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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Homilía XXIV Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
Ex 32,7-11. 13-14 / Sal 50 / 1- Tim 1,12-17 / Lc 15,1-32.

«Habrá alegría en el Cielo por un solo pecador que se arrepiente»

No es la primera vez que durante este Ciclo Litúrgico se nos propone la parábola del hijo pródigo o de la misericordia del Padre. No obstante, su presencia en este domingo quiere subrayar aspectos diversos de los que tenía en el cuarto domingo de Cuaresma. Entonces, se leía únicamente la parábola del hijo pródigo; hoy, en cambio, se trata de las tres parábolas de la misericordia. Entonces, la lectura se hacía en el contexto del misterio de la reconciliación; hoy, las leemos en el interior del proceso de la lectura continua de Lucas, como una de las enseñanzas típicas del evangelista, y plenamente integradas en su peculiar catequesis.
Las lecturas de este domingo nos revelan el modo de Dios salvar. Dios se goza salvando al pecador. De alguna manera, a la luz de estas lecturas, hoy descubrimos el rostro genuino de la misericordia de Dios. En Moisés, no vemos sino un reflejo, un anticipo, de lo que Cristo hizo por nosotros, intercediendo ante el Padre. Moisés se solidarizó con su pueblo, quiso correr la misma suerte que su pueblo, intercede eficazmente por ellos.
En el fondo, el pecado del pueblo de Israel  no se debe entender literalmente como una idolatría; o sea, la pretensión de divinizar un objeto. El toro joven era el símbolo natural de fuerza y de fecundidad, y en el Oriente antiguo era una de las formas de representar a la divinidad. Para Israel, estaba claro que Yahvé no puede ser visto y que si hay algún símbolo de su presencia, como por ejemplo el arca, ni es Dios ni siquiera lo representa. De modo que, el pecado del pueblo no fue ninguna apostasía. Ellos quieren seguir adorando a Yahvé, que les sacó de Egipto, pero quieren concretarlo en una representación, contra la prohibición divina. Moisés se mostrará duro y exigente cuando se encara con el pueblo, pero es porque lo ama. Ya intercedió ante Dios por ellos. Moisés no transige con el pecado, pero ama a aquel pueblo pecador, que es el suyo, y no querría cambiarlo por ningún otro.
“El único Dios, Inmortal, Invisible, quien es digno de honor y gloria” –como dice san Pablo hoy en su Carta a Timoteo, se ha dado a conocer en Jesucristo. Al igual que san Pablo, tú y yo nos sentimos objeto de la misericordia divina, que ha tenido a bien considerarnos dignos de confianza al ponernos a su servicio, se desbordó sobre nosotros la gracia al darnos la fe y el amor que provienen de Cristo. Nosotros que somos pecadores, pero Cristo Jesús nos perdonó. El Dios invisible, que no quería ser representado por ninguna imagen en el Antiguo Testamento, se ha plasmado un rostro amable y misericordioso para que no nos confundamos más de quién y cómo es Él.
Las tres parábolas de la misericordia que nos proponen hoy el Evangelio de Lucas son un ejemplo elocuente y seguro de ello. La parábola de la oveja perdida, la de la dracma recuperada y finalmente la del Padre Misericordioso, ponen siempre de relieve la alegría de recobrar lo perdido. Si un hombre o una mujer desbordan de alegría al encontrar la oveja o la moneda perdida, ¿cómo no va a desbordar de alegría Dios al encontrar al pecador? Jesús muestra con ellas el auténtico rostro de Dios sobre la tierra.
Dios se ha revelado en las parábolas como principio de un amor que busca lo perdido, que perdona y crea; que nos da la posibilidad de una existencia nueva; su alegría está precisamente en ayudar a los que están extraviados o en peligro. El evangelio se define a partir de esta revelación de amor. Jesús encarna ese perdón creador de Dios en medio de los hombres. El escándalo, del hijo mayor, imagen del de los fariseos y escribas que murmuraban, es reflejo de la actitud de un rechazo del auténtico Dios a partir de una fijación idolátrica de lo divino, al igual que el becerro hecho por las manos del pueblo israelita, que no les dejaba ver al Invisible. Hoy, nosotros debemos examinarnos en la presencia de Dios, para no dejar que nuestros estereotipos de la fe, nos impidan ver a Dios o impidan que los pecadores vean a Dios, que se alegra por el pecador que se arrepiente. Amén.

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