¡Bienvenidos!



«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Homilía I Domingo de Adviento





Ciclo A
Is 2, 1-5 / Sal 121 / Rm 13, 11-14 / Mt 24, 37-44

«Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor»
-Mt 24, 42-

¡Qué gran gracia es poder comenzar un nuevo tiempo de Adviento! La oración colecta de la Misa de hoy recoge el espíritu de estas cuatro semanas: «Señor, despierta en nosotros el deseo de prepararnos a la venida de Cristo con la práctica de las obras de misericordia, para que puestos a su derecha en el día del juicio, podamos entrar al reino de los cielos».
No se trata por tanto solo de estar velando, sino de estar preparados mientras vigilamos -como dice el Evangelio de hoy. El Adviento es el tiempo litúrgico que mejor nos describe lo que debe ser la actitud cristiana frente al tiempo presente. La meditación de las lecturas bíblicas que nos propone la misma liturgia será nuestro mejor método para alcanzar ese fin querido por nuestra Madre la Iglesia.
¿Cuál es nuestra actitud frente a lo sobrenatural? Porque en el fondo, eso es lo que Jesús propone con el ejemplo del Evangelio de hoy. Jesús nos recuerda lo que pasó en el Antiguo Testamento en la época de Moisés, y nos advierte que lo que pasaba entonces, no es muy diferente a lo que vemos hoy día: la gente despreocupada e insensible frente a la eternidad. La segunda venida del Hijo del Hombre se cumplirá en un momento inesperado, sorprendiendo a los hombres en lo que estén haciendo, bueno o malo. Sería un acto de suprema soberbia pretender esperar al último instante para cambiar la disposición de mi alma, para convertirme.
Vuelvo y repito: ¿Cuál es mi actitud frente a lo sobrenatural? ¿Dilato la espera del Señor o la propicio con mi actitud y anhelo? Mis obras expresan cuanto anhelo y ansío. Mi actitud frente a las cosas más corrientes de la vida –las faenas del campo, los trabajos de la casa, etc.– tiene que expresar el valor supremo que tiene en mi vida la llamada de Dios y mi respuesta como criatura al querer de mi Creador.
Precisamente la segunda lectura de hoy (Rom 13,11-14) fue la que sirvió a San Agustín en el momento de su conversión. Así lo narra en sus Confesiones VIII, cap. 12, 29. Estar preparados no es otra cosa sino estar en espíritu de lucha, espíritu de sobriedad en el uso de los bienes presentes. La vigilancia implica reconocer que tenemos un enemigo que no descansa: «vuestro enemigo el diablo anda como león rugiente buscando a quién devorar» (1-Pet 5,8). Otro enemigo del que necesitamos tener cuanta es nuestra propia carne. Dice el Señor: «Vigilad y orad para no caer en tentación, porque si bien el espíritu está pronto, la carne es débil» (Mat 26, 41).
El Adviento pide de mí una respuesta concreta, certera y personal. Caminar a la Luz del Señor, como decía el profeta Isaías, es dirigir nuestra atención hacia la espera de la segunda venida de Cristo, mientras nos preparamos a recordar su primera venida.
La Eucaristía es ya un modo de vivir esta espera. «La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo prometido por Cristo» (Jn 15,11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y “prenda de la gloria futura”. En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: «Mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» (Embolismo después del Padre Nuestro). Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará el hombre en su totalidad.» (Ecclesia de Eucharistía, n.18; Juan Pablo II). Vivamos mejor nuestro Adviento centrándonos más en este admirable sacramento. Santa María, Madre de nuestro Adviento, ruega por nosotros. Amén.    

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Solemnidad de Cristo Rey del Universo


Ciclo C
2-Sa, 5, 1-3 / Sal 121 / Col 1, 12-20 / Lc 23, 35-43

¡Conviene que Él reine!

