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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 4 de octubre de 2011

Homilía XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario




Ciclo A
Is 25, 6-10 / Sal 22 / Flp 4, 12-14.19-20 / Mt 22, 1-14

«Amigo, ¿Cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?» Mt. 22, 12

«El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo…» (Mt 22, 2). El Señor se sirve hoy de la figura de un banquete nupcial para abrir nuestro entendimiento sobre las realidades del Reino de los cielos y la vida eterna.
Es muy sugerente la imagen del banquete, implica una categoría espiritual y humana más elevada que el mero acto de comer como instinto de supervivencia. No digamos ya, cuando se trata de un banquete de bodas. Las nupcias profundizan el sentido del banquete ya que celebran el acto humano de la mutua entrega en el amor. Y Jesús dice que el Reino de Dios se parece a un banquete de bodas. Y la proclamación de ese Reino -el anuncio del Evangelio- se parece a la invitación al banquete nupcial.
La imagen del banquete se encuentra también en la primera lectura. Allí parece que Dios invita a celebrar una boda: la Alianza de amor entre Dios y su pueblo. Después del destierro babilónico, la voz del Profeta Isaías parece inyectar esperanza en medio del desaliento. «En este monte, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos un convite de manjares frescos, (...) de buenos vinos: manjares suculentos, vinos generosos» (Is 25, 6). Dios pondrá fin a la tristeza, por esto el profeta invita al júbilo: «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación» (v.9).
Si la primera lectura exalta la fidelidad de Dios a su promesa, el Evangelio, con la parábola del banquete nupcial, nos hace reflexionar sobre la respuesta humana. Algunos invitados de la primera hora rechazaron la invitación del rey; otros incluso la despreciaron. Sin embargo, el rey no se desanima y envía a sus siervos a buscar a otros comensales para llenar la sala de su banquete. De esta forma, el rechazo de los primeros tiene como efecto que la invitación se extienda a todos, con una predilección especial por los pobres y los desheredados.
Es lo que ocurrió en el Misterio pascual: la supremacía del mal ha sido derrotada por la omnipotencia del amor de Dios. Pero a la generosidad de Dios tiene que responder la libre adhesión del hombre. No obstante, es Dios el que ofrece al hombre un alimento que supera sus posibilidades. La institución de la Eucaristía, que es el modo de celebrar en donde Cristo entrega también un alimento divino, su Cuerpo y su Sangre, como arras de la vida futura debe ser para nosotros la celebración de las realidades que promete Dios y que cumple.
El banquete de la Eucaristía, en el que debemos participar con el traje nupcial de su gracia (de su amor correspondido), es una anticipación de la fiesta final del cielo. Si este vestido alguna vez se mancha o se desgarra con el pecado, la bondad de Dios no nos rechaza ni nos abandona a nuestro destino, sino que con el sacramento de la Reconciliación nos ofrece la posibilidad de recuperar en su integridad el traje nupcial necesario para la fiesta. El ministerio de la Reconciliación es, por tanto, un ministerio siempre actual.
No obstante, no todos son dignos de entrar al banquete de bodas, porque no todos se han convertido, no han «comprado el traje de bodas». Con todo, podemos decir con san Pablo: «mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza en Cristo Jesús». Es él quien nos ha vestido con traje de gala, dándonos la capacidad de responder, y entrar purificados al banquete de la vida eterna, por su virtud y su gracia. Amén. 

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