad se usaba para designar la presencia de un rey o señor, o
también del dios al que se rinde culto y que regala a sus fieles el tiempo de
su parusía. Es decir, que el Adviento significa la presencia comenzada de Dios
mismo. Por eso nos recuerda dos cosas: primero, que la presencia de Dios en el
mundo ya ha comenzado, y que él ya está presente de una manera oculta; en
segundo lugar, que esa presencia de Dios acaba de comenzar, aún no es total,
sino que esta proceso de crecimiento y maduración. Su presencia ya ha comenzado,
y somos nosotros, los creyentes, quienes, por su voluntad, hemos de hacerlo
presente en el mundo. Es por medio de nuestra fe, esperanza y amor como él
quiere hacer brillar la luz continuamente en la noche del mundo.» (Benedicto
XVI).
«La
realeza de Cristo quedó totalmente escondida hasta sus treinta años, pasados en
una existencia ordinaria en Nazaret. Después, durante la vida pública, Jesús
inauguró el nuevo Reino, que «no es de este mundo» (Juan 18, 36), y lo realizó
plenamente al final con su muerte y resurrección. Al aparecerse, resucitado, a
los apóstoles, les dijo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la
tierra» (Mateo 28, 18): este poder surge del amor, que Dios ha manifestado
plenamente en el sacrificio de su Hijo. El Reino de Cristo es don ofrecido a
los hombres de todo tiempo para que quien crea en el Verbo encarnado «no
perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16). Por este motivo,
precisamente en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, proclama: «Yo soy
el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin» (22, 13). » (Benedicto XVI, 2005).
«La Palabra
de Dios, que nos purifica y nos muestra la vía de la fe. Lo es porque en ella
el Señor sigue donándose a sí mismo, en la gracia de los sacramentos, en la
palabra de la reconciliación, en los múltiples dones de su consuelo. Nada puede
oscurecer o destruir todo esto. De esto debemos estar alegres en medio de las
tribulaciones… Casi nadie habla hoy de la vida eterna, que en el pasado era el
verdadero objeto de la esperanza. Porque no se osa creer en ella, se genera la
necesidad de obtenerlo todo en la vida presente. Dejar de lado la esperanza en
la vida eterna lleva a la avidez por una vida aquí y ahora, que se convierte
casi inevitablemente en egoísta y, al final, permanece irrealizable. Incluso
cuando queremos apoderarnos de la vida como una especie de bien, ella se
escapa». (Benedicto XVI, Munich, mayo 2010)«La fe es la sustancia de la
esperanza. Pero entonces surge la cuestión: ¿De verdad queremos esto: vivir
eternamente? Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la
vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna,
sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un
obstáculo. Seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un
don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir
siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final
insoportable.» (Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 10).
«Cuando
se reza el rosario, se reviven los momentos más importantes y significativos de
la historia de la salvación; se recorren las diversas etapas de la misión de
Cristo. Con María, el corazón se orienta hacia el misterio de Jesús. Se pone a
Cristo en el centro de nuestra vida, de nuestro tiempo, de nuestras ciudades,
mediante la contemplación y la meditación de sus santos misterios de gozo, de
luz, de dolor y de gloria. Que María nos ayude a acoger en nosotros la gracia
que procede de los misterios del rosario para que, a través de nosotros, pueda
difundirse en la sociedad, a partir de las relaciones diarias, y purificarla de
las numerosas fuerzas negativas, abriéndola a la novedad de Dios.» (Benedicto
XVI).
«El
santo rosario no es una práctica piadosa del pasado, como oración de otros
tiempos en los que se podría pensar con nostalgia. Al contrario, el rosario
está experimentado una nueva primavera. El rosario es uno de los signos más
elocuentes del amor que las generaciones jóvenes sienten por Jesús y por su
Madre, María.» (Benedicto XVI).
«Podríamos
definir a Juan Pablo II como un Papa totalmente consagrado a Jesús por medio de
María, como podía verse con claridad en su escudo: "Totus tuus".
Fue elegido en el centro del mes del rosario, y el rosario que tenía a menudo
entre sus manos se ha convertido en uno de los símbolos de su pontificado,
sobre el que la Virgen inmaculada veló con solicitud materna. A través de la
radio y la televisión, los fieles de todo el mundo pudieron unirse muchas veces
a él en esta oración mariana y, gracias a su ejemplo y sus enseñanzas, pudieron
redescubrir su sentido auténtico, contemplativo y cristológico (cf. Rosarium
Virginis Mariae, 9-17).» (Benedicto XVI, Angelus, 16-Oct.-2005).
«Dios
no fracasa. Al final, él vence, vence el amor. En la parábola de la viña
propuesta por el evangelio de hoy y en sus palabras conclusivas se
encuentra ya una velada alusión a esta verdad. También allí la muerte del
Hijo no es tampoco el fin de la historia… Pero Jesús expresa esta muerte
mediante una nueva imagen tomada del Salmo: "La piedra que desecharon
los arquitectos es ahora la piedra angular" (Sal 117, 22). De la
muerte del Hijo brota la vida, se forma un nuevo edificio, una nueva viña.
Él, que en Caná transformó el agua en vino, convirtió su sangre en el vino
del verdadero amor, y así convierte el vino en su sangre. Su sangre es
don, es amor y, por eso, es el verdadero vino que el Creador esperaba. De
este modo, Cristo mismo se ha convertido en la vid, y esta vid da siempre
buen fruto: la presencia de su amor por nosotros, que es
indestructible. Así, estas parábolas desembocan al final en el misterio de
la Eucaristía, en la que el Señor nos da el pan de la vida y el vino de su
amor, y nos invita a la fiesta del amor eterno.» (Benedicto XVI. 2-X-2005).
«Jesús
“se despojó de su rango” (Flp 2,7), –lo que dice la carta de los Filipenses, en
su gran himno cristológico– es decir, que en un gesto opuesto al de Adán, que
intentó alargar la mano hacia lo divino con sus propias fuerzas, mientras que
Cristo descendió de su divinidad hasta hacerse hombre, «tomando la condición de
esclavo» y haciéndose obediente hasta la muerte de cruz -, puede verse aquí en
toda su amplitud en un solo gesto. Con un acto simbólico, Jesús aclara el
conjunto de su servicio salvífico. Se despoja de su esplendor divino, se
arrodilla, por decirlo así, ante nosotros, lava y enjuga nuestros pies sucios
para hacernos dignos de participar en el banquete nupcial de Dios.» (Jesús de
Nazaret, vol 2 , p. 73).
«Quizá
recordáis que, en el día de mi elección, cuando dirigí a la muchedumbre en
la Plaza de San Pedro, me presenté espontáneamente como un obrero de la
viña del Señor. Pues bien, en el Evangelio de hoy (Mateo 20,1-16), Jesús
narra precisamente la parábola del dueño de la viña que, en diferentes
horas del día llama a obreros a trabajar en su viña. Y al terminar el día
da a todos el mismo salario, un denario, suscitando la protesta de los
obreros de la primera hora. Está claro que el denario representa la vida
eterna, don que Dios reserva para todos. Es más, precisamente aquellos que
son considerados los "últimos", si lo aceptan, se convierten en
los "primeros", mientras que los "primeros" pueden
correr el riesgo de ser los "últimos". Un primer mensaje de esta
parábola está en el mismo hecho de que el dueño no tolera, por así decir,
el desempleo: quiere que todos trabajen en su viña. Y, en realidad, el ser
llamados es ya la primera recompensa: poder trabajar en la viña del Señor,
ponerse a su servicio, colaborar en su obra, constituye en sí un premio
inestimable, que recompensa de todo cansancio. Pero lo comprende
sólo quien ama al Señor y a su Reino; quien, por el contrario, sólo
trabaja por el salario nunca se dará cuenta del valor de este tesoro
inestimable.» (P.P. Benedicto XVI, en el rezo del Angelus del domingo 21
septiembre de 2008).
