¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 5 de octubre de 2010

Homilía XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo C
2-Re 5, 14-17 / Sal 97 / 2-Tim 2, 8-13 / Luc 17, 11-19

«… porque, si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor»
Santa Teresa de Jesús, Vida, 10, 3


El domingo pasado nos recordaba la Palabra de Dios que “el justo vivirá por su fe” (Habacuc 2, 4) y la oración de los Apóstoles a Jesús: «Señor, auméntanos la fe», era motivo de examen para nosotros que pretendemos caminar a la luz de la fe. Pero hoy, la palabra nos enseña que cuando se vive por la fe, sólo encontramos motivos para el agradecimiento. Pues, ¿Qué tienes que no hayas recibido? –dice san Pablo (1-Co 4, 7). San Agustín dice que «el pecado es lo único que no has recibido de Él. Fuera del pecado, todo lo demás que tienes lo has recibido de Dios» (Sermón 21). Cuántos Salmos de la Biblia son una continua invitación a no dejar la acción de gracias. «¡Bendice, alma mía, al Señor y no olvides ninguno de sus beneficios!» (Sal 102, 2). «Recordad las maravillas que Él ha obrado» (Sal 104, 5).
Tal parece que la actitud de acción de gracias requiere capacidad para usar la memoria, recordar, mirar hacia atrás. Hoy escuchamos a san Pablo decirle a Timoteo: «Haz memoria de Jesucristo», que es lo mismo que decirle, “recuerda cuánto ha hecho por ti”. Sólo así despertaremos a amar. Decía santa Teresa de Jesús: «porque, si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor». Es decir, nos daremos desinteresadamente a los hermanos cuanto más percibamos en nuestra vida cuánto nos ha dado Dios. La gente tacaña, calculadora, mezquina, poco generosa en la entrega y servicio, indica que no es agradecida, que no reconoce en su vida que cuanto tiene es don de Dios. Por eso viven para sí, son autosuficientes, indiferentes a la necesidad del hermano, son poco mortificadas, gente comodona, vaga. En cambio cuando vivimos en clave de agradecimiento, como san Pablo, no escatimamos recursos para entregarnos más generosamente, estamos dispuestos a sufrir por los demás.
La lógica razona: “si Dios me ha dado tanto, qué me puedo reservar para mí”. Sería ridículo. Por eso es que, los santos nos sorprenden con sus locuras en la hora del sacrificio y la entrega, no escatiman nada para el amor.
En definitiva, para hacer memoria de cuánto hemos recibido requiere una actitud de humildad. No se puede ser agradecido, si no se es humilde. Hoy, la Liturgia de la palabra nos propone dos ejemplos para aprender a ser humildes.
El primero, Naamán, el Sirio, quien era el general del ejército de Siria. Un hombre poderoso, acostumbrado a dar órdenes y someter la voluntad de otros, los demás ejecutaban su voluntad. Gozaba de poder y autoridad por causa de su cargo y prestigio, por algo llegaría a ser general de un ejército. Siendo un hombre autosuficiente, sabemos cómo le costó someterse a la autoridad del profeta Eliseo. Se le pidió algo que a su juicio era humillante: “¿Por qué tener que bañarme en un río en Israel, teniendo ríos más caudalosos en mi tierra?” La sensatez de uno de sus criados le hará abrir los ojos. “Si te hubiera pedido algo difícil, ¿No lo hubieras acometido? Cuánto más si lo que te pide es algo tan sencillo”. En otras palabras, ¡sé humilde! Dios no lo sanó, sino hasta que se humilló. Pero todavía le falta otra lección por aprender.
Piensa Naamán que se puede satisfacer a Dios con nuestros bienes. Pretende dar unos regalos para compensar la acción de Dios. ¡Qué necio somos! Pretender pagar a Dios todo el bien que me ha hecho… Eliseo no aceptó ninguna dádiva de Naamán, porque no tiene precio lo que Dios hizo por él. Naamán comprendió la lección, entonces entendió que la única manera de agradecer a Dios era poniéndose él a su servicio. Casi viene a decir: “De ahora en adelante serviré a Dios, viviré para Él, porque no encuentro mejor manera de agradecerle lo que Él ha hecho por mí.”
El otro ejemplo lo vemos en el Evangelio. Ahora se trata de otro extranjero, un samaritano leproso. Por su condición había perdido todo, la posibilidad de convivir en medio de la comunidad civil, era como una muerte en vida. Un leproso era considerado como una lacra social.
Dice el Evangelio que cuando el leproso iba de camino y vio que estaba curado, regresó a Jesús, alabando a Dios en voz alta (gritando), se postró a sus pies y le dio gracias. Se olvidó de todo lo demás, de sacerdote y ofrenda, del mandato de Jesús, etc. Lo único que importaba en aquel momento para él era reconocer delante de Jesús lo que no podría pagarle nunca, ni mil vidas si tuviera. No existen palabras, no hay modo de expresar lo que se siente. El gozo de verse sanado, es como si uno volviera a reencontrase con su vida, como si ya no pesara nada, como si se pudiera volar por el aire, como si no se tuviera cuerpo. Se ha inundado de sentido y esperanza su vida nuevamente. Dios lo ha hecho. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? El leproso no sólo reencontró el sentido a su vida por aquella acción de gracias, sino que además, su actitud le sirvió de salvación. «Levántate y vete. Tu fe te ha salvado». Tu fe te ha hecho reconocer que todo cuanto tienes viene de Dios, ha sido Dios quien lo ha hecho y ha sido un milagro patente. Cuando vivimos de fe, solo encontramos motivos para el agradecimiento.
Esa fe que sanó a Naamán y al leproso samaritano fue una fe con obras, viva, operativa. Fue una fe que se puso en camino. La humildad hizo a Naamán irse a bañar al río Jordán, la humildad hizo al leproso caminar a donde el sacerdote para presentar su testimonio de que había sido curado, sin todavía estarlo. Dios premió esa fe con la gracia concedida y es por eso que vienen a dar gracias. La fe nos hace vivir en sentido de acción de gracias, con sentido de deudores ante tanto bien concedido.
Por eso san Pablo le decía a Timoteo en la segunda lectura que estaba dispuesto a sufrir por ese evangelio hasta llevar cadenas como un malhechor, lo sobrellevaba todo por amor a los elegidos, porque en el fondo vivía a tal punto agradecido a Dios por cuanto había hecho por él, que no encontraba más sentido a su vida si no era en servicio a los demás.
Pidamos hoy, a Dios despertar al amor por el agradecimiento. Vivir como santa María, que entregó hasta su propia voluntad, precisamente porque su vida era un Magnificat, una pura acción de gracias. Amén.

No hay comentarios:

Publicar un comentario