Ciclo
A
Is 25, 6-10 / Sal 22 / Flp 4, 12-14.19-20 / Mt 22,
1-14
«Amigo,
¿Cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?» Mt. 22, 12
«El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un
banquete de bodas para su hijo…» (Mt 22, 2). El Señor se sirve hoy de la figura
de un banquete nupcial para abrir nuestro entendimiento sobre las realidades del
Reino de los cielos y la vida eterna.
Es muy sugerente la imagen del banquete, implica una categoría
espiritual y humana más elevada que el mero acto de comer como instinto de
supervivencia. No digamos ya, cuando se trata de un banquete de bodas. Las
nupcias profundizan el sentido del banquete ya que celebran el acto humano de
la mutua entrega en el amor. Y Jesús dice que el Reino de Dios se parece a un
banquete de bodas. Y la proclamación de ese Reino -el anuncio del Evangelio- se
parece a la invitación al banquete nupcial.
La imagen del banquete se encuentra también en la primera lectura.
Allí parece que Dios invita a celebrar una boda: la Alianza de amor entre Dios
y su pueblo. Después del destierro babilónico, la voz del Profeta Isaías parece
inyectar esperanza en medio del desaliento. «En este monte, el Señor de los
ejércitos preparará para todos los pueblos un convite de manjares frescos,
(...) de buenos vinos: manjares suculentos, vinos generosos» (Is 25, 6). Dios
pondrá fin a la tristeza, por esto el profeta invita al júbilo: «Aquí está
nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su
salvación» (v.9).
Si la primera lectura exalta la fidelidad de Dios a su promesa, el
Evangelio, con la parábola del banquete nupcial, nos hace reflexionar sobre la
respuesta humana. Algunos invitados de la primera hora rechazaron la invitación
del rey; otros incluso la despreciaron. Sin embargo, el rey no se desanima y
envía a sus siervos a buscar a otros comensales para llenar la sala de su
banquete. De esta forma, el rechazo de los primeros tiene como efecto que la
invitación se extienda a todos, con una predilección especial por los pobres y
los desheredados.
Es lo que ocurrió en el Misterio pascual: la supremacía del mal ha
sido derrotada por la omnipotencia del amor de Dios. Pero a la generosidad de
Dios tiene que responder la libre adhesión del hombre. No obstante, es Dios el
que ofrece al hombre un alimento que supera sus posibilidades. La institución
de la Eucaristía, que es el modo de celebrar en donde Cristo entrega también un
alimento divino, su Cuerpo y su Sangre, como arras de la vida futura debe ser para
nosotros la celebración de las realidades que promete Dios y que cumple.
El banquete de la Eucaristía, en el que debemos participar con el
traje nupcial de su gracia (de su amor correspondido), es una anticipación de
la fiesta final del cielo. Si este vestido alguna vez se mancha o se desgarra
con el pecado, la bondad de Dios no nos rechaza ni nos abandona a nuestro
destino, sino que con el sacramento de la Reconciliación nos ofrece la
posibilidad de recuperar en su integridad el traje nupcial necesario para la
fiesta. El ministerio de la Reconciliación es, por tanto, un ministerio siempre
actual.
No obstante, no todos son dignos de entrar al banquete de bodas,
porque no todos se han convertido, no han «comprado el traje de bodas». Con
todo, podemos decir con san Pablo: «mi Dios proveerá a todas vuestras
necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza en Cristo Jesús». Es él
quien nos ha vestido con traje de gala, dándonos la capacidad de responder, y
entrar purificados al banquete de la vida eterna, por su virtud y su gracia.
Amén.
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