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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

sábado, 9 de julio de 2011

Homilía XV Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

Leyendo a un Padre de la Iglesia de principios del siglo IV, San Atanasio de Alejandría, en una de sus homilías sobre la parábola del Evangelio que hoy meditamos (Mt 13, 1-23), decía: “Al hombre le toca sembrar; a Dios, dar el crecimiento”. Siguiendo el juego de la imagen de la parábola, no dejaba de distinguir que si bien Jesús es el Sembrador y es él quien esparce el grano de trigo por entre las mieses; sin embargo, Él dijo de sí mismo también: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». De modo que, Él mismo se hizo grano de trigo espiritual, que cayó en un lugar concreto y resucitó fecundo en el mundo entero. Muriendo por nosotros, demostró la fecundidad de su vida. Su simiente es capaz de darnos vida.

Jesús mismo es la Semilla y el Sembrador. Salió el sembrador a sembrar. Jesús, es en verdad quien esparce generosamente la semilla, su Palabra. Pero la cuantía del
fruto, dependerá de la calidad del terreno. Pues en terreno pedregoso, fácilmente se seca la semilla. No por impotencia de la simiente, sino por culpa de la tierra, pues mientras la semilla está llena de vitalidad, la tierra es estéril por falta de profundidad. Cuando la tierra no mantiene la humedad, los rayos solares penetrando con más fuerza resecan la simiente: no ciertamente por defectuosidad en la semilla, sino por culpa del suelo.

Si la semilla cae en una tierra llena de zarzas, la vitalidad de la semilla acaba siendo ahogada por las zarzas, que no permiten que la virtualidad interior se desarrolle, debido a un condicionante exterior. En cambio, si la semilla cae en tierra buena no siempre produce idéntico fruto; sino unas veces el treinta, otras el sesenta y otras el ciento por uno. La semilla es la misma, los frutos diversos, como diversos son también los resultados espirituales en los que son instruidos.

Esta reflexión de San Atanasio, nos debe hacer pensar en la actitud y disposición con la que nos acercamos cada domingo a la Liturgia. El sembrador de la doctrina es Jesús, el Hijo unigénito de Dios, quien sigue pasando por nuestros sembrados. Su semilla es enseñanza densa de admirable doctrina. Pasa hoy por nuestra Liturgia con la misma fuerza arrolladora con la que su semilla es capaz de hacer grandes milagros. No es lo mismo sembrar en primavera, que en invierno o en verano. Pero eso no es lo importante ahora, es necesario no desestimar la eficacia de la semilla, de la Palabra que es capaz de dar vida y fruto en nosotros. Incluso tu y yo, hoy somos sembradores de la semilla, pero el hombre aunque hagamos ciertamente todo lo que está en nuestras manos; no está a nuestro alcance el hacer fructificar. “Al hombre le toca sembrar; a Dios, dar el crecimiento”.

Por medio de los apóstoles, sembró Jesús la palabra del reino de los cielos por toda la tierra. De igual modo, Jesús se sirve hoy de su Iglesia en su Liturgia para esparcir su semilla. El oído que ha escuchado la predicación la retiene en su interior; y echará frutos en tanto en cuanto frecuente asiduamente la Iglesia. Nos reunimos hoy en un mismo local tanto los productores de trigo como de cizaña; así el infiel como el hipócrita, desconocemos las condiciones del terreno que tenemos al frente: pero cuando la doctrina se traduce en obras y adquiere solidez el fruto de las fatigas, entonces aparece quién es fiel y quién es hipócrita. Que miremos cada uno, qué es ante esta Palabra que se nos proclama. Amén.

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