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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 13 de abril de 2011

Domingo de Ramos


Ciclo A

La pasión de Cristo es, sin comparación con ningún otro, el momento de su vida más minuciosamente narrado por los 4 evangelistas. Nada tiene esto de extraño, porque la Pasión y Muerte de Nuestro Señor constituyen el punto culminante de su existencia humana y de la obra de la Redención; en cuanto que, son el sacrificio expiatorio que Él mismo ofrece a Dios Padre por nuestros pecados.

La asume como realización del verdadero sacrificio pascual. Él es el Verdadero Cordero que quita los pecados del mundo. Dice san Pedro en su primera epístola (1, 18-21): «Ya sabéis con qué os rescataron: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha».

Al contemplar en esta semana la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, no podemos perder de vista la finalidad de ella. «Cristo padeció por nosotros dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas…» dice san Pedro en 1-Pet 2, 21. De modo que, no podemos pasar por alto las enseñanzas de su pasión. Ellas nos enseñan a jugarnos la vida presente a cambio de conseguir la eterna.

¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios! (san Josemaría Escrivá, Camino, 420). Seguir al Señor implica renunciar a la propia voluntad para identificarla con la de Dios, no sea que, como dice san Juan de la Cruz, nos ocurra como a muchos que «querrían que quisiese Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios. De donde les nace que muchas veces, en lo que ellos no hallan su voluntad y gusto, piensen que no es voluntad de Dios y, que, por el contrario, cuando ellos se satisfacen, crean que Dios se satisface, midiendo a Dios consigo, y no a sí mismos con Dios» (Noche Oscura, lib. 1, cap. 7, n.3).

Ante tan gran misterio, claramente revelado, podemos preguntarnos: ¿Por qué Cristo sufrió tanto? Cur Christus tam doluit? Es una cuestión teológica clásica. ¿No podía Dios haber dispuesto la redención del mundo de un modo menos doloroso?... Siempre la Iglesia ha sabido que «una sola gota de la sangre» de Cristo, y menos que eso, hubiera sido suficiente para redimir al mundo. Pero quiso Dios tanto dolor -como medio de manifestarnos el horror del pecado-, para enseñarnos que nadie llega a la salvación si no toma su cruz cada día; pero sobre todo -para declararnos el inmenso amor que nos tiene:

«Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que el mundo sea salvado por Él» (Jn 3,16). Primero lo entregó en Belén, en la Encarnación y finalmente en la Cruz, en el sacrificio redentor. Quiso Dios que la Cruz de Jesús fuera la revelación máxima de su amor: «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8). «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).

Cristo entiende su muerte y la acepta, sin poner resistencia, porque ve la Cruz como una obediencia al Padre: «obediente hasta la muerte y muerte de Cruz» (Flp 2,8). Cristo recibe la Cruz no por obediencia a Pilatos o a Caifás, sino por obediencia al Padre. Es, pues, la Cruz voluntad de Dios providente, que «quiere permitir» la muerte de su Hijo, en manos de los pecadores, para la redención de la humanidad.

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