Ciclo A
Mal 1, 14-2, 2-10 / Sal 130 / 1-Tes2, 7-9.13 / Mt 23,
1-12
«No hagáis
lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen»
Nos encontramos hoy ante
una dura acusación por parte de Jesús a aquellos escribas y fariseos que en su
conducta se guiaban más por aparentar externamente que por vivir de acuerdo con
la verdad.
Se da en ellos una doble
vida, una ruptura entre lo que se dice y lo que se hace. Jesús no discute la
autoridad de estos maestros y la legitimidad de su enseñanza. Tampoco está invitando
a la desobediencia. Más bien, Jesús dirige su palabra a los discípulos y al
pueblo para denunciar y prevenirlos de esa conducta errónea. Lo que se les echa
en cara no es la doctrina, sino la hipocresía.
La misión de los escribas
y fariseos en principio era buena. Ellos eran aceptados en Israel como
maestros legítimos de la Ley, encargados de estudiarla y explicarla al pueblo. De
hecho, por eso, Jesús reconoce su magisterio y ordena al pueblo que cumpla con
lo que ellos dicen. Pero, lo que resulta inaceptable es la hipocresía de aquellos
que se hacen llamar "maestros", pero son incapaces de ayudar a llevar
la carga que imponen a los demás indebidamente, haciendo así insoportable y antipático
el cumplimiento de la ley.
No podemos quedarnos en
una interpretación anacrónica de la enseñanza de este evangelio de hoy, como si
Jesús se refiriera al fariseísmo como a unas personas concretas. Jesús nos
habla hoy, golpeando al fariseísmo como enfermedad del espíritu, que ataca a hombres
y a instituciones de todos los tiempos (y ninguna área religiosa puede
considerarse inmune del contagio).
Dos son fundamentalmente
las actitudes posibles que Jesús critica. En primer lugar, la de aquellos que
pretenden hacer valer la propia tarea de responsable para obtener un cierto
status privilegiado, ser reconocidos, alabados, temidos incluso. Un cierto
despotismo clerical, que les hace incapaz de dialogar, de aceptar opiniones
distintas a las suyas, de sentirse superiores y merecedores de honra. Y el otro
punto que Jesús critica es que no hagamos lo que predicamos. Si bien es verdad
que no somos perfectos, también es igualmente verdad que el lugar que ocupamos
nos exige ser ejemplo para los demás. Es el ejemplo que san Pablo muestra en la
segunda lectura de hoy.
Jesús critica todo ese
interés en encumbrarse sobre los demás, pues uno es nuestro Padre, y todos son nuestros hermanos. La crítica de Jesús a letrados y fariseos alcanza
literalmente a todo clericalismo, también, de nuestros días. Los “Eminentísimos”,
“excelentísimos” y “reverendísimos” padres y doctores... todos esos títulos y
todas esas filacterias no son relevantes a la hora de construir la fraternidad
cristiana.
Ya en el Antiguo
Testamento, vemos cómo Malaquías reprocha a los sacerdotes del Templo que no
honran al Señor y que conducen a muchos a tropezar «con vuestra enseñanza», o
bien «con la Ley» y, además, que hagan acepción de personas; en definitiva,
corrompen la alianza que el Señor hizo con Leví. Para que su ministerio sea
eficaz (2,2-3), el profeta exhorta a los sacerdotes a vivir las virtudes que
descubre en Leví: el temor de Dios, la humildad, y la veracidad en el hablar
(2,5-6). Este último aspecto se subraya especialmente: el sacerdote no habla
por sí mismo, es mensajero, “mal’ak”,
del Señor, y sus palabras deben ser sabiduría de la Ley.
“Rabbí”, “padre” y “doctor”
eran títulos honoríficos que se daban a quienes enseñaban la Ley de Moisés.
Cuando Jesús dice a sus discípulos que no acepten estos títulos, está indicando
que el cristiano debe buscar el servicio, no el honor. San Agustín lo resumía
muy bien en una conocida frase: «Somos rectores y somos también siervos:
presidimos, pero si servimos» (Sermones
340ª).
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