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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Homilía XXV Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A

Is. 55, 6-9 / Sal 144 / Flp 1, 20-24.27 / Mt 20, 1-16

«Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo.»
(Flp 1, 27)

No me sorprendería que alguno que otro, al escuchar esta parábola de Jesucristo,
que hoy nos propone la Liturgia de la Iglesia, le cueste comprenderla. En esta parábola, hay algo que nos sorprende; es más, que nos escandaliza. Quizás ésta era la intención de Jesús al pronunciarla. Pero Jesús, no pretende hablar de relaciones económicas o laborales. No nos hallamos ante una norma social, sino ante una parábola. Son cosas distintas.

Nos cuesta entender que los caminos del Señor son distintos a los nuestros (como dice la primera lectura). Dios se presenta como un amo generoso que no funciona por rentabilidad, sino por amor gratuito e inmerecido. Cuántas veces hemos rezado en la liturgia de la Misa esa oración que termina implorando a Dios que nos conceda algo «no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad». Esta es la buena noticia del evangelio: Dios no es como nosotros. Pero nosotros, insistimos en atribuirle “el metro” siempre injusto de nuestra humana justicia. En vez de parecernos a Él, intentamos que Él se parezca a nosotros con salarios, tarifas, comisiones y porcentajes.

Algunos pretenden servir a Dios con mentalidad utilitarista y se preguntan: ¿Para qué sirve ir a misa, si Dios nos va a querer igual? Así evidencian que no han tenido la experiencia del amor de Dios y no reaccionan en consecuencia amándole también más por encima de leyes y medidas.

Lo que se nos está revelando en esta parábola es la gratuidad con la que Dios nos quiere a todos por igual. Bien mirado, los obreros de la primera hora no se quejan de haber padecido una injusticia (ajustaron un denario y lo recibieron), sino más bien de la ventaja concedida a los otros. No pretenden recibir más, sino que se muestran envidiosos de que los otros hayan sido tratados como ellos. Quieren defender una diferencia. Eso es lo que les irrita: la falta de distinción.

La injusticia de que creen ser víctima no consiste en recibir una paga insuficiente, sino en ver que el amo es bueno con los otros. Es la envidia del justo frente a un Dios que perdona a los pecadores. Así leída, la parábola no quiere enseñarnos en primer lugar cómo se conduce Dios, sino más bien cómo han de conducirse los justos ante la misericordia de Dios; concretamente ante la manera de obrar de Jesús y ante un Reino que se abre a los paganos. Los justos no deben sentir envidia, sino alegrarse ante un Padre que perdona a los hermanos pecadores.

Existen cristianos que creen que la religión consiste en lo que ellos dan a Dios. Y no es así, la religión consiste en lo que Dios hace por nosotros. Parecemos mercenarios, al pretender que Dios me de algo porque yo me lo merezca. El verdadero obrero, según el corazón del Señor, es el que se desinteresa del salario. El que encuentra la propia alegría en poder trabajar por el Reino.

¿Soy capaz de aceptar la bondad del Señor, de no refunfuñar cuando perdona, cuando se compadece, cuando olvida las ofensas, cuando es paciente, generoso hacia el que se ha equivocado? ¿Soy capaz de perdonar a Dios su «injusticia»? ¿Me resisto a la tentación de pretender enseñar a Dios el “oficio de Dios”?

Llevar “una vida digna del Evangelio”, como dice hoy san Pablo, es tener esa capacidad de admirarnos ante la liberalidad y gratuidad del amor de Dios, que nos ha llamado a trabajar en su viña, y al igual que san Pablo le decía a los Filipenses: «Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir», no estimar mayor ganancia o paga que el sabernos unidos a Cristo. Amén.

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