Esta gran festividad fue instituida en 1925 por el Papa Pío XI, con la encíclica Quas primas, al conmemorar un año Jubilar, el décimo sexto Centenario del Concilio de Nicea, que definió y proclamó el dogma de la consubstancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de incluir las palabras cuyo reinó no tendrá fin en el Símbolo o Credo, promulgando así la real dignidad de Cristo.
Ante los regímenes políticos de aquel momento, el Papa denunciaba los regímenes políticos ateos y totalitarios que negaban los derechos de Dios y de la Iglesia. Proponía como remedio concreto a aquella situación instaurar el reino de Jesucristo en el corazón de los hombres. Y por eso escribe esa hermosa encíclica. Aún cuando la institución de la fiesta sea reciente, no así su contenido y su idea central, ya que la frase «Cristo reina» tiene su equivalente en la profesión de fe: «Jesús es el Señor», que ocupa un puesto central en la predicación de los apóstoles.
La fiesta comenzó celebrándose litúrgicamente el domingo anterior a la solemnidad de todos los santos. En la intención del Papa era que todos los hombres reconocieran la soberana autoridad de Cristo, que todos los pueblos reconocieran a Cristo como rey y le prestaran la obediencia debida a un rey.
Con todo, en 1970, el Papa Pablo VI cambió el título de la fiesta, comenzó a llamarse fiesta de Jesucristo, rey del universo y se debía celebrar el último domingo del año litúrgico. En la oración colecta expresamos: “Que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin”. De modo que el acento de la fiesta, está en el aspecto humano y espiritual, más que en el –por así decirlo— político. La oración colecta de la Misa ya no pide, como hacía en el pasado, que «se conceda a todas las familias de los pueblos someterse a la dulce autoridad de Cristo», sino que «toda criatura, libre de la esclavitud del pecado, le sirva y alabe sin fin».
El pasaje evangélico que leemos hoy es el de la muerte de Cristo, porque es en ese momento cuando Cristo empieza a reinar en el mundo. La cruz viene a ser el trono de este rey. «Había encima de él una inscripción: “Este es el Rey de los judíos”».
Nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido –dice san Pablo en la segunda lectura-. Lo ha hecho por su sangre, es decir, desde la aceptación de la cruz, del dolor. Por este Cristo, que muere crucificado por amor, Dios nos introduce en un reino donde podamos vivir reconciliados todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.
Un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz (Prefacio de la Misa). “Jesucristo no es Rey por gracia nuestra, ni por voluntad nuestra, sino por derecho de nacimiento, por derecho de filiación divino, por derecho también de conquista y de rescate”. -Así que Cristo es Rey universal de este mundo por su propia esencia y naturaleza- (S. Cirilo de Alejandría), en virtud de aquella admirable unión que llaman hipostática, la cual le da pleno dominio no sólo sobre los hombres, sino hasta sobre los Ángeles y aun sobre todas las criaturas (Pío XI).
 “Conviene, pues, que Él reine”, «oportet Illum regnare», porque su reinado "es eterno y universal, es un reinado de verdad y de vida de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz". Quiere ante todo reinar en las inteligencias, en las voluntades y en los corazones de los hombres.
El interrogante importante que hay que hacerse en la solemnidad de Cristo Rey no es si reina o no en el mundo, sino si reina o no dentro de mí; no si su realeza está reconocida por los Estados y por los gobiernos, sino si es reconocida y vivida por mí. ¿Cristo es Rey y Señor de mi vida? ¿Quién reina dentro de mí, quién fija los objetivos y establece las prioridades: Cristo o algún otro? En términos paulinos sería preguntarnos si vivo para mí mismo o si vivo para el Señor. (Rm 14, 7-9). Vivir «para uno mismo» significa vivir como quien tiene en sí mismo el propio principio y el propio fin; indica una existencia cerrada en sí misma, orientada sólo a la propia satisfacción y a la propia gloria, sin perspectiva alguna de eternidad. Vivir «para el Señor», al contrario, significa vivir por Él, esto es, en vista de Él, por y para su gloria, por y para su reino. Y de eso se trata celebrar esta fiesta. Amén.

martes, 9 de noviembre de 2010

Homilía XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
Ma 3, 19-20 / Sal 97 / 2Te 3, 7-12 / Lc 21, 5-19

«Cuidado con que nadie os engañe...»

