¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Homilía XXXII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
2 Ma 7, 1-2.9-14 / Sal 16 / 2-Te 2, 16-3,5 / Lc 20, 27-38

«Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.»

Dentro de dos semanas concluiremos el tiempo litúrgico del tiempo ordinario. La Liturgia nos ha llevado de la mano, con el evangelio de san Lucas, tras los pasos de Jesús. Y al concluir este ciclo de la liturgia, seguimos el esquema de los tres evangelistas sinópticos, que ya al final de la vida pública de Jesús, nos ofrecen una serie de controversias entre las que figura ésta en la que Jesús se enfrenta con los saduceos.
En efecto, hoy el tema de la liturgia de la palabra, se relaciona con el tema de las realidades últimas. En la teología lo llamamos la “escatología”. No está nada mal que al acercarse el fin del año litúrgico, la misma palabra divina nos invite a reflexionar sobre el fin de nuestra vida.
Las palabras del salmo responsorial de hoy (Salmo 16) nos sirven de entrada para nuestra reflexión. ¿Quién sino Jesús pudo pronunciar con toda verdad estas palabras del salmo? Él, que en su pasión encarna realmente al “inocente injustamente acusado"; Él, mejor que nadie al “despertar”, en la mañana de Pascua, realmente se sacia eternamente del  rostro del Padre. Ahora bien, lejos de pedir la muerte de sus enemigos, como el salmista, oró por ellos diciendo: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". En el fondo, este salmo nos invita a considerar la realidad de la resurrección futura desde Cristo.
La fe en la resurrección de la carne y la vida futura, si bien está presente en toda la sagrada escritura, fue madurando y explicitándose poco a poco en la historia de Israel. Con todo, la verdad de la resurrección de la carne es una de las más tardías en la historia de la revelación. Hoy meditamos en la primera lectura uno de los textos más antiguos en donde por primera vez se afirma en todo el A.T. la fe en la resurrección de los cuerpos. Aunque ya en Dan 12, 2 (que está relacionado con los mismos acontecimientos históricos) se había expresado la idea de una "resurrección" o, mejor, una "revivificación" después de esta vida; en la lectura de Macabeos, se expresa con más fuerza y claridad la posibilidad de un tipo de existencia diferente al de la tierra y cerca de Dios. La fe cristiana llevará esto, por la mediación de Cristo, hasta sus límites.
También en el libro de la Sabiduría se habla de la inmortalidad (3. 1-5 y 15), pero no se dice expresamente nada sobre la resurrección corporal. Con todo, hay que dejar claro que los hebreos, a diferencia de los filósofos griegos, no admitieron nunca el dualismo antropológico del cuerpo y el alma. Por eso, confesar la inmortalidad equivalía a afirmar implícitamente la resurrección del hombre en cuerpo y alma.
El contexto del libro II de los Macabeos, que hoy meditamos es posterior al año 124 a.C. Su autor no se propone escribir una historia en sentido riguroso, sino edificar la fe de sus lectores, que son los judíos de Alejandría, pero el relato no está desposeído de cierto valor histórico ya que en efecto se alude a la persecución llevada a cabo por Antíoco IV Epífanes (175-164), quien intentó "obligar a los judíos a abandonar las costumbres tradicionales y a no gobernarse por la Ley del Señor", razón por la cual surge la sublevación judía iniciada por Judas-Macabeo, el año 167 a.C. Es de esta sublevación que nos hablan los libros de los Macabeos. No se tratan de personajes históricos sino prototipos para imitar. En ese contexto escuchamos el relato del anciano Eleazar y el relato de la madre y los siete hermanos que sufren el martirio por ser fieles a la Ley del Señor. Las expresiones de los siete hermanos antes de morir son una catequesis sobre el contraste “muerte–vida”, “tiempo-eternidad”, “la supremacía de la fe y la caducidad de lo material”.
Conservar la fe, mantener la esperanza en la vida eterna, sustentar la vida presente en los valores de la vida futura implica estar dispuestos a enfrentar a los que no tienen esa fe. San Pablo nos habla en su carta a los Tesalonicenses de esa realidad. El hecho de que "la fe no es de todos", no quiere decir que Dios no quiera que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, es que la respuesta al evangelio es un acto libre (Rm 10, 16) que el hombre puede rehusar. San Pablo sabe que la predicación evangélica provoca a veces un rechazo y una reacción violenta contra el que la hace. La difusión del evangelio no se da sin persecución por parte de los que no creen. Pero Dios es fiel y da fuerza, protegiendo del mal. Es preciso que perseveremos en este camino.
Hasta el mismo Jesús tuvo que enfrentar a los que no creían en la resurrección y la vida eterna. Los saduceos eran unos personajes relevantes en la vida política del país, pertenecían más a un partido político que a una secta religiosa. Eran los "colaboracionistas" de la ocupación romana de Palestina. No admitían más autoridad doctrinal que el Pentateuco (los 5 libros atribuidos a Moisés), razón por la que negaban la resurrección de los cuerpos, ya que en el Pentateuco no se dice nada al respecto.
Este grupo de saduceos se acerca al Maestro para ponerle una pega y con el ánimo de hacerle quedar en ridículo. Inventan una historia extraña, pero posible, teniendo en cuenta lo dispuesto por la llamada ley de "levirato" (Dt 25. 5s; Gn 38. 8).
Probablemente se trata de una objeción típica que utilizaban los saduceos en sus controversias con los fariseos, que sí creían en la resurrección.
Pero Jesús resuelve la dificultad y denuncia la ignorancia de sus adversarios sobre la Sagrada Escritura. En los sagrados libros no se dice nunca que la existencia futura de los resucitados sea exactamente igual que la vida terrena. Además Dios es poderoso para resucitar a los muertos y acabar con la necesidad de la procreación para asegurar la supervivencia de la humanidad una vez glorificada. Jesús ofrece un argumento positivo en favor de la Resurrección. Se apoya en Ex 3. 6, para argumentarle con el mismo Pentateuco, ya que era la única autoridad doctrinal aceptada por los saduceos, procediendo así según la costumbre rabínica. La fuerza del argumento está en que la Palabra de Dios con todas sus promesas a los patriarcas no valdría nada si Dios no les salvara del último enemigo, de la muerte. Si Dios salva, Dios es un Dios de vivos y no de muertos.
Habrá quien con vista miope de realista y pragmático pretenda negar nuestra fe en la resurrección final, pero la miopía nunca es la perfección en vista. En todo caso, podremos decirle que le falta capacidad para ver lo que nosotros hemos alcanzado ver y conocer por la fe. Hay certezas que sólo son tales desde una sensibilidad y un talante determinados, en este caso desde la sensibilidad y el talante nacidos de la sintonía y de la familiaridad con Dios, vida sin mezcla de muerte. Amén.

No hay comentarios:

Publicar un comentario