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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 9 de febrero de 2011

Homilía VI Domingo del Tiempo Ordinario


Ciclo A
Sir 15, 16-21 / Sal 118 / 1-Cor 2, 6-10 / Mt 5, 17-37

«Dichosos los que caminan en la voluntad del Señor» 
Salmo 118

Esta frase que nos hace cantar el salmo responsorial puede resumir bien el espíritu de las lecturas de hoy. Seguimos escuchando el Sermón de la Montaña de Jesús. Los destinatarios de las palabras de Jesús son los mismos que hace dos domingos eran declarados “bienaventurados” y el domingo pasado eran designados “sal de la tierra y luz del mundo”. Sin embargo, el texto de hoy ya no va a tratar de ellos, de sus dificultades y funciones, sino de Jesús y de sus relaciones con la Ley y los Profetas.

Es un domingo en que la Palabra de Dios se puede llamar claramente “moral”, así como otros días es “histórica” o “dogmática” sobre el misterio de salvación. Esta “dimensión moral” de la vida cristiana, es tanto más necesaria y urgente considerarla hoy, cuando nuestra generación parece haber perdido la “conciencia moral”. El Papa Benedicto XVI, desde el comienzo de su pontificado nos ponía sobre aviso del reto de esta nueva cultura imperante, que pretende “no reconocer nada como definitivo y que deja sólo como medida última al propio YO y sus apetencias”. Le llama, con brillantez poética, “la dictadura del relativismo”, que pretende imponer, por vía de fuerza, el principio de que todas las opiniones valen lo mismo, y por tanto, que nada valen en sí mismas, sino sólo en función de los votos que las respaldan. El relativismo pretende decirnos que no hay verdad, y si no hay verdad, todas las opiniones valen lo mismo, pierde todo su sentido el dilema entre el bien y el mal.

Hoy el libro del Eclesiástico aborda, precisamente el problema humano de la responsabilidad del pecador al ejercer su libertad. No es posible que el pecador haga responsable de sus pecados a Dios y le eche la culpa. El buen sentido dice que «el Señor aborrece la maldad y la blasfemia» (v.13). Por tanto, también han de aborrecerlas quienes lo temen. El responsable de sus culpas es el hombre, al que «el Señor creó y lo dejó en manos de su albedrío» (v.14). Es el hombre, y sólo él, quien debe escoger entre lo que tiene delante: agua y fuego, vida y muerte. Sólo el hombre, haciendo mal uso de su libertad, es responsable del mal de su historia.

Precisamente en la predicación de san Pablo en su Carta a los Corintios, expone la Sabiduría de Dios en contraste con la del mundo. “Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este mundo...” La predicación de Pablo se centra en la sabiduría de Dios manifestada en Cristo resucitado. Pero, para comprenderla, es necesaria la fe. Pablo contrapone el plan de Dios con la actitud del hombre seguro de sí, cerrado sobre él mismo, confiado en su estrecha visión de la realidad.

Los filósofos paganos no han sabido reconocer a Dios y los escribas y doctores de la Ley, en el judaísmo, no han reconocido a Jesús como el Mesías esperado. La sabiduría de Dios ha permanecido “escondida” en la Cruz, escándalo para los judíos y necedad para los paganos.

Por eso las palabras de Jesús hoy responden de modo pleno al problema moral. «No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud». Jesús reconoce el A.T. como palabra de Dios, pero no como palabra definitiva, ya que para pronunciar precisamente esta palabra definitiva vino él al mundo.

Jesús viene a decirnos hoy que el camino de la libertad interior del hombre no está en el cumplimiento legalista de la Ley, sino en la bondad de las acciones, que tiene como fuente la bondad del propio corazón. Sólo un corazón convertido puede realizar obras buenas. Sólo un corazón abierto a la plenitud del sentido de la Ley, que es Cristo, puede comprender los valores del reino de los cielos. Amén.

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