     Cuando el año litúrgico toca a su fin, somos convocados desde los textos bíblicos de este domingo a una reflexión escatológica: “llega el día” –dice el profeta Malaquías. Tal advertencia nos pone sobre aviso. Pero no son los cataclismos y desastres cósmicos del final los que deben hacer cambiar nuestra conducta para superar la tibieza espiritual. Siempre es momento oportuno para el cambio, pues siempre es el día propicio, el tiempo apto para honrar el nombre del Señor y quemar la paja de nuestras infidelidades.
     En este penúltimo domingo del Tiempo Ordinario, la liturgia propone la lectura del llamado “Discurso escatológico” de Jesús que tiene muchas claves a descifrar para que sea provechosa su lectura. Hoy nos ceñimos sólo a una parte del citado discurso. La contemplación de la belleza del Templo de Jerusalén dio pie a las reflexiones de Jesús.
     Jesús no tiene ningún reparo en andar por el templo, centro de la vida religiosa de Israel y enseñar desde él. Indicando así la seguridad con que lleva a cabo su misión y la autoridad de la que se siente investido. Jesús quiere dejar claro cuál ha de ser la actitud de los discípulos ante los acontecimientos históricos futuros. Aquí, el centro del relato no es el fin del mundo, el cual no vendrá enseguida (v. 9), sino poner en alerta a sus discípulos “para que nadie los engañe”.
     Lo que importa, no es conocer la fecha de la parusía, sino tener claro que “antes de todo eso”, los discípulos serán perseguidos. No serán unas persecuciones reservadas al tiempo final, sino que la persecución se convertirá en característica fundamental de la vida del cristiano mientras dure la historia del mundo.
     En medio del discurso de Jesús resuenan con fuerza dos frases que constituyen el culmen y el dato central de todo el texto: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá” y “Vuestra perseverancia os salvará”. Ambas frases provocan certeza y confianza en el discípulo que las oye. Aún cuando en nuestro tiempo podamos experimentar la angustia y la desolación de los desastres con los que el mundo parece acabarse, como pudo ser para los judíos la experiencia de la destrucción de su Templo en el 70 d.C.; en la perspectiva de Lucas, el desastre del Templo queda relativizado, no hay en ello una valoración pesimista de la historia, sino la constatación realista de lo que sucedía y que, lamentablemente, seguiría sucediendo. El mundo era y es así.
     En un mundo así es donde vive el creyente en Jesús. El creyente en Jesús no es un iluso al respecto. Pero el creyente es alguien con una paz y una confianza especiales, derivadas de su trato y familiaridad con Dios. El texto de hoy es, en primera instancia, una invitación a la paz interior y a la confianza. Jesús lo formula mucho mejor y más gráficamente: “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá”.
     Por eso, san Pablo le dice a los cristianos de Tesalónica que, apoyados en una falsa interpretación de la inminente venida del Señor, abandonaban la paciencia y el trabajo y eran una carga para los demás miembros de la comunidad, que recuerden su ejemplo, que trabajó de sus manos para no ser gravoso a nadie, ya que el cristianismo, con toda su carga real de espiritualidad, jamás nos enajena de construir la historia a través de una actividad humana productiva.
     "Concédenos vivir siempre alegres en tu servicio" oramos hoy en la oración colecta al comenzar la Misa, y es que en efecto, mientras sirvamos al Señor, el devenir de acontecimientos históricos, por pesimistas que se auguren, no deben cambiar nuestro estado de ánimo, ya que Jesús vela y cuida de sus siervos. Amén.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Homilía XXXII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo C
2 Ma 7, 1-2.9-14 / Sal 16 / 2-Te 2, 16-3,5 / Lc 20, 27-38

«Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.»

