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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 20 de julio de 2011

Homilía XVII Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

1-Re 3, 5-13 / Sal 118 / Rom 8, 28-30 / Mt 13, 44-52

«Dame un corazón dócil, para discernir el mal del bien»
(1-Re 3, 9)

Estas palabras del joven rey Salomón, quien pidió a Dios que le concediera el tesoro de un corazón dócil e inteligente para poder discernir el mal del bien, nos sirven de punto de partida para adentrarnos en la riqueza de la liturgia de este domingo.

Al Señor le agradó la petición de Salomón, porque antepuso la bondad y la sabiduría a los bienes terrenos. Un corazón bueno e inteligente es un tesoro mayor y nos acerca al Reino de Dios más que las riquezas y el poder. El Reino de Dios, el tesoro de Dios, está dentro de nosotros, más que en el disfrute exterior de los bienes materiales.

De igual manera, San Pablo nos deja entrever en su Carta a los Romanos que el criterio de discernimiento no siempre coincide con los criterios del mundo. Dice: «Para los que aman a Dios, todo les sirve para el bien». Para san Pablo, llegar a esta convicción tuvo que pasar un proceso de conversión. Su escala de valores cambió a partir del encuentro con Jesucristo. Pablo llega a escribir en su carta a los filipenses: «Pero lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. Es más, pienso incluso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él, he perdido todas las cosas, y todo lo tengo por estiércol con tal de ganar a Cristo y vivir unido a Él» (Flp 3, 7-9).

En otras palabras, para san Pablo, haber conocido a Cristo supuso una ganancia. Es en el fondo un resumen de aquello que dijo nuestro Señor: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 25-26).

Es así, como entenderemos mejor las parábolas del Evangelio de hoy. Haber encontrado a Cristo a supuesto para cada uno de nosotros una ganancia. Y esto es así, porque Cristo es un Tesoro. Es la Perla preciosa. Es el Reino de los cielos prometido y alcanzarle es ganar ese Reino para mí.

Al igual que el domingo pasado, tres son las parábolas que el Señor nos propone hoy: la parábola del tesoro escondido en el campo, la parábola del mercader en perlas preciosas y la parábola de la red. Cuando Jesús dice: «El reino de los cielos se parece…», quiere revelarnos el misterio de su propia Persona y de su misión. En ese sentido, comprendemos que el tesoro escondido de nuestra parábola no es algo material, sino que es Cristo mismo. El centro de su mensaje es su Persona. «No quise saber entre vosotros, sino a Jesucristo» (1-Cor 2,2), dice san Pablo.

El hombre de la parábola que encuentra el tesoro, nos enseña que todo lo demás que se posee carece de valor en proporción con el tesoro. Por otro lado, la parábola de la perla no sólo suscita la idea de un altísimo valor, sino también de la belleza inmaculada. El reino de Dios no solamente es el más excelso valor, sino también el bien más bello y perfecto que se puede conseguir. En otras palabras, las parábolas desean resaltar el gran valor del Evangelio predicado por Cristo, verdadero tesoro a descubrir, verdadera perla por la cual vale la pena venderlo todo.

El evangelio es un mensaje siempre antiguo y siempre nuevo, de bienes superiores a los que debemos aspirar, renunciando a los bienes inferiores. Pero se trata de una renuncia positiva, pensada, hecha con capacidad; ya que, es darle un lugar al más, al mejor, un dar el todo por “el todo”; por esta razón hay “alegría” en nuestra decisión de renuncia. Este tesoro, perla preciosa es la palabra de Cristo, el reino, Cristo mismo. Darlo todo por él es ganarlo, no perderlo. Hermanos, ¡que no regateemos nada al Señor, que como Santa María, nos entreguemos por completo al valor inconmensurable que es tener a Dios! Amén.

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