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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 9 de noviembre de 2010

Homilía XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
Ma 3, 19-20 / Sal 97 / 2Te 3, 7-12 / Lc 21, 5-19

«Cuidado con que nadie os engañe...»

     Cuando el año litúrgico toca a su fin, somos convocados desde los textos bíblicos de este domingo a una reflexión escatológica: “llega el día” –dice el profeta Malaquías. Tal advertencia nos pone sobre aviso. Pero no son los cataclismos y desastres cósmicos del final los que deben hacer cambiar nuestra conducta para superar la tibieza espiritual. Siempre es momento oportuno para el cambio, pues siempre es el día propicio, el tiempo apto para honrar el nombre del Señor y quemar la paja de nuestras infidelidades.
     En este penúltimo domingo del Tiempo Ordinario, la liturgia propone la lectura del llamado “Discurso escatológico” de Jesús que tiene muchas claves a descifrar para que sea provechosa su lectura. Hoy nos ceñimos sólo a una parte del citado discurso. La contemplación de la belleza del Templo de Jerusalén dio pie a las reflexiones de Jesús.
     Jesús no tiene ningún reparo en andar por el templo, centro de la vida religiosa de Israel y enseñar desde él. Indicando así la seguridad con que lleva a cabo su misión y la autoridad de la que se siente investido. Jesús quiere dejar claro cuál ha de ser la actitud de los discípulos ante los acontecimientos históricos futuros. Aquí, el centro del relato no es el fin del mundo, el cual no vendrá enseguida (v. 9), sino poner en alerta a sus discípulos “para que nadie los engañe”.
     Lo que importa, no es conocer la fecha de la parusía, sino tener claro que “antes de todo eso”, los discípulos serán perseguidos. No serán unas persecuciones reservadas al tiempo final, sino que la persecución se convertirá en característica fundamental de la vida del cristiano mientras dure la historia del mundo.
     En medio del discurso de Jesús resuenan con fuerza dos frases que constituyen el culmen y el dato central de todo el texto: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá” y “Vuestra perseverancia os salvará”. Ambas frases provocan certeza y confianza en el discípulo que las oye. Aún cuando en nuestro tiempo podamos experimentar la angustia y la desolación de los desastres con los que el mundo parece acabarse, como pudo ser para los judíos la experiencia de la destrucción de su Templo en el 70 d.C.; en la perspectiva de Lucas, el desastre del Templo queda relativizado, no hay en ello una valoración pesimista de la historia, sino la constatación realista de lo que sucedía y que, lamentablemente, seguiría sucediendo. El mundo era y es así.
     En un mundo así es donde vive el creyente en Jesús. El creyente en Jesús no es un iluso al respecto. Pero el creyente es alguien con una paz y una confianza especiales, derivadas de su trato y familiaridad con Dios. El texto de hoy es, en primera instancia, una invitación a la paz interior y a la confianza. Jesús lo formula mucho mejor y más gráficamente: “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá”.
     Por eso, san Pablo le dice a los cristianos de Tesalónica que, apoyados en una falsa interpretación de la inminente venida del Señor, abandonaban la paciencia y el trabajo y eran una carga para los demás miembros de la comunidad, que recuerden su ejemplo, que trabajó de sus manos para no ser gravoso a nadie, ya que el cristianismo, con toda su carga real de espiritualidad, jamás nos enajena de construir la historia a través de una actividad humana productiva.
     "Concédenos vivir siempre alegres en tu servicio" oramos hoy en la oración colecta al comenzar la Misa, y es que en efecto, mientras sirvamos al Señor, el devenir de acontecimientos históricos, por pesimistas que se auguren, no deben cambiar nuestro estado de ánimo, ya que Jesús vela y cuida de sus siervos. Amén.

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