Dentro de dos semanas concluiremos el tiempo litúrgico del tiempo ordinario. La Liturgia nos ha llevado de la mano, con el evangelio de san Lucas, tras los pasos de Jesús. Y al concluir este ciclo de la liturgia, seguimos el esquema de los tres evangelistas sinópticos, que ya al final de la vida pública de Jesús, nos ofrecen una serie de controversias entre las que figura ésta en la que Jesús se enfrenta con los saduceos.
En efecto, hoy el tema de la liturgia de la palabra, se relaciona con el tema de las realidades últimas. En la teología lo llamamos la “escatología”. No está nada mal que al acercarse el fin del año litúrgico, la misma palabra divina nos invite a reflexionar sobre el fin de nuestra vida.
Las palabras del salmo responsorial de hoy (Salmo 16) nos sirven de entrada para nuestra reflexión. ¿Quién sino Jesús pudo pronunciar con toda verdad estas palabras del salmo? Él, que en su pasión encarna realmente al “inocente injustamente acusado"; Él, mejor que nadie al “despertar”, en la mañana de Pascua, realmente se sacia eternamente del  rostro del Padre. Ahora bien, lejos de pedir la muerte de sus enemigos, como el salmista, oró por ellos diciendo: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". En el fondo, este salmo nos invita a considerar la realidad de la resurrección futura desde Cristo.
La fe en la resurrección de la carne y la vida futura, si bien está presente en toda la sagrada escritura, fue madurando y explicitándose poco a poco en la historia de Israel. Con todo, la verdad de la resurrección de la carne es una de las más tardías en la historia de la revelación. Hoy meditamos en la primera lectura uno de los textos más antiguos en donde por primera vez se afirma en todo el A.T. la fe en la resurrección de los cuerpos. Aunque ya en Dan 12, 2 (que está relacionado con los mismos acontecimientos históricos) se había expresado la idea de una "resurrección" o, mejor, una "revivificación" después de esta vida; en la lectura de Macabeos, se expresa con más fuerza y claridad la posibilidad de un tipo de existencia diferente al de la tierra y cerca de Dios. La fe cristiana llevará esto, por la mediación de Cristo, hasta sus límites.
También en el libro de la Sabiduría se habla de la inmortalidad (3. 1-5 y 15), pero no se dice expresamente nada sobre la resurrección corporal. Con todo, hay que dejar claro que los hebreos, a diferencia de los filósofos griegos, no admitieron nunca el dualismo antropológico del cuerpo y el alma. Por eso, confesar la inmortalidad equivalía a afirmar implícitamente la resurrección del hombre en cuerpo y alma.
El contexto del libro II de los Macabeos, que hoy meditamos es posterior al año 124 a.C. Su autor no se propone escribir una historia en sentido riguroso, sino edificar la fe de sus lectores, que son los judíos de Alejandría, pero el relato no está desposeído de cierto valor histórico ya que en efecto se alude a la persecución llevada a cabo por Antíoco IV Epífanes (175-164), quien intentó "obligar a los judíos a abandonar las costumbres tradicionales y a no gobernarse por la Ley del Señor", razón por la cual surge la sublevación judía iniciada por Judas-Macabeo, el año 167 a.C. Es de esta sublevación que nos hablan los libros de los Macabeos. No se tratan de personajes históricos sino prototipos para imitar. En ese contexto escuchamos el relato del anciano Eleazar y el relato de la madre y los siete hermanos que sufren el martirio por ser fieles a la Ley del Señor. Las expresiones de los siete hermanos antes de morir son una catequesis sobre el contraste “muerte–vida”, “tiempo-eternidad”, “la supremacía de la fe y la caducidad de lo material”.
Conservar la fe, mantener la esperanza en la vida eterna, sustentar la vida presente en los valores de la vida futura implica estar dispuestos a enfrentar a los que no tienen esa fe. San Pablo nos habla en su carta a los Tesalonicenses de esa realidad. El hecho de que "la fe no es de todos", no quiere decir que Dios no quiera que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, es que la respuesta al evangelio es un acto libre (Rm 10, 16) que el hombre puede rehusar. San Pablo sabe que la predicación evangélica provoca a veces un rechazo y una reacción violenta contra el que la hace. La difusión del evangelio no se da sin persecución por parte de los que no creen. Pero Dios es fiel y da fuerza, protegiendo del mal. Es preciso que perseveremos en este camino.
Hasta el mismo Jesús tuvo que enfrentar a los que no creían en la resurrección y la vida eterna. Los saduceos eran unos personajes relevantes en la vida política del país, pertenecían más a un partido político que a una secta religiosa. Eran los "colaboracionistas" de la ocupación romana de Palestina. No admitían más autoridad doctrinal que el Pentateuco (los 5 libros atribuidos a Moisés), razón por la que negaban la resurrección de los cuerpos, ya que en el Pentateuco no se dice nada al respecto.
Este grupo de saduceos se acerca al Maestro para ponerle una pega y con el ánimo de hacerle quedar en ridículo. Inventan una historia extraña, pero posible, teniendo en cuenta lo dispuesto por la llamada ley de "levirato" (Dt 25. 5s; Gn 38. 8).
Probablemente se trata de una objeción típica que utilizaban los saduceos en sus controversias con los fariseos, que sí creían en la resurrección.
Pero Jesús resuelve la dificultad y denuncia la ignorancia de sus adversarios sobre la Sagrada Escritura. En los sagrados libros no se dice nunca que la existencia futura de los resucitados sea exactamente igual que la vida terrena. Además Dios es poderoso para resucitar a los muertos y acabar con la necesidad de la procreación para asegurar la supervivencia de la humanidad una vez glorificada. Jesús ofrece un argumento positivo en favor de la Resurrección. Se apoya en Ex 3. 6, para argumentarle con el mismo Pentateuco, ya que era la única autoridad doctrinal aceptada por los saduceos, procediendo así según la costumbre rabínica. La fuerza del argumento está en que la Palabra de Dios con todas sus promesas a los patriarcas no valdría nada si Dios no les salvara del último enemigo, de la muerte. Si Dios salva, Dios es un Dios de vivos y no de muertos.
Habrá quien con vista miope de realista y pragmático pretenda negar nuestra fe en la resurrección final, pero la miopía nunca es la perfección en vista. En todo caso, podremos decirle que le falta capacidad para ver lo que nosotros hemos alcanzado ver y conocer por la fe. Hay certezas que sólo son tales desde una sensibilidad y un talante determinados, en este caso desde la sensibilidad y el talante nacidos de la sintonía y de la familiaridad con Dios, vida sin mezcla de muerte. Amén.