Perdonar como Dios me perdona
Hoy la liturgia nos lleva a considerar la necesidad del
perdón como expresión cumbre de la oración cristiana. La oración cristiana llega
hasta el perdón de los enemigos. No somos capaces de orar, al menos cristianamente,
sino hasta que nuestro corazón no se haga acorde con la compasión divina. El don de
la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con las entrañas de
misericordia divinas. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de
los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí –Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2844.
Hoy la Palabra de Dios nos viene a examinar hasta qué punto
damos testimonio cristiano de que “si vivimos es para el Señor y no para
nosotros mismos” – Rom 14,7-9. Escuchar las tres lecturas de hoy, sin duda, nos servirá
para iluminar nuestra situación personal. Cuando san Pablo escribía estas palabras en su
carta a los Romanos, lo hacía porque se estaban dando divisiones en las asambleas
litúrgicas y les enseña que el criterio que debe presidir en las mismas es el amor y respeto mutuo:
hay que ponerse en las circunstancias del prójimo, evitar siempre el escándalo y
seguir en todo el ejemplo de Cristo, acogiéndonos con comprensión los unos a otros. Los
santos, los hijos de Dios, sólo quieren asemejarse a su Padre Dios que les ha perdonado
tanto, por eso están dispuestos a perdonar.
Comenta San Juan Crisóstomo sobre el evangelio de hoy:
«Aunque no les causes ningún mal [a los enemigos], si les miras con
poca benevolencia, conservando viva la herida dentro del alma, entonces tu no observas el
mandamiento ordenado por Cristo. ¿Cómo es posible pedir a Dios que te sea propicio
cuando no te has mostrado misericordioso, también tú, con quien te ha faltado?» (De
compunctione 1,5).
Con estas ideas en mente, entendemos el mensaje que el
Espíritu Santo dejó en el libro del Eclesiástico –que hoy leemos en la primera lectura. Tres ideas sacamos de esta lectura: hay que perdonar para poder ser perdonado; hay que
recordar quiénes somos y qué ha hecho Dios con nosotros; hay que estar prevenidos
contra las disputas. Puesto que, las peleas no se quedan ahí, sino que engendran mayores
problemas.
Ahora entenderemos mejor el Evangelio de hoy. Nos enseña el
Evangelio que no hay medida para el perdón. La razón última del perdón es
que todos somos deudores de Dios. Por eso, la imagen de los “diez mil talentos”. Un
denario equivalía al jornal de un trabajador, un talento valía unos seis mil denarios
(seis mil días de trabajo). De modo que, lo que el Rey perdona al siervo es una cantidad
exorbitante (6,000 × 10,000 = 60,000,000) sesenta millones de talentos, o sea, de días de
trabajo.
Con toda probabilidad, en esa exageración reside la verdad profunda
de la Parábola, su revelación acerca de la infinita misericordia de Dios con
los pecadores. Por otro lado, en la dureza del corazón del siervo también está la verdad
de la ingratitud del hombre con respecto a Dios misericordioso y la dureza nuestra respecto
a nuestros semejantes, a los que nos cuesta perdonar aún los defectos pequeños.
Para perdonar, hay que amar. El amor es diligente en la
entrega; de igual manera, hemos de ser prontos al perdón, generosos en perdonar,
porque Dios me ha perdonado más. Al no perdonar, al retrasar el perdón a alguien, estoy
manifestando que me creo superior a él. El perdón será la manifestación más elocuente
de que hemos conocido a Dios y nos hemos identificado plenamente con él. Dios
quiere ayudarnos a salir de nuestra vida de pecado. Quiere darnos a gustar de su propia
vida divina, asemejándonos en lo que es más propio de Dios, su capacidad de perdonar
libérrima y generosa. Amén.
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