«Por
tanto, el amor de Cristo, la caridad “que no acaba nunca” (1 Co 13, 8), es la
energía espiritual que une a todos los que participan en el mismo sacrificio y
se alimentan del único Pan partido para la salvación del mundo. En efecto, ¿es
posible comulgar con el Señor si no comulgamos entre nosotros? Así pues, no
podemos presentarnos ante el altar de Dios divididos, separados unos de otros.
Este altar, sobre el que dentro de poco se renovará el sacrificio del Señor, ha
de ser para vosotros, queridos hermanos y hermanas, una invitación constante al
amor; debéis acercaros siempre a él con el corazón dispuesto a acoger el amor y
a difundirlo, a recibir el perdón y a concederlo.[…] Por tanto, cada vez que os
acerquéis al altar para la celebración eucarística, debéis abrir vuestro
corazón al perdón y a la reconciliación fraterna, dispuestos a aceptar las
excusas de quienes os han herido; dispuestos, por vuestra parte, a perdonar.»
(Homilía en la catedral de Albano, 21-sept.- 2008).
«Amor
a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero
ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así,
pues, no se trata ya de un «mandamiento» externo que nos impone lo
imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor
que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros.
El amor crece a través del amor. El amor es «divino» porque proviene de
Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma
en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una
sola cosa, hasta que al final Dios sea «todo para todos» (cf. 1 Co 15,
28).» Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 18.
«Cuando
no se camina al lado de Cristo, que nos guía, nos dispersamos por otras
sendas, como la de nuestros propios impulsos ciegos y egoístas, la de
propuestas halagadoras pero interesadas, engañosas y volubles, que dejan
el vacío y la frustración tras de sí… Hemos sido creados libres, a imagen
de Dios, precisamente para que seamos protagonistas de la búsqueda de la
verdad y del bien, responsables de nuestras acciones, y no meros
ejecutores ciegos, colaboradores creativos en la tarea de cultivar y
embellecer la obra de la creación[...] Dios quiere un interlocutor responsable,
alguien que pueda dialogar con Él y amarle. Debemos ser una alternativa
válida a tantos como se han venido abajo en la vida, porque los
fundamentos de su existencia eran inconsistentes. A tantos que se
contentan con seguir las corrientes de moda, se cobijan en el interés
inmediato, olvidando la justicia verdadera, o se refugian en pareceres
propios en vez de buscar la verdad sin adjetivos.» (Benedicto XVI, Madrid, 18 agosto 2011).
«Pedro
responde también por cuenta de los demás: "Tú eres el Cristo", es
decir, el Mesías… Pedro no había comprendido todavía el contenido profundo
de la misión mesiánica de Jesús, el nuevo sentido de la palabra: Mesías.
[Por eso] ante el anuncio de la pasión, se escandaliza y protesta, (Marcos
8, 32-33). Pedro quiere un Mesías "hombre divino", que responda
a las expectativas de la gente, imponiendo a todos su potencia: nosotros
también deseamos que el Señor imponga su potencia y
transforme inmediatamente el mundo; Jesús se presenta como el "Dios
humano", el siervo de Dios, que trastorna las expectativas de la
muchedumbre, abrazando un camino de humildad y de sufrimiento. Y nosotros,
como Pedro, siempre tenemos que convertirnos de nuevo. Tenemos que seguir
a Jesús y no precederle: Él nos muestra el camino. Pedro nos dice: tú
piensas que tienes la receta y que tienes que transformar el cristianismo,
pero quien conoce el camino es el Señor. Es el Señor quien me dice a mí,
quien te dice a ti: "¡sígueme!". Y tenemos que tener la valentía
y la humildad para seguir a Jesús, pues Él es el Camino, la Verdad y la
Vida".» (Benedicto XVI; Audiencia 17 de mayo de 2006).
«Esta
humilde madre viene señalada por Jesús como ejemplo de “fe indómita”. Su
insistencia en invocar la intervención de Cristo, es para nosotros, la
fuerza para no desanimarnos, a no desesperarnos incluso en medio de las
pruebas más duras de la vida, el Señor no cierra los ojos ante las
necesidades de sus hijos, y si parece insensible a nuestras peticiones,
solamente es para poner a prueba y robustecer la fe. Este es el ejemplo
dado a través del testimonio de los santos, éste es especialmente el
testimonio de los mártires asociados de manera más estrecha, al sacrificio
redentor de Cristo.» -Benedicto XVI, angelus 14 de agosto de 2005.
«...
Elías, en el monte Carmelo, había tratado de combatir el alejamiento
de Dios con el fuego y con la espada, matando a los profetas de Baal.
Pero, de ese modo no había podido restablecer la fe. En el Horeb debe
aprender que Dios no está ni en el huracán, ni en el temblor de tierra ni
en el fuego; Elías debe aprender a percibir el susurro de Dios y, así, a
reconocer anticipadamente a Aquel que ha vencido el pecado no con la
fuerza, sino con su Pasión; a Aquel que, con su sufrimiento, nos ha dado
el poder del perdón. Este es el modo como Dios vence...» (Benedicto XVI,
Homilía en la Solemnidad de Pentecostés, 15 de mayo de 2005).
«El
pan multiplicado milagrosamente recuerda de nuevo el milagro del maná en
el desierto y, rebasándolo, señala al mismo tiempo que el verdadero
alimento del hombre es el “Logos”, la Palabra eterna, el sentido eterno
del que provenimos y en espera del cual vivimos. Si esta primera
superación del mero ámbito físico se refiere inicialmente a lo que también
ha descubierto y puede descubrir la gran filosofía, inmediatamente
después llega la siguiente superación: el Logos eterno se convierte
concretamente en pan para el hombre sólo porque Él «se ha hecho carne» y
nos habla con palabras humanas.[…] Aquel que se ha hecho hombre se nos da
en el Sacramento, y sólo así la Palabra eterna se convierte plenamente en
maná, el don ya hoy del pan futuro.» (Benedicto XVI; Jesús de Nazaret,
Parte I, p.67).
«Quien
elige a Jesús encuentra el tesoro mayor, la perla preciosa (cf. Mt 13, 44-46),
que da valor a todo lo demás, porque él es la Sabiduría divina encarnada
(cf. Jn 1, 14) que vino al mundo para que la humanidad tenga vida en
abundancia (cf. Jn 10, 10). Y quien acoge la bondad, la belleza y la
verdad superiores de Cristo, en quien habita toda la plenitud de Dios (cf.
Col 2, 9), entra con él en su reino, donde los criterios de valor de este
mundo ya no cuentan e incluso quedan completamente invertidos.» (Benedicto XVI, Homilía, 6-V-2006).
