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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Solemnidad de Cristo Rey del Universo


Ciclo C
2-Sa, 5, 1-3 / Sal 121 / Col 1, 12-20 / Lc 23, 35-43

¡Conviene que Él reine!

Esta gran festividad fue instituida en 1925 por el Papa Pío XI, con la encíclica Quas primas, al conmemorar un año Jubilar, el décimo sexto Centenario del Concilio de Nicea, que definió y proclamó el dogma de la consubstancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de incluir las palabras cuyo reinó no tendrá fin en el Símbolo o Credo, promulgando así la real dignidad de Cristo.
Ante los regímenes políticos de aquel momento, el Papa denunciaba los regímenes políticos ateos y totalitarios que negaban los derechos de Dios y de la Iglesia. Proponía como remedio concreto a aquella situación instaurar el reino de Jesucristo en el corazón de los hombres. Y por eso escribe esa hermosa encíclica. Aún cuando la institución de la fiesta sea reciente, no así su contenido y su idea central, ya que la frase «Cristo reina» tiene su equivalente en la profesión de fe: «Jesús es el Señor», que ocupa un puesto central en la predicación de los apóstoles.
La fiesta comenzó celebrándose litúrgicamente el domingo anterior a la solemnidad de todos los santos. En la intención del Papa era que todos los hombres reconocieran la soberana autoridad de Cristo, que todos los pueblos reconocieran a Cristo como rey y le prestaran la obediencia debida a un rey.
Con todo, en 1970, el Papa Pablo VI cambió el título de la fiesta, comenzó a llamarse fiesta de Jesucristo, rey del universo y se debía celebrar el último domingo del año litúrgico. En la oración colecta expresamos: “Que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin”. De modo que el acento de la fiesta, está en el aspecto humano y espiritual, más que en el –por así decirlo— político. La oración colecta de la Misa ya no pide, como hacía en el pasado, que «se conceda a todas las familias de los pueblos someterse a la dulce autoridad de Cristo», sino que «toda criatura, libre de la esclavitud del pecado, le sirva y alabe sin fin».
El pasaje evangélico que leemos hoy es el de la muerte de Cristo, porque es en ese momento cuando Cristo empieza a reinar en el mundo. La cruz viene a ser el trono de este rey. «Había encima de él una inscripción: “Este es el Rey de los judíos”».
Nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido –dice san Pablo en la segunda lectura-. Lo ha hecho por su sangre, es decir, desde la aceptación de la cruz, del dolor. Por este Cristo, que muere crucificado por amor, Dios nos introduce en un reino donde podamos vivir reconciliados todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.
Un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz (Prefacio de la Misa). “Jesucristo no es Rey por gracia nuestra, ni por voluntad nuestra, sino por derecho de nacimiento, por derecho de filiación divino, por derecho también de conquista y de rescate”. -Así que Cristo es Rey universal de este mundo por su propia esencia y naturaleza- (S. Cirilo de Alejandría), en virtud de aquella admirable unión que llaman hipostática, la cual le da pleno dominio no sólo sobre los hombres, sino hasta sobre los Ángeles y aun sobre todas las criaturas (Pío XI).
 “Conviene, pues, que Él reine”, «oportet Illum regnare», porque su reinado "es eterno y universal, es un reinado de verdad y de vida de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz". Quiere ante todo reinar en las inteligencias, en las voluntades y en los corazones de los hombres.
El interrogante importante que hay que hacerse en la solemnidad de Cristo Rey no es si reina o no en el mundo, sino si reina o no dentro de mí; no si su realeza está reconocida por los Estados y por los gobiernos, sino si es reconocida y vivida por mí. ¿Cristo es Rey y Señor de mi vida? ¿Quién reina dentro de mí, quién fija los objetivos y establece las prioridades: Cristo o algún otro? En términos paulinos sería preguntarnos si vivo para mí mismo o si vivo para el Señor. (Rm 14, 7-9). Vivir «para uno mismo» significa vivir como quien tiene en sí mismo el propio principio y el propio fin; indica una existencia cerrada en sí misma, orientada sólo a la propia satisfacción y a la propia gloria, sin perspectiva alguna de eternidad. Vivir «para el Señor», al contrario, significa vivir por Él, esto es, en vista de Él, por y para su gloria, por y para su reino. Y de eso se trata celebrar esta fiesta. Amén.

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