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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

martes, 31 de mayo de 2011

Homilía VII Domingo de Pascua



Ciclo A
Hch 1, 1-11 / Sal 46 / Ef 1, 17-23 / Mt 28, 16-20

La Ascensión del Señor

La resurrección, la ascensión y pentecostés son aspectos diversos del misterio pascual. Si se presentan como momentos distintos y se celebran como tales en la liturgia, es para poner de relieve el rico contenido que hay en el hecho de pasar Cristo de este mundo al Padre.

La resurrección subraya la victoria de Cristo sobre la muerte, la ascensión su retorno al Padre y la toma de posesión del reino y pentecostés, su nueva forma de presencia en la historia. La Ascensión no es más que una consecuencia de la resurrección, hasta tal punto que la resurrección es la verdadera y real entrada de Jesús en la gloria. Mediante la resurrección, Cristo entra definitivamente en la gloria del Padre.

Nos dice hoy la Palabra que «Apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del Reino de Dios». Los cuarenta días en el Antiguo y Nuevo Testamento representan un período de tiempo significativo, durante el cual el hombre o todo un pueblo se encuentra recluido en la soledad y en la proximidad de Dios para después volver al mundo con una gran misión encomendada por Dios.

Con el acontecimiento de la Ascensión, se termina una serie de apariciones del Resucitado. ¿Dónde estaba Jesús durante los cuarenta días después de Pascua, cuando se aparecía a sus discípulos? ¿Estaba solitario en algún lugar de Palestina del que salía de cuando en cuando para ver a sus discípulos? ¡NO! Jesús estaba ya «junto al Padre» y «desde allí» se hacía visible y tangible a los suyos. Junto al Padre, estaba ya desde su resurrección y con nosotros, permanece aún después de subir al Padre.


En la Ascensión, no se da una partida, que da lugar a una despedida; es una desaparición, que da lugar a una presencia distinta. Jesús no se va, deja de ser visible. En la Ascensión, Cristo no nos dejó huérfanos, sino que se instaló más definitivamente entre nosotros con otras formas de presencia. «Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos». Así lo había prometido y así lo cumplió. Por la Ascensión, Cristo no se fue a otro lugar, sino que entró en la plenitud de su Padre como Dios y como hombre. Y precisamente por eso se puso más que nunca en relación con cada uno de nosotros.

Por esto, es muy importante entender qué queremos decir cuando afirmamos que Jesús se fue al cielo o que está sentado a la derecha de Dios Padre. La única manera de convertir la Ascensión en una fiesta es comprender a fondo la diferencia radical que existe entre una “desaparición y una partida”. Una partida da lugar a una ausencia. Una desaparición inaugura una presencia oculta. Por la Ascensión, Cristo se hizo invisible. Entra en la participación de la omnipotencia del Padre, fue plenamente glorificado, exaltado, espiritualizado en su humanidad. Y debido a esto, se halla más que nunca en relación con cada uno de nosotros.

Si la Ascensión fuera la partida de Cristo, deberíamos entristecernos y echarlo de menos. Pero, afortunadamente, no es así. Cristo permanece con nosotros "siempre hasta la consumación del mundo". San Pablo dice: "subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia" (Ef 4, 10). Por eso hoy, esta fiesta nos llena de alegría y nos prepara para celebrar en grande la Fiesta de Pentecostés. Amén.

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