«No
es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él
mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte!
Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las
ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo
que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros
sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su
paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se
salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por
la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.» (P.P.
Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del Pontificado, Roma, 24 de
abril de 2005).
«En
la fiesta del Corpus Christi, la Iglesia revive el misterio del
Jueves Santo a la luz de la Resurrección. También en el Jueves Santo se
tiene una procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo de
Jesús del Cenáculo al Monte de los Olivos… En la procesión del Jueves
Santo, la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos: la Iglesia
orante siente el vivo deseo de velar con Jesús, de no dejarle solo en la
noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la
indiferencia de muchos. En la fiesta del Corpus Christi, reanudamos esta
procesión, pero con la alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado
y nos precede… La procesión del Jueves Santo acompaña a Jesús en su
soledad, hacia el «vía crucis». La procesión del Corpus Christi, por el
contrario, responde simbólicamente al mandato del Resucitado: “os precedo
en Galilea”. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al
mundo. Ciertamente la Eucaristía, para la fe, es un misterio de
intimidad…» (Fiesta del Corpus Christi, año 2005).
«Dios
es amor, ‘no en la unidad de una sola persona sino en la Trinidad de
una sola sustancia’: es Creador y Padre misericordioso; es Hijo Unigénito,
eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; es
finalmente Espíritu Santo, que todo mueve, cosmos e historia, hacia la
plena recapitulación final[...] Las tres Personas son un solo Dios porque
el Padre es amor, el Hijo es amor, el Espíritu es amor, y “es todo y
solo amor, amor purísimo, infinito y eterno.» (Benedicto XVI, 7-Jun-2009).
«En
Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta como fuego. Su llama descendió
sobre los discípulos reunidos, se encendió en ellos y les donó el nuevo
ardor de Dios. Se realiza así lo que había predicho el Señor Jesús: “He
venido a traer fuego a la tierra y ¡cómo quisiera que ya estuviera
ardiendo!” (Lucas 12,49) Los Apóstoles junto a los fieles de las diversas
comunidades, han llevado esta llama divina hasta los extremos confines de
la Tierra; abrieron así un camino para la humanidad, un camino luminoso, y
han colaborado con Dios que con su fuego quiere renovar la faz de la
tierra.» (Benedicto XVI, 23 mayo 2010).
«El
Espíritu Santo, que es la caridad eterna, el vínculo de la unidad en la
Trinidad, une con su fuerza en la caridad divina a los hombres dispersos,
creando así la grande y multiforme comunidad de la Iglesia en todo el
mundo. En los días que pasaron entre la Ascensión del Señor y el domingo
de Pentecostés, los discípulos estaban reunidos con María en el Cenáculo
para orar. Sabían que por sí solos no podían crear, organizar la Iglesia:
la Iglesia debe nacer y organizarse por iniciativa divina; no es una
criatura nuestra, sino un don de Dios. Sólo así crea también unidad, una
unidad que debe crecer. La Iglesia en todo tiempo —y de modo especial en
estos nueve días entre la Ascensión y Pentecostés— se une espiritualmente
en el Cenáculo con los apóstoles y con María para implorar incesantemente
la efusión del Espíritu Santo. Así, impulsada por su viento impetuoso,
será capaz de anunciar el Evangelio hasta los últimos confines de la tierra.» (Benedicto
XVI; 7 mayo 2008).
«En
Pentecostés, en cambio, los Apóstoles hablan lenguas distintas pero de modo
que cada uno comprende el mensaje en su propio idioma. La unidad del
Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión. La Iglesia es
en su naturaleza una y múltiple, destinada como es a vivir en todas las
naciones, todos los pueblos, y en los mas diversos contextos sociales.
Ella responde a su vocación de ser signo e instrumento de unidad de todo
el género humano. (Lumen Gentium, 1) sólo si permanece autónoma de cada
Estado y de cada cultura particular. Siempre y en cada lugar la Iglesia
debe ser verdaderamente católica y universal, la casa de todos que cada
uno siente suya.» (Benedicto XVI, 23 mayo 2010).
«También
a nosotros nos dice lo que le dijo a Natanael: "Ven y lo verás". El
Apóstol nos invita a conocer a Jesús de cerca. En efecto, la amistad,
conocer de verdad al otro, requiere cercanía, más aún, en parte vive de
ella. [Lo importante es] "conocerlo a Él personalmente, su humanidad
y divinidad, su misterio, su belleza". Más tarde, en su carta a los
Efesios, san Pablo dirá que lo importante es "aprender a Cristo" (Ef
4, 20), por consiguiente, lo importante no es sólo ni sobre todo escuchar
sus enseñanzas, sus palabras, sino conocerlo a él personalmente, es decir,
su humanidad y divinidad, su misterio, su belleza. Él no es sólo un
Maestro, sino un Amigo; más aún, un Hermano. ¿Cómo podríamos conocerlo a
fondo si permanecemos alejados de él? La intimidad, la familiaridad, la
cercanía nos hacen descubrir la verdadera identidad de Jesucristo. Esto
es precisamente lo que nos recuerda el apóstol Felipe.» (Audiencia
General, 6 de septiembre de 2006).
«Jesús,
antes de designarse como Pastor, nos sorprende diciendo: "Yo soy la
puerta" (Jn 10, 7). En el servicio de pastor hay que entrar a través
de él. Jesús pone de relieve con gran claridad esta condición de fondo,
afirmando: "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un
salteador" (Jn 10, 1). Pero el único camino para subir legítimamente hacia
el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es
la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el
contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él,
ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de
la vida. Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto
significa precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que él
disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida
con mis deseos de autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es
Cristo, quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra
voluntad se una a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su
actuar.» (Benedicto XVI, 7-V-2006).
«[La
narración de Emaús] concluye diciendo que Jesús se sentó a la mesa con los
discípulos, tomó el pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio a los dos.
En aquel momento se les abrieron los ojos «y lo reconocieron». Pero Él
desapareció (Lc 24,31). El Señor está a la mesa con los suyos igual que
antes, con la plegaria de bendición y la fracción del pan. Después
desaparece de su vista externa y, justo en este desaparecer se les abre la
vista interior: lo reconocen. Es una verdadera comunión de mesa y, sin
embargo, es nueva. En el partir el pan Él se manifiesta, pero sólo al
desaparecer se hace realmente reconocible.» (Benedicto XVI, Jesús de
Nazaret II, pág. 313).
«La
misericordia es en realidad el núcleo central del mensaje evangélico,
es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que Él se ha revelado en la
antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor creador y
redentor. Al igual que sor Faustina, Juan Pablo II se convirtió a su vez
en «apóstol de la Divina Misericordia». De hecho, su largo y multiforme
pontificado encuentra aquí su núcleo central; toda su misión al servicio
de la verdad sobre Dios y sobre el hombre y de la paz en el mundo se
resume en este anuncio, como él mismo dijo en Cracovia-Lagiewniki en 2002,
al inaugurar el gran Santuario de la Divina Misericordia: "Fuera de
la misericordia de Dios no hay otra fuente de esperanza para los seres
humanos"». Su mensaje, como el de santa Faustina, presenta el rostro
de Cristo, revelación suprema de la Misericordia de Dios. Contemplar
constantemente ese Rostro: esta es la herencia que nos ha dejado, que
acogemos con alegría y hacemos nuestra.» (Benedicto XVI, 30-III-2008).
