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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 14 de junio de 2011

Solemnidad de la Santísima Trinidad


«La Trinidad, he ahí nuestra morada, nuestra casa solariega, el hogar paterno de donde no debemos salir jamás»
(Isabel de la Trinidad, Tratado espiritual, ¿Cómo se puede hallar el cielo en la tierra?, n.2)

En una fiesta como la de hoy, nos viene bien recordar aquellas palabras de Cristo en la última cena, el discurso de despedida, hablando en intimidad y confidencia de amigo a sus discípulos antes de partir de esta tierra al Padre. En esas palabras, es Cristo quien nos revela la intimidad del misterio trinitario y nos llama a participar en él: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11, 27). Entendemos que para entrar en el misterio de Dios, necesitamos entrar por Cristo. Ahora, cobran sentido aquellas palabras del apóstol Felipe en la última cena cuando le dijo a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14, 8).

En efecto, Jesús, sólo tú nos puedes llevar a la intimidad del misterio de la Trinidad; por que «a Dios nadie lo ha visto jamás, el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él mismo es quien nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18). Aquellas palabras del Antiguo Testamento tan expresivas y terriblemente verdaderas, del profeta Isaías al hablar de Dios: «Verdaderamente tú eres un Dios escondido» (Is. 45, 15), hoy en la plenitud de los tiempos, han quedado disipadas. ¿Quién jamás pudo imaginar penetrar en la mente de Dios, quién fue su consejero? Recuerdo aquí aquellas palabras del apóstol san Pablo a los romanos: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué incomprensibles son sus juicios y qué inescrutables sus caminos! Pues, ¿quién conoció los designios del Señor? o ¿Quién llegó a ser su consejero? o ¿quién le dio primero algo, para poder recibir a cambio una recompensa?» (Rom 11, 33-35).

Ya no eres un Dios escondido. «Llegada la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley». Ahora, eres el Dios con nosotros, Emmanuel, «la vida se ha manifestado, nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos ha manifestado, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1-Jn 1, 2-3).

La Trinidad nos ha sido revelada por Jesucristo. «En diversos momentos y de muchos modos, habló Dios en el pasado a nuestros primeros padres por medio de los profetas. En estos últimos días, nos ha hablado por medio de su Hijo» (Heb 1,1-2).

El misterio de la Santísima Trinidad es el punto de partida de toda la verdad revelada y la fuente de donde procede la vida sobrenatural y a donde nos encaminamos: somos hijos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, santificados continuamente por el Espíritu Santo para semejarnos cada vez más a Cristo. Así crecemos en el sentido de nuestra filiación divina, así nos hacemos templos vivos de la Santísima Trinidad.

En esta fiesta de hoy, hacemos memoria también de los padres que nos engendraron en esta vida mortal. En el sentido pleno de la palabra, existe un solo Padre, el celestial, del que deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra (Efe 3,15). La fiesta de la Trinidad es una oportunidad para experimentar el sentido de la paternidad de Dios, y vivir como hijos suyos.

Repitamos hoy con más sentido: «A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad Beatísima!» -del trisagio angélico. Amén.

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