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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 11 de enero de 2011

Homilía II Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Is 49, 3.5-6 / Sal 39 / 1-Co 1, 1-3 / Jn 1, 29-34

Hemos comenzado el tiempo ordinario en la sagrada liturgia. Por ser llamado “ordinario”, no deja de ser importante en nuestro itinerario de la fe. Recordemos siempre que nuestra vida ordinaria y corriente es el camino por el que vamos al cielo. La belleza de este tiempo está en el hecho que nos invita a vivir nuestra vida ordinaria como un itinerario de santidad, y por tanto de fe y de amistad con Jesús, constantemente descubierto y redescubierto como Maestro y Señor, Camino, Verdad y Vida del hombre.
Hoy la liturgia de la Palabra parece invitarnos a considerar que dar a conocer a Jesús es la misión y el compromiso más importante que tenemos en la tierra. Tenemos una gran responsabilidad frente al mundo y a la humanidad: la tarea de hacer que la salvación de Dios llegue hasta los confines de la tierra.
En la primera lectura, meditamos en la misión del Siervo de Yahvé, la restauración de las tribus de Israel, es una llamada a trascender los límites nacionales de su cultura, es luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel. «Te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra» (Hechos 13, 46-47).
Por eso, la Iglesia entiende su misión como un dar a conocer la verdad sobre Jesucristo, Luz  que ilumina a todo a todo hombre. «La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), «resplandor de su gloria» (Hb 1, 3), «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14): él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Por esto, la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el concilio Vaticano II, la respuesta es la persona misma de Jesucristo: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (GS, 22) - Juan Pablo II, Enc. Veritais splendor, n.2-.
Así se entiende por qué San Pablo escribía a los Corintios, con aquella fuerza de la convicción, haciéndoles entender la grandeza de su dignidad y vocación. Les llamaba «iglesia de Dios, los santificados (consagrados) en Cristo Jesús, llamados a ser santos».
Esta es la misión nuestra tras haber recibido la gracia del bautismo, ser santos invocando a Jesucristo como nuestro santificador y salvador. Eso sólo ha sido posible por haber sido lavados en la sangre del Cordero que quita el pecado del mundo. San Juan Bautista llama a Jesucristo «Cordero de Dios». Este nombre alude al sacrificio redentor de Cristo, tal como Isaías ya lo había profetizado en los poemas del Siervo de Yahvéh, cuando hablaba de los sufrimientos del Siervo.
De igual modo que la sangre del cordero pascual, rociada sobre las puertas de las casas, había servido para librar de la muerte a los primogénitos de los israelitas en Egipto (Ex 12, 6-7); así Cristo, será la víctima en el sacrificio del Calvario a favor de toda la humanidad. San Pablo lo expresa diciendo: «Nuestro Cordero Pascual, Cristo, ha sido inmolado» (1-Co 5, 7).
El sacerdote pronuncia estas palabras del Bautista antes de administrar la Sagrada Comunión, porque Comulgar es participar del sacrificio de Cristo.
«Es poco que seas mi siervo sólo para restablecer las tribus de Jacob y reunir a los sobrevivientes de Israel; te voy a convertir en luz de las naciones, para que mi salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra» (Isaías 49, 6). O sea, es poco lo que hacemos mientras no demos a conocer a Jesucristo a nuestro alrededor, mientras no demos a conocer al mundo esta luz, que ha iluminado y transformado nuestra vida de tinieblas a claridad. Hemos de tomar como punto de referencia la vida de san Juan el Bautista. Amén.

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