«¡Cristo
ha resucitado! La gran Vigilia de esta noche nos ha hecho revivir el
acontecimiento decisivo y siempre actual de la Resurrección,
misterio central de la fe cristiana. En las iglesias se han encendido
innumerables cirios pascuales para simbolizar la luz de Cristo que ha
iluminado e ilumina a la humanidad, venciendo para siempre las tinieblas
del pecado y del mal. "¿Por qué buscáis entre los muertos al que
vive? No está aquí, ha resucitado" (Lucas 24, 5-6). Desde aquella
mañana, estas palabras siguen resonando en el universo como anuncio
perenne, e impregnado a la vez de infinitos y siempre nuevos ecos, que
atraviesa los siglos. Su resurrección, gracias al Bautismo que nos
"incorpora" a Él, es nuestra resurrección. Lo había preanunciado
el profeta Ezequiel: "Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré
salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de
Israel" (Ezequiel 37, 12). Estas palabras proféticas adquieren un
valor singular en el día de Pascua, porque hoy se cumple la promesa
del Creador.» (Benedicto XVI, Pascua 2006).
«Siguiendo
a Jesús en el camino de su pasión, vemos no sólo la pasión de Jesús, sino
también a todos los que sufren en el mundo. Y ésta es la profunda
intención del Vía Crucis: abrir nuestros corazones, ayudarnos a ver con el
corazón. Los Padres de la Iglesia consideraron que el pecado más grande
del mundo pagano era su insensibilidad, su dureza de corazón. Les gustaba
mucho la profecía del profeta Ezequiel: «quitaré de vuestra carne el
corazón de piedra y os daré un corazón de carne».» (Ezequiel 36, 26).
«Convertirse
a Cristo, hacerse cristiano, quiere decir recibir un corazón de carne, un
corazón sensible a la pasión y al sufrimiento de los demás. Nuestro Dios
no es un Dios lejano, intocable en su beatitud. Nuestro Dios tiene
corazón. Es más, tiene un corazón de carne. Se hizo carne precisamente
para poder sufrir con nosotros y estar con nosotros en nuestros
sufrimientos. Se hizo hombre para darnos un corazón de carne y despertar
en nosotros el amor por los que sufren, por los necesitados. Amén.»
(Benedicto XVI, Vía crucis, 2007).
«El
quinto domingo de Cuaresma, está caracterizado por el evangelio de
la resurrección de Lázaro. Se trata del último gran "signo"
realizado por Jesús, después del cual los sumos sacerdotes reunieron al
sanedrín y deliberaron matarlo; y decidieron matar incluso a Lázaro, que
era la prueba viva de la divinidad de Cristo, Señor de la vida y de la
muerte. Esta página evangélica muestra a Jesús como verdadero hombre y
verdadero Dios. El evangelista insiste en su amistad con Lázaro y con sus
hermanas Marta y María. Subraya que "Jesús los amaba", y por eso
quiso realizar ese gran prodigio. Jesús demostró un poder absoluto sobre
esta muerte. Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar
una sincera compasión por el dolor de la separación. El corazón de Cristo
es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin
separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la encarnación de
Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna, del Dios que
es Vida.» (Papa Benedicto XVI, Angelus, 9-III-2008).
«Al
ciego curado Jesús revela que ha venido al mundo para operar un
juicio, para separar a los ciegos curables de los que no se dejan
curar, porque presumen de estar sanos. Es fuerte de hecho en el hombre la
tentación de construirse un sistema de seguridad ideológico: incluso la
misma religión puede convertirse en elemento de este sistema, como también
el ateísmo, o el laicismo, pero así quedando cegado por el propio egoísmo.
Queridos hermanos: ¡dejémonos curar por Jesús, que se dona como la luz de
Dios! Confesemos nuestra ceguera, nuestra miopía, y sobre todo aquello que
la Biblia llama el “gran pecado” (Sal 18, 14): el orgullo. Que en esto nos
ayude María Santísima, que al engendrando a Cristo en la carne ha dado al
mundo la verdadera luz». (Benedicto XVI, 2008).
«La
promesa del agua nueva y del nuevo pan se corresponden. Corresponden a esa
otra dimensión de la vida que el hombre desea ardientemente de manera
ineludible (…) en la conversación con la Samaritana, el agua se convierte
en símbolo del “Pneuma”, de la verdadera fuerza vital que apaga la sed más
profunda del hombre y le da la vida plena, que él espera aun sin
conocerla». (BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, 286).
«El
tiempo de Cuaresma constituye un itinerario espiritual de preparación a la
Pascua. Se trata de seguir a Jesús que se dirige hacia la Cruz, cima de
su misión de salvación. Si nos preguntamos el porqué de la Cuaresma y de
la Cruz, la respuesta en términos radicales es: porque existe el mal, más
aún, el pecado que según la Escritura es la causa profunda de todo mal.
(…) Muchos no aceptan la palabra "pecado" porque supone una
visión religiosa del mundo y de la persona. De hecho, es verdad que si se
elimina a Dios del horizonte del mundo no se puede hablar de pecado. (...)
El eclipse de Dios lleva aparejado el eclipse del pecado. Por eso, el
sentido de pecado -que es muy diverso del sentimiento de culpabilidad como
lo entiende la psicología- se adquiere re-descubriendo el sentido de
Dios». (Audiencia, domingo 13 de marzo de 2011).
«Mediante
las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, expresiones
del compromiso de conversión, la Cuaresma nos educa para vivir de modo
cada vez más radical el amor de Cristo.» Mensaje de Cuaresma 2011, PP.
Benedicto XVI.
«[San
Pablo concibió la Iglesia, no como institución, ni como organización], sino
como organismo vivo en el que todos actúan unos junto a los otros y hacia
los otros, en el que se encuentran unidos desde Cristo. Es una imagen,
pero una imagen que conduce hacia la hondura y que es muy realista ya por
el hecho de que creemos que en la Eucaristía recibimos realmente a Cristo,
el Resucitado. Y si cada uno recibe al mismo Cristo, todos estamos
reunidos realmente en ese cuerpo nuevo, resucitado, como el gran ámbito de
una nueva humanidad. Entender esto es importante para concebir a partir de
allí a la Iglesia no como un aparato que debe realizar todo tipo de
cosas,[…] sino como organismo vivo que proviene de Cristo mismo.»
(Benedicto XVI, Luz del mundo, n.13, pg. 147).
«[La
Iglesia] no es un establecimiento de producción, no somos una empresa que
aspira a obtener ganancias, somos Iglesia. Es decir, somos una comunidad
de personas que se encuentra afincada en la fe. La tarea no es elaborar
algún producto o tener éxito en la venta de mercancías. La tarea consiste,
en cambio, en vivir ejemplarmente la fe, anunciarla y, al mismo tiempo,
mantener esta misma comunidad de adherentes voluntarios, que se extiende a
través de todas las culturas… [ ] y no se basa en intereses externos, sino
en una relación interior con Cristo y, de ese modo, con Dios.»
(Benedicto XVI, Luz del mundo, n.7, pág. 86-87).
«¿La
liturgia es algo preestablecido? «Sí. No es que nosotros hagamos algo,
que mostremos nuestra creatividad, o sea, todo lo que podríamos hacer.
