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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 15 de febrero de 2011

Homilía VII Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Lv 19, 1-2.17-18 / Sal 102 / 1-Co 3, 16-23 / Mt 5, 38-48

“Habéis oído que se dijo... Yo, en cambio, os digo”.

Continuamos escuchando a Jesús en el Sermón de la Montaña. Allí nos sigue revelando el sentido pleno de la Ley, que es Él mismo. Como el propio Jesús afirma, él no ha venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud. El texto que se proclama hoy, completa las últimas dos contraposiciones que escuchábamos el domingo pasado. En total han sido seis, y éstas dos últimas son relativas al prójimo.
Jesús se opone con autoridad mesiánica al código moral de la Antigua Alianza.

Allá regía la Ley del Talión, que reclama: “Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie…” (Ex 21, 24-25). Cristo contrasta con el legalismo moral del Antiguo Testamento, que enseñaba que Caín debía ser vengado siete veces, y Lamek, setenta y siete. Cristo enseñará más bien que hay que perdonar hasta setenta veces siete. Más aún, escuchamos hoy el consejo de ofrecer la otra mejilla y a quien nos pone pleito para reclamar la túnica, darle también el manto; y si nos requieren para caminar una milla, caminar dos; dar al que pide, etc.

Todo el comportamiento y mandato de Cristo implica una novedad de vida tan paradójica como las Bienaventuranzas, que sin duda requieren una justicia (una santidad) mayor que la de los expertos en la Ley. La santidad que implicaba la Ley Antigua no estaba del todo completada. A pesar de que Dios invitaba a imitarle amando al prójimo y a “ser santos, porque él es santo”, este estado de santidad requería ir progresando. Decía el Levítico: “No te vengarás... No tendrás ningún pensamiento de odio contra tu hermano...”, pero con todo se trataba de un intento de establecer relaciones sociales entre miembros de un mismo clan. El prójimo allí, son los hijos de Israel, no los extranjeros.

Pero la revelación gradual de la Ley nos irá situando a otro nivel. El Salmo responsorial expresa la manera que el Señor tiene de conducirse con nosotros: no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Al elevarse así a la dignidad de perdonador, el cristiano se coloca en el mismo plano de Dios. La venganza no es reconocida como una actitud propia de un hombre de Dios. El que quiera ser perfecto como el Señor es perfecto, tiene que amar a su prójimo.

El evangelio nos invitará incluso a amar al propio enemigo. Ya no se trata de limitarse a no tomar venganza, sino a amar. Incluso hay que pedir por el enemigo. Actuar como Cristo aconseja que se actúe, es portarse como hijo del Padre que está en los cielos. Quien sigue este mandato, se coloca a la altura de Dios, que hace salir el sol sobre justos e injustos. La característica del cristiano, que le distingue de los publicanos y de los gentiles, es la actitud de perdón y de amor al prójimo. Quienes siguen este programa, coinciden en la perfección con el mismo Padre celestial, que es perfecto. El evangelio nos propone parecernos al Padre celestial en su perfección. El amor al prójimo continuará siendo hasta el fin la verdadera característica del cristiano. Lecturas como las de este domingo deben mantener el sentido crítico de la vida cristiana de hoy. ¿Existen aún cristianos tentados por la ilusión de que viven una vida cristiana sin tener un amor real a los demás, incluido el enemigo? Respondamos personalmente a esta inquietud. Amén.

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