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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

viernes, 1 de enero de 2010

Homilía II Domingo de Navidad


Concluida la octava de Navidad con la Fiesta solemne de la Maternidad Divina de María, todavía la liturgia nos deja celebrar un domingo más este admirable misterio de la Navidad. ¿Acaso podemos agotar de meditar lo que el mismo corazón de María no lograba abarcar? Ayer nos decía el Evangelio que «María guardaba todas las cosas que iban sucediendo a su alrededor y las meditaba en su corazón». Me parece que es la actitud correcta que la Iglesia, nuestra Madre, pide de cada uno de nosotros al celebrar la Navidad.
            Nos sirve de punto de referencia nuevamente la meditación del prólogo del Evangelio de San Juan para guardar en nuestro corazón el misterio de la Navidad que aún celebramos.
            San Juan ensalza y proclama la divinidad y eternidad de Jesucristo. Jesús es el Verbo Increado, el Dios Unigénito que asume nuestra condición humana y nos brinda la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios, esto es, de participar real y sobrenaturalmente de la misma naturaleza divina.
En el Hijo de la Virgen, “envuelto en pañales” y “acostado en un pesebre” (Lc 2,12), reconocemos y adoramos “al Verbo de Dios, que estaba junto a Dios y que es Dios” (Jn 1, 1). Este no comenzó a existir al hacerse hombre, sino que antes de tomar carne en las entrañas virginales de María, antes que todas las criaturas, existía en la eternidad divina como Verbo consustancial al Padre y al Espíritu Santo. Todo lo que dirá San Juan en su Evangelio acerca de Jesús sólo se puede valorar en su justa perspectiva teniendo clara previamente esta verdad luminosa. La clave para entender con profundidad todo cuanto va a escribir san Juan sobre Jesús está en estas palabras del prólogo a su Evangelio.
He aquí el quicio de nuestra fe en Nuestro Señor Jesucristo. «Creemos que él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, esto es, homoousios to Patri, por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: por tanto, igual al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad, completamente uno no por confusión de la sustancia (que no puede hacerse), sino por la unidad de la persona» (Credo del pueblo de Dios, n. 11, Pablo VI).
«El Hijo de Dios se hizo hombre, para que los hijos del hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios. El es Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, por gracia» (San Atanasio, De incarnatione contra arrianos, 8). En Belén nació Aquél que, bajo el signo del pan partido, dejaría el memorial de la Pascua. Y en ese sentido, la adoración del Niño Jesús, en la Navidad, se convierte también en adoración eucarística. 
Te adoramos, Señor, presente realmente en el Sacramento del altar, Pan vivo que das vida al hombre. Te reconocemos como nuestro único Dios, frágil Niño que estás indefenso en el pesebre. “En la plenitud de los tiempos, te hiciste hombre entre los hombres para unir el fin con el principio, es decir, al hombre con Dios” (cf. S. Ireneo, Adv. haer., IV,20,4)».
Con esas palabras queremos terminar. Haciendo un acto de adoración y de fe eucarística, donde retomamos la fuerza para vivir nuestra filiación divina como fruto de nuestra Navidad. Amén.

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