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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

lunes, 6 de junio de 2011

Homilía VIII Domingo de Pascua


Ciclo A
Hch 2, 1-11 / Sal 103 / 1-Cor 12, 3-7.12-13 / Jn 20, 19-23

Solemnidad de Pentecostés

La fiesta de Pentecostés es una manifestación del misterio de la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Hoy celebramos a Jesucristo resucitado, haciendo memoria “de la pasión salvadora” de Jesús y de su “admirable resurrección y ascensión al cielo”, como se dice en la Plegaria eucarística. Y esto lo podemos hacer por obra del Espíritu Santo, que es el Espíritu del Padre y del Hijo. Desde la tarde de la Resurrección a la mañana de Pentecostés, el efecto de la resurrección de Jesús es permanente: dar, comunicar su Espíritu.

Por eso, podemos decir que siempre es Pascua de Resurrección y siempre es Pentecostés. Con el “don” del Espíritu de Jesucristo resucitado, podemos decir que Dios es definitivamente el “Emmanuel”, el Dios-con-nosotros. Y donde está el Espíritu, está también el Padre y el Hijo.

«Estaban los discípulos en casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos» -nos describe hoy la primera lectura. Es una descripción muy clara de una comunidad que no ha experimentado todavía el Espíritu de Jesucristo resucitado. Todavía estaban con el desconcierto de la pasión y de la muerte de Jesús. Pasión y muerte que para ellos fue también un escándalo. Por eso, cuando experimentan y creen en Jesucristo resucitado “se llenaron de alegría”. Alegría, gozo, paz, son “dones” del Espíritu Santo.

Podríamos preguntarnos hoy, nosotros que somos la comunidad que vivimos y creemos en el Espíritu de Jesús resucitado, por nuestros miedos. Miedo porque quizás somos pocos; miedo porque parece que en nuestra sociedad vamos perdiendo influencia; miedo porque no vemos el camino claro; miedo porque tenemos pocas vocaciones... ¡Como si no tuviéramos la fuerza del Espíritu!

No olvidemos aquel gesto de Jesús sobre sus apóstoles en día de Pascua, cuando “exhaló su aliento sobre ellos”. En este “exhalar”, contemplamos que los discípulos son creados de nuevo; así como en la primera creación se nos dice que “Dios insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2, 7). Como nosotros por el bautismo y la confirmación hemos recibido el Espíritu para una vida nueva. No la del hombre egoísta y pecador, sino la que valora y vive aquello que no pasará nunca. Nosotros, por el bautismo y la confirmación, nos hacemos portadores del Espíritu a los hombres hermanos, y trabajamos para que de hombres pecadores y dispersos vayamos construyendo el pueblo de Dios que es templo del Espíritu.

“Se llenaron todos de Espíritu Santo”. El Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesús resucitado, viene como un viento irresistible, que sopla donde quiere. Siempre es Pentecostés. Pentecostés en griego significa 50, que en el simbolismo de los números bíblicos significa la perfección, plenitud, cumplimiento.

Cada efusión del Espíritu Santo en nuestra vida es Pentecostés. No existió un solo y aislado Pentecostés. Nuestro bautismo fue Pentecostés. En la confirmación, recibimos como "Don" el mismo de Pentecostés. La Eucaristía es acción del Espíritu Santo que nos reúne, nos comunica y hace entender la Palabra, y hace que la Palabra se haga Pan que alimenta, y nos envía a hacer las obras que el Padre quiere en favor de los hermanos. Todos nosotros somos testigos de cómo el Espíritu nos va transformando, personal y comunitariamente; cómo el Espíritu va suscitando hombres y mujeres que luchan para la transformación de nuestro mundo.

“Todos nosotros hemos sido bautizados en un mismo Espíritu”. Por eso el misterio de Pentecostés está actuando siempre. ¡Que viva y reine siempre Pentecostés! Amén.

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