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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 1 de febrero de 2011

Homilía V Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Is 58, 7-10 / Sal 111, 4-9 / 1-Co 2, 1-15 / Mt 5, 13-16

«Vosotros sois la luz del mundo...»

          Las dos pequeñas parábolas de la sal y de la luz que leemos en el evangelio de hoy enlazan directamente con el inicio del sermón del monte (las bienaventuranzas) que nos fue proclamado el domingo pasado, y se dirigen a los mismos oyentes: a los discípulos.
          Las bienaventuranzas terminan diciendo: "Vosotros sois dichosos cuando...", y el texto de hoy comienza diciendo: “Vosotros sois...” De modo que si las Bienaventuranzas nos definían el perfil del “discípulo de Jesús”; ahora, con este par de parábolas -que expresan el pensamiento de Jesús con imágenes muy familiares a los oyentes- se nos indica cuál es la misión de los discípulos en el mundo, ante los hombres. La primera imagen es la de la sal. Los discípulos -y todos los seguidores de Cristo- son la sal de la tierra, de los hombres.
          ¿Qué significa “ser sal”? En la antigüedad, las víctimas que se sacrificaban en el culto a Dios, antes de ser sacrificadas, eran cubiertas totalmente de sal y, en este sentido, la misión de los discípulos sería la de disponer la tierra para ser aceptable a Dios. Pero además, el uso doméstico y cotidiano de la sal (artículo imprescindible y de primera necesidad en cualquier hogar), usada para dar gusto, purificar y conservar, nos hace pensar que el discípulo debe conservar y dar gusto al mundo de los hombres en su alianza con Dios. Y del mismo modo que lo hace la sal: de forma discreta y prácticamente sin
aparecer a la vista.
          En Palestina se usaba sal procedente del mar Muerto, bastante impura y que podía perder el gusto; entonces no servía absolutamente para nada, como el discípulo que no realiza su misión.
          La segunda imagen es la de la luz, de fuerte raigambre bíblica. Ya lo vemos en la primera lectura de hoy (Isaías 58). Si Dios se ha revelado bajo la imagen de la luz y Cristo utilizó para sí esa misma imagen: Él es la luz del mundo (Jn 8, 12). Los discípulos deben serlo en tanto que están unidos a Cristo, que forman su pueblo, el nuevo Israel. Las casas de la gente sencilla, de una sola habitación, eran iluminadas por una lamparilla colgada en el techo, y posiblemente un celemín u otro utensilio casero era utilizado como apagavelas; por eso podemos entender “meter una vela bajo el celemín” como sinónimo de apagarla. ¡No se enciende una luz para apagarla enseguida! Su misión es iluminar a todos los de casa.
          El testimonio del Evangelio que dan los discípulos y las obras que realizan de acuerdo con este Evangelio -cuyo primer anuncio son las bienaventuranzas- deben ser luz para todos, para que los hombres conozcan quién es Dios y le den gloria. Con palabras de la segunda lectura (1-Cor 2, 1): viendo las obras de los discípulos, los hombres tienen que ver “el poder de Dios” que actúa en los creyentes y deben sentirse atraídos hacia El. Pero hay algo importante: la sal sólo sirve si está fuera del salero. Isaías nos dice cómo debemos salir del "salero". «Cuando destierres de ti la opresión, el gesto
amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía».
          El profeta nos indica con claridad dónde se puede detectar la presencia de Dios y escuchar su respuesta. En abrirse y ayudar al hermano necesitado se descubre a Dios y a la fe. Aquí tenemos contrastados el camino de la luz y el de las tinieblas. Qué es lo que hay que hacer y qué es lo que hay que evitar. ¡Abrámonos, hermanos a la luz! Amén.

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