Ciclo C
2- Sam 12, 7-10.13 / Sal 31 / Gal 2, 16.19-21 / Lc 7, 36-8, 3
«Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado. Dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito»
Salmo responsorial (Sal 31,1)
Estas palabras del salmo responsorial de la Misa, nos sirven para adentrarnos en el tema de este domingo. El autor sagrado, inspirado por el Espíritu Santo, cifra la auténtica felicidad humana en el estar absuelto de los pecados.
Hay quien presume de ser dichoso y vive despreocupado en medio de placeres e injusticias sin pensar siquiera en la necesidad del perdón de sus pecados. Se afanan en persuadirnos de que son felices, son los defensores de la felicidad, como si necesitaran convencernos de que son realmente felices sin Dios. Pero su misma autodefensa, delata su carencia de felicidad. La vida sin Dios es, por otra parte, una vida inhumana, sin posibilidades de un verdadero desarrollo. Las auténticas y profundas aspiraciones de la naturaleza humana quedan insatisfechas si quitamos a Dios de la existencia del hombre.
Por otro lado, los que creemos en Dios, sabemos por experiencia personal, que el sentirse perdonados por el Señor nos reporta una gran paz, una dicha incomparable. El pecado es el único peso que realmente oprime al hombre.
Al leer la segunda lectura de hoy, nos damos cuenta cómo la experiencia de la gracia y la liberación del pecado habían hecho que San Pablo experimentara no sólo una vida con Dios, sino su propia vida en Dios. Ser bautizado es haber sido sepultado en la muerte de Cristo y haber resucitado con él. San Pablo se entendía a sí mismo, como muerto en Cristo Jesús, de ahí que se atreviera a decir con toda propiedad: «Estoy crucificado con Cristo» (Ga 2, 19).
De ahí que San Pablo viviera contento, consciente de su realidad actual, es un pecador, que se sabe redimido, perdonado. “Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí...”
La experiencia de David no fue distinta a la de San Pablo. Todo lo que ocurre en el Antiguo Testamento, ocurre como imagen de lo que se desvelará en el Nuevo Testamento. La debilidad de David, narrada en la primera lectura, sirvió para que se revelará de modo más contundente y clara la misericordia de Dios, que está siempre dispuesto a perdonar nuestro pecado, si nos arrepentimos.
El evangelio de hoy es toda una cátedra, una lección de lo que es capaz de hacer el amor de Dios y el amor a Dios. El amor de Dios es capaz de perdonar la inmensidad de mis pecados, y el amor a Dios es capaz de arrancar de la misericordia divina el perdón de todas mis faltas. «Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama».
Aquella mujer salió de aquel encuentro con Jesús re-construida, renovada, porque encontró la fuente del verdadero amor. Sin embargo, Simón, no es capaz de percibir la necesidad del perdón, se cree perfecto, no es capaz de ver lo que el Señor ve sobre él, su verdad más profunda, que es un pecador. No es un pecador público, como aquella mujer a la que todos reconocen como pecadora. Tiene los pecados ocultos, y lo que es peor, tan ocultos que ya, ni él mismo los percibe.
Al acabar el banquete, Simón se quedó con sus pecados, en deuda con Dios y sin méritos. La mujer, en cambio, se fue en paz, en paz con Dios, en paz consigo misma, sólo la sociedad hipócrita seguiría marginándola. Y Jesús se marchó, de ciudad en ciudad, acompañado de mujeres como la pública pecadora, sin sonrojarse por ello, sin hacer caso de la prudencia que le hubiéramos aconsejado nosotros. A Jesús no le asustan los escándalos, sólo la dureza de corazón.
Como bien dice el dicho ...Amor con amor se paga.
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