Justamente, la liturgia no es ningún show, no es un teatro, un
espectáculo, sino que vive desde el Otro. Eso tiene que verse con
claridad. Por eso es tan importante el hecho de que la forma eclesial
esté preestablecida… no brota meramente de la moda del momento.»
(Benedicto XVI, Luz del Mundo, n.15, pag. 164).
«La
Iglesia se hace visible a los hombres en muchas cosas, en la acción caritativa,
en los proyectos de misión, pero el lugar donde más se la experimenta
realmente como Iglesia es en la liturgia. Y eso es correcto de ese modo.
En definitiva, la Iglesia tiene el sentido de volvernos hacia Dios y de dar
entrada a Dios en el mundo. La liturgia es el acto en el que creemos que
Él entra y que nosotros lo tocamos. Es el acto en que se realiza
lo auténtico y propio: entramos en contacto con Dios.» (Benedicto XVI, Luz
del Mundo, #15, pag. 163).
«El
ser cristiano es en sí mismo algo vivo, moderno, que atraviesa,
formándola y plasmándola, toda la modernidad y que, por lo tanto, en
cierto sentido realmente la abraza. Aquí se necesita una gran lucha
espiritual, como he querido mostrar con la reciente institución de un
“Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización”. Es importante que
tratemos de vivir y pensar el cristianismo de tal modo que asuma
la modernidad buena y correcta, y al mismo tiempo se aleje y se distinga
de aquella que está convirtiéndose en una contra-religión.» (Benedicto
XVI, Libro: La Luz del mundo, 2011).
«Dice
Jesús: "Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los
mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros
de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la
justicia" (cf. Mt 5, 3-10). En realidad, el bienaventurado por excelencia
es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que
llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el
puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la
justicia. Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y
así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y
de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera
bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a
ella. En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus
circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con
él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una
aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser
perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48).» Homilía del
1-nov-2006.
«Es
mi propósito asumir como una prioridad de mi pontificado, la recuperación de la
unidad de los cristianos. Con ello he querido conscientemente seguir las
huellas de mis dos grandes Predecesores: de Pablo VI, que hace ya más de cuarenta
años firmó el Decreto conciliar sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio,
y de Juan Pablo II, que después hizo de este documento el criterio inspirador
de su actuación… La hermandad entre los cristianos no es simplemente un vago
sentimiento y tampoco nace de una forma de indiferencia respecto a la verdad.
Se basa en la realidad sobrenatural de un único Bautismo, que nos inserta en el
único Cuerpo de Cristo. Juntos confesamos a Jesucristo como Dios y Señor;
juntos lo reconocemos como único mediador entre Dios y los hombres, subrayando
nuestra común pertenencia a Él. Sobre este fundamento, el diálogo ha dado sus
frutos.» (Benedicto XVI, 19-VIII-2005).
«Creo
que nuestra gran tarea ahora, consiste, ante todo, en sacar nuevamente a la luz
la prioridad de Dios. Hoy lo importante es que se vea de nuevo que Dios existe,
que Dios nos incumbe y que Él nos responde. Y que, a la inversa, si Dios
desaparece, por más ilustradas que sean todas las demás cosas, el hombre pierde
su dignidad y su auténtica humanidad, con lo cual se derrumba lo esencial. Por
eso, creo yo, hoy debemos colocar, como nuevo acento, la prioridad de la
pregunta sobe Dios.» Benedicto XVI, La luz del mundo, n. 6; pág. 78.
«La
persona humana, mediante el Bautismo, es insertada en la relación única y
singular de Jesús con el Padre, al punto que las palabras que llegan del cielo
sobre el Hijo Unigénito son verdaderas para cada hombre y mujer que renace del
agua y del Espíritu Santo: “Tú eres mi hijo, el amado”. ¡Cuán grande es el don
del Bautismo! Si fuésemos totalmente conscientes nuestra vida sería un
‘gracias’ continuo. Qué alegría para los padres cristianos que han visto brotar
de su amor una nueva creatura, y llevar a la fuente bautismal y verla renacer
del vientre de la Iglesia para una vida que nunca tendrá fin!» (11-01-2009).
«En
la navidad no celebramos el día natalicio de un hombre grande cualquiera, como
los hay muchos. Tampoco celebramos simplemente el misterio de la infancia o de
la condición de niño… Por eso es tan importante observar que aquí ha ocurrido
algo más: el Verbo se hizo carne. «Este niño es hijo de Dios», nos dice uno de
nuestros villancicos navideños más antiguos. Aquí sucedió lo tremendo, lo
impensable y, sin embargo, también lo siempre esperado: Dios vino a habitar entre
nosotros. Él se unió tan inseparablemente con el hombre, que este hombre es
efectivamente Dios de Dios, luz de luz y a la vez sigue siendo verdadero hombre.»
«Matrimonio
y familia no son una construcción sociológica casual, fruto de situaciones
particulares históricas y económicas. Por el contrario, la cuestión de la justa
relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda
del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de ésta. No puede
separarse de la pregunta siempre antigua y siempre nueva del hombre sobre sí
mismo: ¿quién soy? Y esta pregunta, a su vez, no puede separarse del
interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? Y, ¿quién es Dios? ¿Cómo es
verdaderamente su rostro? La respuesta de la Biblia a estas dos preguntas es
unitaria y consecuencial: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es
amor. Por este motivo, la vocación al amor es lo que hace del hombre auténtica
imagen de Dios: se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en
alguien que ama.» (7-VI-2005).
«Exhorto
también a los estudiosos a que profundicen más la relación entre mariología
y teología de la Palabra. En realidad, no se puede pensar en la encarnación
del Verbo sin tener en cuenta la libertad de esta joven mujer, que con su consentimiento
coopera de modo decisivo a la entrada del Eterno en el tiempo. Ella es la
figura de la Iglesia a la escucha de la Palabra de Dios, que en ella se hace
carne. María es también símbolo de la apertura a Dios y a los demás; escucha
activa, que interioriza, asimila, y en la que la Palabra se convierte en forma
de vida.» (Exhortación Apostólica Verbum Domini, n. 27, 2010).
«Nunca
habría imaginado nadie que el Mesías pudiera nacer de una joven humilde como
María, esposa prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría
pensado nunca, sin embargo en su corazón la espera del Salvador era tan
grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes que Él encontró en ella una
madre digna (...). Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y
la de María, la criatura "llena de gracia", totalmente transparente
al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de Ella, Mujer del Adviento, a
vivir los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una
espera profunda, que solo la venida de Dios puede llenar.» (29.11.10).
«En
este Adviento… mientras nuestros corazones se dirigen hacia la celebración
anual del nacimiento de Cristo, la liturgia de la Iglesia orienta nuestra
mirada a la meta definitiva: el encuentro con el Señor que vendrá en el esplendor
de la gloria. Por esto nosotros, que en cada Eucaristia, "anunciamos su
muerte, proclamamos su resurrección, en espera de su venida”, vigilamos en
oración. La liturgia no se cansa de animarnos y de sostenernos, poniendo en
nuestros labios, en los días del Adviento, el grito con el que se cierra toda
la Sagrada Escritura, en la última página del Apocalipsis de san Juan: “¡Ven,
Señor Jesús!» (22, 20)». (27-XI-10).
