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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 13 de octubre de 2010

Homilía XXIX Domingo del Tiempo Ordinario


 Ciclo C
Ex 17, 8-13 / Sal 120 / 2-Tim 3, 14- 4, 2 / Lc 18, 1-8

«Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»
Lc 18, 8

Desde hace varios domingos, el Señor nos está hablando de la necesidad de la fe. Recordamos al leproso del domingo pasado que su fe le hizo andar hacia el sacerdote y por el camino quedó curado por su fe. Y el domingo anterior cuando los discípulos le pidieron al Señor aquello de: «Señor, auméntanos la fe». Hoy nos trae una parábola «para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse» y termina diciendo: «cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
Dice “esta fe”, refiriéndose a la fe que hace orar siempre y sin desanimarse, como si nos diera a entender un nuevo aspecto de la fe. Si el domingo pasado nos decía que el que tiene fe es agradecido y que el dar gracias y reconocer los dones recibidos haciendo memoria de ellos es fruto de una fe viva, hoy nos dice, que el que tiene fe es un “alma orante”, es decir, un alma que ora con constancia y sin desfallecer ni cansancio.
El que tiene fe, ora. Dejar de orar es signo de falta de fe. No viene nada mal considerar esta verdad en el mes dedicado a la oración por las Misiones. El próximo domingo celebraremos el DOMUND.
Decía el Papa Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio que: «¡La fe se fortalece dándola!» (n. 2). Si la fe es sólida, está destinada a crecer y debe abrirse a la misión. Esto es lo que permitió proclamar co-patrona de las misiones a santa Teresa del Niño Jesús, aunque nunca fue enviada a la misión. El alma de Teresita del Niño Jesús era misionera porque era un alma orante. Y esa oración la impulsaba a un acto de ofrecimiento tan fuerte como la acción misionera más fecunda del apóstol más grande que pudiera existir en cualquier territorio misionero. Decía Teresita: « ¡Oh Dios mío! Trinidad bienaventurada, deseo amarte y hacerte amar» (M.A. p. 318). Esta fue la pasión de Teresita: “hacer amar al amor”.
Precisamente de esto nos habla Jesús hoy. “Para explicar cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola...” (Lc 18, 1). La parábola es bien sencilla de entender: si un hombre malvado, como era el juez, actuó de aquella forma, qué no hará Dios con quienes son sus elegidos y le gritan de día y de noche. “Os aseguro -dice Jesús- que les hará justicia sin tardar.
Después de oír esto nos queda la impresión de que Dios está más dispuesto a dar que el hombre a pedir. En el fondo, repito, lo que ocurre es que nos falta fe. Por eso, al final de la parábola, el Señor se pregunta en tono de queja si cuando vuelva el Hijo del hombre encontrará fe en el mundo.
La primera lectura de hoy es toda una catequesis de cuán necesaria es la oración para vencer el combate espiritual. Las manos levantadas al cielo de Moisés manifiestan que al fin y al cabo, es Dios quien da la victoria. Dios no pierde nunca batallas.
San Pablo le recuerda a Timoteo, «Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado» (2 Tm 3, 14). El secreto para permanecer en lo que hemos aprendido es ser fieles a la vida de oración. No olvidemos que la victoria definitiva es la del que gana la última batalla. Acompañemos con nuestra oración a los misioneros para que sean siempre almas orantes, que arden y quemen en el amor de Dios a su paso. Amén.

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