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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 22 de junio de 2010

Homilía XIII Domingo del Tiempo Ordinario


¡Tú, Señor, eres el lote de mi heredad!

Hoy, podríamos muy bien llamar a este domingo “El Domingo de la entrega total”. Y es que las tres lecturas bíblicas nos llevan a considerar lo que implica la ascética del seguimiento a Dios.
En la primera lectura, contemplamos la actitud de Eliseo, quien no se resistió en absoluto ante la llamada divina a través de Elías, su maestro de vida espiritual. Y es que Dios siempre suele usar intermediarios. Eliseo respondió con desprendimiento total a lo que le pedía su vocación profética. Se reviste del manto de su maestro, como quien requiere un nuevo ser para emprender una misión divina.
El que se entrega a Dios llega a decir con el salmista: “¡Tú, Señor, eres el lote de mi heredad!”. Ya no tengo más anhelos sino estar en tus atrios, servirte para siempre, ser tu propiedad y tú, mi herencia. Tú eres mi Bien Absoluto. Frente a ti, todo es relativo, vacilante, sólo tú eres permanente. Sólo tú me sacias de alegría perpetua a tu derecha.
Ante Dios, no cabe otra respuesta que la entrega. No caben respuestas parciales. Cuenta San Francisco de Asís, que luego de pasar tres días en oración, en lo profundo de una cueva, al salir le dijo al Hermano León: «Dios me ha revelado un nombre nuevo: Dios es el “Nunca Bastante”».
Si mi respuesta a Dios no fuera absoluta, total, entonces no sería mi Dios. Lo estaría tratando como a una criatura. Para el hombre, sólo existe un absoluto: Dios y su Voluntad. Si mi libertad no la entrego al que me hace libre, me esclavizo.
Es lo nos explica san Pablo en la segunda lectura (Gálatas 5, 1. 3-18). Lo que comúnmente contemplamos y anhelamos como la mayor libertad en la tierra, es en realidad, nuestra mayor esclavitud. Y viceversa, somos plenamente libres cuando nos hacemos esclavos del amor-servicio. San Pablo nos dice que las exigencias de la carne (nuestras pasiones egoístas) son cadenas que nos esclavizan, no nos dejan realizar lo específico de nuestro ser, que es espiritual.
Y de esto es que trata el Evangelio de hoy. San Lucas nos presenta a tres personas que pretenden seguir al Señor. Jesús ha decidido subir a Jerusalén, será su último viaje a la ciudad santa en donde le espera la Cruz, el Calvario. Seguir al Maestro implica tomar la Cruz. El primero de los tres muestra aparentemente unos signos excelentes para ser discípulo de Jesús. «Te seguiré a dondequiera que vayas». El Señor no quiere entregas temerarias, por lo que le explica lo que le espera. El Señor no tiene donde reclinar la cabeza y así ha de ser la vida de los que le sigan. Desprendimiento, disponibilidad.
        El segundo es llamado por el mismo Señor: «Sígueme». Y sin embargo, parece que la llamada llegó en el momento más inoportuno. No se da cuenta de que cuando Dios llama, ése es precisamente el momento más oportuno. La disponibilidad de quien quiere seguir a Cristo ha de ser pronta, alegre, desprendida, sin condiciones.
El tercero de los discípulos, quiere volver atrás para despedirse de los suyos. “Peros” a la entrega. «Nadie que pone las manos en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios». El hombre se realiza o se pierde, según cumpla en su vida el designio concreto que sobre él tiene Dios. ¡Qué poco es una vida para entregarla a Dios!

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