«Anunciad
a todos los pueblos: Dios viene, nuestro Salvador». Al inicio de un nuevo ciclo
anual, la liturgia invita a la Iglesia a renovar su anuncio a todos los pueblos
y lo resume en dos palabras: «Dios viene». Esta expresión tan sintética
contiene una fuerza de sugestión siempre nueva. Si prestamos atención, se trata
de un presente continuo, es decir, de una acción que siempre tiene lugar: está
ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá una vez más. En cualquier momento, «Dios
viene». Anunciar que «Dios viene» significa, por lo tanto, anunciar simplemente
al mismo Dios, a través de uno de sus rasgos esenciales y significativos: es el
«Dios-que-viene». Adviento invita a los creyentes a tomar conciencia de esta
verdad y a actuar coherentemente. Resuena como un llamamiento provechoso que
tiene lugar con el pasar de los días, de las semanas, de los meses: ¡Despierta!
¡Recuerda que Dios viene! ¡No vino ayer, no vendrá mañana, sino hoy, ahora!»
«Queridos
hermanos y hermanas: Celebramos hoy, último domingo del año litúrgico, la
solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. Sabemos por los Evangelios
que Jesús rechazó el título de rey cuando se entendía en sentido político, al
estilo de los “jefes de las naciones” (Mt 20, 25). En cambio, durante su
Pasión, reivindicó una singular realeza ante Pilato, que lo interrogó
explícitamente: “¿Tú eres rey?”, y Jesús respondió: “Sí, como dices, soy rey”
(Jn 18, 37); pero poco antes había declarado: “Mi reino no es de este mundo”.»
(Jn 18, 36).
«En
efecto, la realeza de Cristo es revelación y actuación de la de Dios Padre, que
gobierna todas las cosas con amor y con justicia. El Padre encomendó al Hijo la
misión de dar a los hombres la vida eterna, amándolos hasta el supremo
sacrificio y, al mismo tiempo, le otorgó el poder de juzgarlos, desde el
momento que se hizo Hijo del hombre, semejante en todo a nosotros.» (Jn 5,
21-22. 26-27).
«En
su reino eterno, Dios acoge a los que día a día se esfuerzan por poner en
práctica su palabra. Por eso la Virgen María, la más humilde de todas las
criaturas, es la más grande a sus ojos y se sienta, como Reina, a la derecha de
Cristo Rey. A su intercesión celestial queremos encomendarnos una vez más con
confianza filial, para poder cumplir nuestra misión cristiana en el mundo.»
(Benedicto XVI, 23-XI-2008).
«Queridísimos
hermanos y jóvenes amigos, Cristo está siempre con nosotros y camina siempre
con su Iglesia, la acompaña y la custodia, como Él nos dijo: “yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). ¡No
dudéis nunca de su presencia! Buscad siempre al Señor Jesús, creced en la
amistad con él, recibidlo en la comunión. Aprended a escuchar su palabra y
también a reconocerlo en los pobres. Vivid vuestra existencia con alegría y
entusiasmo, seguros de su presencia y de su amistad gratuita, generosa, fiel
hasta la muerte de cruz. Dad testimonio a todos de la alegría por esta
presencia suya fuerte y suave, comenzando por vuestros coetáneos. Decidles que
es hermoso ser amigo de Jesús y que vale la pena seguirlo. Con vuestro
entusiasmo mostrad que, entre las muchas formas de vivir que el mundo hoy
parece ofrecernos - aparentemente todas al mismo nivel –, la única en la que se
encuentra el verdadero sentido de la vida y por tanto la alegría verdadera y
duradera es siguiendo a Jesús.» (11-V-2010).
«¿Cuáles
son las actitudes fundamentales del cristiano ante las realidades últimas: la
muerte, el fin del mundo? La primera actitud es la certeza de que Jesús ha
resucitado, está con el Padre y, por eso, está con nosotros para siempre. Y
nadie es más fuerte que Cristo, porque está con el Padre, está con nosotros. Por
eso estamos seguros y no tenemos miedo. Este era un efecto esencial de la
predicación cristiana. El miedo a los espíritus, a los dioses, era muy común en
todo el mundo antiguo. También hoy los misioneros, junto con tantos elementos
buenos de las religiones naturales, se encuentran con el miedo a los espíritus,
a los poderes nefastos que nos amenazan. Cristo vive, ha vencido a la muerte y
ha vencido a todos estos poderes. Con esta certeza, con esta libertad, con esta
alegría vivimos. Este es el primer aspecto de nuestro vivir con respecto al
futuro.» (Audiencia general del 12 nov. 2008).
«En
la conmemoración anual de todos los fieles difuntos (2 de noviembre)… quiero
invitar a vivir este día según el auténtico espíritu cristiano, es decir, en la
luz que proviene del Misterio pascual. Cristo murió y resucitó, y nos abrió el
camino hacia la casa del Padre, el Reino de la vida y de la paz. Quien sigue a
Jesús en esta vida es acogido donde él nos ha precedido. Así pues, cuando
visitemos los cementerios, recordemos que allí, en las tumbas, descansan sólo
los restos mortales de nuestros seres queridos, en espera de la resurrección
final. Sus almas —como dice la Escritura— ya "están en las manos de
Dios" (Sb 3, 1). Por lo tanto, el modo más propio y eficaz de
honrarlos es rezar por ellos, ofreciendo actos de fe, de esperanza y de
caridad. En unión con el Sacrificio eucarístico, podemos interceder por su
salvación eterna y experimentar la más profunda comunión, en espera de
reunirnos con ellos, a fin de gozar para siempre del Amor que nos ha creado y
redimido.» (1-Nov-2009).
«Los
fieles laicos son “los cristianos que están incorporados a Cristo por el
bautismo”. Son “hombres de la Iglesia en el corazón del mundo, y hombres del
mundo en el corazón de la Iglesia”. Su misión propia y específica se realiza en
el mundo, de tal modo que con su testimonio y su actividad contribuyan a la
transformación de las realidades y la creación de estructuras justas según los
criterios del Evangelio. “El ámbito propio de su actividad evangelizadora es el
mismo mundo vasto y complejo de la política, de realidad social y de la
economía, como también el de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la
vida internacional, de los ‘mass media’, y otras realidades abiertas a la
evangelización, como son el amor, la familia, la educación de los niños y
adolescentes, el trabajo profesional y el sufrimiento”. Además, tienen el deber
de hacer creíble la fe que profesan mostrando autenticidad y coherencia en su
conducta.» (Documento Conclusivo de Aparecida, Brazil, 2007; nn.
209-210).
«El
domingo 10 de octubre el Santo Padre refirió al mes de octubre como el “mes del
Rosario”, en el que “se trata de una entonación espiritual dada por la memoria
litúrgica de la Bienaventurada Virgen María del Rosario, que se celebra el día
7”. Así mismo recordó que “estamos invitados a dejarnos guiar por María en esta
oración antigua y siempre nueva, muy apreciada por ella porque nos conduce
directamente a Jesús, contemplado en sus misterios de salvación: de gozo, de luz,
de dolor y gloriosos. El Rosario –continuó el Papa recordando al venerable Juan
Pablo II– es la oración bíblica, totalmente tejida por la Sagrada Escritura. Es
una oración del corazón, en la que la repetición del ‘Ave Maria’ orienta el
pensamiento y el afecto hacia Cristo. Es oración que ayuda a meditar la Palabra
de Dios y a asimilar la Comunión eucarística, bajo el modelo de María que
custodiaba en su corazón todo aquello que Jesús hacía y decía, y su misma
presencia.»
