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«La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios»
(«Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei»)
San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20,7

sábado, 24 de septiembre de 2011

Homilía XXVI Domingo del Tiempo Ordinario



Ciclo A
Ez 18, 25-28 / Sal 24 / Flp 2, 1-11 / Mt 21, 28-32

«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» - Flp 2, 5

Hoy la Liturgia nos ilumina con uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento sobre la divinidad de Jesucristo y, en mi opinión personal, uno de los textos más hermosos utilizado por los primeros cristianos en sus liturgias primitivas como himno para cantar la humillación y exaltación de Cristo.

San Pablo, en este himno de la Carta a los Filipenses, teniendo presente la divinidad de Cristo, centra su atención en la muerte de cruz como ejemplo supremo de humildad y obediencia. Él sí que es el hijo obediente al Padre eterno. Él es el que es: «sí, sí» a su voluntad, sin vacilar, sin reservarse nada. Su alimento es hacer la voluntad del Padre; su trabajo, hacer el trabajo del Padre, su identidad, era la del Padre (“El Padre y yo somos uno”), y ver al hijo, es ver al Padre (“El que me ve a mí, ve al Padre”). Jesús nos enseña a ser hijos verdaderos de Dios.

Este himno tiene un trasfondo que contrasta con el primer hombre, Adán; ya que, Adán siendo hombre ambicionó ser como Dios (Gn 3, 5). Por el contrario, Jesucristo, siendo Dios, «se anonadó a sí mismo»; es decir, tomó la condición de siervo, no que perdiera su divinidad, sino que permaneciendo inmutable su naturaleza en la que, existiendo en condición divina, es igual al Padre, asumió la naturaleza nuestra mudable, en la cual nació de la Virgen.

La obediencia de Cristo hasta la Cruz repara la desobediencia del primer hombre, y la desobediencia tuya y la mía, del género humano, después de la caída original.

Comenta un Padre de la Iglesia del siglo III, Orígenes, que «El Hijo unigénito de Dios, Palabra y Sabiduría del Padre, que estaba junto a Dios en la gloria que había antes de la existencia del mundo, se humilló y, tomando la forma de esclavo, se hizo obediente hasta la muerte, con el fin de enseñar la obediencia a quienes sólo con ella podían alcanzar la salvación» (De principiis 3,5,6).

Dicho esto, podemos adentrarnos mejor en el entendimiento de la parábola del Evangelio de este domingo. La parábola de los dos hijos sólo viene recogida en san Mateo y subraya la necesidad de la conversión: Israel es como el hijo que dijo «sí» a Dios pero luego no creyó y no dio frutos, como los fariseos que «dicen pero no hacen».

En cambio, los pecadores dicen «no» a las obras de la Ley con su conducta, pero se convierten ante los signos de Dios, cumplen la voluntad del Padre y entran en el Reino de Dios.

El Señor señala tres momentos en el camino que lleva a la fe: ver, arrepentirse y creer. En el fondo, hoy la Palabra nos da esperanza para el arrepentimiento. Todos estuvimos en desobediencia, fuimos hijos de la ira, nos portamos mal, pero «si el malvado se aparta del mal que ha cometido y practica el derecho y la justicia, conservará su vida» (Ez 18, 27). La obediencia del Hijo nos ha salvado. Como dice el autor de la Carta a los hebreos: «Aprendió por los padecimientos la obediencia. Y llegado a la perfección, se ha hecho causa de salvación eterna para todos los que le obedecen...» (Heb 5, 8-9). La obediencia de Jesús fue tan grata al Padre que con su muerte hizo que fuera vencida la muerte y es fuente de salvación eterna para nosotros.

Llegar a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús, es llegar a identificarnos con su voluntad obediente al la voluntad del Padre. Amén.

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