«Hoy
juntos confirmamos que el Santo Rosario no es una práctica piadosa relegada al
pasado, como oración de otros tiempos en la que pensar con nostalgia. El
Rosario vive una nueva primavera. En el mundo actual tan disperso, esta oración
ayuda a colocar a Cristo en el centro, como hacía la Virgen, que meditaba
interiormente todo lo que se decía de su Hijo, así como lo que El hacía y
decía. Cuando se reza el Rosario se reviven los momentos más importantes y
significativos de la historia de la salvación, se vuelven a recorrer las etapas
de la misión de Cristo. Con María se orienta el corazón al misterio de Jesús.
Que María nos ayude a acoger en nosotros la gracia que emana de estos misterios
para que a través de nosotros pueda filtrarse en la sociedad, empezando por las
relaciones cotidianas, y purificarla de tantas fuerzas negativas, abriéndola a
la novedad de Dios. El Rosario, cuando se reza con autenticidad y no de forma
mecánica y superficial, sino profunda, aporta paz y reconciliación. Lleva en sí
la potencia salvadora del Nombre santísimo de Jesús, invocado con fe y con amor
al centro de cada Ave María.» (Benedicto XVI, 6 de mayo de 2008).
«La
Iglesia ve con preocupación el intento cada vez mayor de eliminar el concepto
cristiano de matrimonio y de familia de la conciencia de la sociedad. El
matrimonio se manifiesta como una unión duradera de amor entre un hombre y una
mujer, que siempre está abierta a la transmisión de la vida humana". En
este contexto es necesaria "una cultura de la persona". Por otro
lado, "el éxito del matrimonio depende de todos nosotros y de la actitud
personal de cada ciudadano. En este sentido, la Iglesia no puede aprobar las
iniciativas legislativas que implican una re-evaluación de modelos alternativos
de la vida conyugal y familiar. Contribuyen al debilitamiento de los principios
del derecho natural y por tanto, a la relativización de toda la legislación y
también a la confusión sobre los valores en la sociedad.» (Benedicto XVI - 13
de sept. de 2010).
«En
el plano espiritual, todos nosotros, por caminos diferentes, estamos
personalmente comprometidos en un recorrido que da una respuesta al
interrogante más importante: el relativo al sentido último de nuestra
existencia humana. El anhelo por lo sagrado es la búsqueda de la cosa necesaria
y la única que puede satisfacer las aspiraciones del corazón humano. En el
siglo quinto, San Agustín describió esta búsqueda con las siguientes palabras:
“Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse
en ti” (Confesiones, libro I, 1). Cuando nos embarcamos en esta aventura, nos
damos cuenta cada vez más de que la iniciativa no depende de nosotros, sino del
Señor: no se trata tanto de que le buscamos a Él, sino que es Él quien nos
busca a nosotros; más aún es quien ha puesto en nuestros corazones ese anhelo
de Él.» (Benedicto XVI 17- Sept. – 2010).
«Ningún
hombre y ninguna mujer, por sí solos y sólo con sus propias fuerzas, pueden dar
adecuadamente a los hijos el amor y el sentido de la vida. Para poder decir a
alguien: «tu vida es buena, aunque no conozca tu futuro», se necesitan una
autoridad y una credibilidad superiores, que el individuo no puede darse por sí
solo. El cristiano sabe que esta autoridad es conferida a esa “familia” más
amplia que Dios, a través de su Hijo, Jesucristo, y del don del Espíritu Santo,
ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce la
acción de ese amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de
nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro. Por este
motivo, la edificación de cada una de las familias cristianas se enmarca en el
contexto de la gran familia de la Iglesia, que la apoya y la acompaña, y
garantiza que hay un sentido y que en su futuro se dará el «sí» del Creador. Y
recíprocamente la Iglesia es edificada por las familias, «pequeñas Iglesias
domésticas», como las ha llamado el Concilio Vaticano II. En este sentido, la
«Familiaris consortio» afirma que «el matrimonio cristiano constituye el lugar
natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la
gran familia de la Iglesia.» (n. 15).
«En
la procreación de los hijos, el matrimonio refleja su modelo divino: el amor de
Dios por el hombre. En el hombre y en la mujer, la paternidad y la maternidad,
como sucede con el cuerpo y con el amor, no se circunscriben al aspecto
biológico: la vida sólo se da totalmente cuando con el nacimiento se ofrecen
también el amor y el sentido que hacen posible decir sí a esta vida.
Precisamente por esto queda claro hasta qué punto es contrario al amor humano,
a la vocación profunda del hombre y de la mujer, el cerrar sistemáticamente la
propia unión al don de la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que
nace». (Congreso sobre «Familia y comunidad cristiana» Roma, 6 de junio 2005).
«Las
diferentes formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones
libres y el «matrimonio a prueba», hasta el pseudo-matrimonio entre personas
del mismo sexo, son por el contrario expresiones de una libertad anárquica que
se presenta erróneamente como auténtica liberación del hombre. Una
pseudo-libertad así se basa en una banalización del cuerpo, que inevitablemente
incluye la banalización del hombre. Su presupuesto es que el hombre puede hacer
de sí lo que quiere: su cuerpo se convierte de este modo en algo secundario,
manipulable desde el punto de vista humano, que se puede utilizar como se
quiere. El libertinaje, que se presenta como descubrimiento del cuerpo y de su
valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el cuerpo, dejándolo
por así decir fuera del auténtico ser y dignidad de la persona.» (Extracto del
Discurso de Su Santidad Benedicto XVI en la apertura del Congreso Eclesial de
la Diócesis de Roma sobre «Familia y comunidad cristiana: formación de la
persona y transmisión de la fe». Basílica de San Giovanni in Laterano, Lunes 6
de junio 2005).»
«El
mundo necesita la cruz. La cruz no es simplemente un símbolo privado de
devoción, no es un distintivo de pertenencia a un grupo dentro de la sociedad,
y su significado más profundo no tiene nada que ver con la imposición forzada
de un credo o de una filosofía. Habla de esperanza, habla de amor, habla de la
victoria de la no violencia sobre la opresión, habla de Dios que ensalza a los
humildes, da fuerza a los débiles, logra superar las divisiones y vencer el
odio con el amor. Un mundo sin cruz sería un mundo sin esperanza, un mundo en
el que la tortura y la brutalidad no tendrían límite, donde el débil sería
subyugado y la codicia tendría la última palabra. La inhumanidad del hombre
hacia el hombre se manifestaría de modo todavía más horrible, y el círculo
vicioso de la violencia no tendría fin. Sólo la cruz puede poner fin a todo
ello. Mientras que ningún poder terreno puede salvarnos de las consecuencias de
nuestro pecado, y ninguna potencia terrena puede derrotar la injusticia en su
origen, la intervención redentora de Dios Amor puede transformar radicalmente
la realidad del pecado y la muerte. Esto es lo que celebramos cuando nos gloriamos
en la cruz del Redentor.» (5-VI-2010).
«La
fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El amor ha
vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más
fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad
y amor. María fue elevada al cielo en cuerpo y alma: en Dios también hay lugar
para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y
desconocida. En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del
Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre nuestra cuando
dijo al discípulo y a todos nosotros: "He aquí a tu madre". En el
cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un corazón.»
(Homilía 29 de agosto de 2005).
«La
Iglesia ofrece al mundo una visión positiva e inspiradora de la vida humana, la
belleza del matrimonio y la alegría de la paternidad. Esto se arraiga en la
infinitud de Dios, transformando y ennobleciendo el amor para todos nosotros,
que abre nuestros ojos a reconocer y amar su imagen en nuestro prójimo (Deus
Caritas est, 10-11). Aseguraos de presentar esta enseñanza de esta
manera que sea reconocida por el mensaje de esperanza que es. Con demasiada
frecuencia, la doctrina de la Iglesia se percibe como una seria de
prohibiciones y posiciones retrógradas, mientras que la realidad, como sabemos,
es que es creativa y dadora de vida, y se dirige a la realización más plena
posible del gran potencial de bien y a la felicidad que Dios ha puesto en cada
uno de nosotros.» (5-feb-2010).
«Tened
un gran respeto “por la institución del sacramento del matrimonio. No podrá
haber verdadera felicidad en los hogares si, al mismo tiempo, no hay fidelidad
entre los esposos (...). Al mismo tiempo Dios os llama a respetaros también en
el enamoramiento y en el noviazgo, pues la vida conyugal que, por disposición
divina, está destinada a los casados es solamente fuente de felicidad y de paz
en la medida en que sepáis hacer de la castidad, dentro y fuera del matrimonio,
un baluarte de vuestras esperanzas futuras”.»
(Discurso del Papa a los jóvenes en el estadio de Pacaembu, en Sao Paulo,
Brasil, 9 mayo 2007).
«El
Santo Padre citando las palabras del texto de San Lucas, del domingo pasado:
“Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas; y hay necesidad de
pocas, o mejor de una sola. María ha elegido la parte buena que no le será
quitada”, explicó que “La palabra de Cristo nos recuerda que la única cosa
verdaderamente necesaria es escuchar la Palabra del Señor. Esta página del
Evangelio corresponde plenamente al tiempo de las vacaciones -dijo el Papa-,
porque recuerda que los seres humanos deben trabajar, dedicarse a las
tareas domésticas y profesionales, pero necesitan sobre todo a Dios, que es luz
interior de Amor y de Verdad. Sin amor, incluso las actividades más importantes
pierden valor y no dan alegría. Sin un significado profundo, todo nuestro afán
se reduce a un activismo estéril y desordenado". “Y ¿quién nos da el Amor
y la Verdad, si no Jesucristo? Aprendamos pues, hermanos -concluyó- a ayudarnos
los unos a los otros, a colaborar, pero antes que nada a elegir juntos la parte
mejor, que es y será siempre nuestro bien más grande".»
«Es
importante aprender a vivir momentos de silencio interior en el día a día para
ser capaces de escuchar la voz del Señor. Estad seguros de que si uno aprende a
escuchar esta voz y a seguirla con generosidad, no tiene miedo de nada, sabe y
siente que Dios está con él, con ella, que es Amigo, Padre y Hermano. Dicho en
una palabra: el secreto de la vocación está en la relación con Dios, en la
oración que crece precisamente en el silencio interior, en la capacidad de
escuchar que Dios está cerca… Queridos jóvenes: encontrad siempre un espacio en
vuestras jornadas para Dios, ¡para escucharle y hablarle! Y aquí, quisiera
deciros una segunda cosa: la verdadera oración no es de hecho extraña a la
realidad. Si rezar os alienara, os quitase de vuestra vida real, estad en
guardia: ¡no sería verdadera oración! Al contrario, el dialogo con Dios es
garantía de verdad, de verdad consigo mismo y con los demás, y por tanto de libertad.
Estar con Dios, escuchar su Palabra, en el Evangelio, en la liturgia de la
Iglesia, defiende de las fascinaciones del orgullo y de la presunción, de las
modas y de los conformismos, y da la fuerza de ser verdaderamente libres,
incluso de ciertas tentaciones enmascaradas de cosas buenas. Me habéis
preguntado: ¿cómo podemos estar en el mundo sin ser del mundo? Os respondo:
precisamente gracias a la oración, al contacto personal con Dios.» (Discurso
a los jóvenes en la catedral de Sulmona, ciudad italiana, domingo 4 de julio de
2010).
«La
religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo
solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica
referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular, política.
La doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar esa “carta de
ciudadanía” de la religión cristiana.» (Caritas in veritate, n. 56).
«Al
fijar la mirada sobre sus propios santos, [la Iglesia] llega a la conclusión de
que la prioridad pastoral de hoy es hacer de cada hombre y mujer cristianos una
presencia radiante de la perspectiva evangélica en medio del mundo, en la
familia, la cultura, la economía y la política. Con frecuencia nos preocupamos
afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe,
dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es cada vez menos
realista. Se ha puesto una confianza tal vez excesiva en las estructuras y en
los programas eclesiales, en la distribución de poderes y funciones, pero ¿qué
pasaría si la sal se volviera insípida? Para que esto no ocurra, es necesario
anunciar de nuevo con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y
resurrección de Cristo, corazón del cristianismo, el núcleo y fundamento de
nuestra fe, recio soporte de nuestras certezas, viento impetuoso que disipa
todo miedo e indecisión, cualquier duda y cálculo humano. La resurrección de
Cristo nos asegura que ningún poder adverso podrá jamás destruir la Iglesia.
Sólo Cristo puede satisfacer plenamente los anhelos más profundos del corazón
humano y dar respuesta a sus interrogantes que más le inquietan sobre el
sufrimiento, la injusticia y el mal, sobre la muerte y la vida del más allá.» (Homilía
en Fátima, Portugal. El 11 de mayo 2010, 10 aniversario de la beatificación de
Jacinta y Francisco).
«Aquí,
tras el ejemplo de María, José y Jesús, podemos apreciar aún más la santidad de
la familia que, en el plan de Dios, se basa en la fidelidad para toda la vida
de un hombre y una mujer, consagrada por el pacto conyugal y abierta al don de
Dios de nuevas vidas. ¡Cuánta necesidad tienen los
hombres y mujeres de nuestro tiempo de volver a apropiarse de esta verdad
fundamental, que constituye la base de la sociedad y qué importante es el
testimonio de parejas casadas para la formación de conciencias maduras y la
construcción de la civilización del amor!» (Homilía en Nazaret, 16-V-2009).
«El
resultado final de la [enseñanza de la liturgia] es tomar conciencia de que la
propia vida es transformada progresivamente por los santos misterios que se
celebran. El objetivo de toda la educación cristiana, por otra parte, es formar
al fiel como “hombre nuevo”, con una fe adulta, que lo haga capaz de
testimoniar en el propio ambiente la esperanza cristiana que lo anima.» (Exhort.
Apost. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 64).
«El
domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de Él, que es
el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto
desde fuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la
celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la
comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el
cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria
para el camino que debemos recorrer cada semana.» (Domingo 29 de mayo de 2005).